El 26 de diciembre en Italia se jugó al fútbol. Lo que en Inglaterra se conoce como el Boxing Day, una tradición posterior a la Navidad, ahí fue San Esteban. Ese día, sobre el cierre del año pasado, Inter le ganó a Napoli en San Siro, en el estadio Giuseppe Meazza. Fue en tiempo de descuento, uno a cero, con gol de Lautaro Martínez. Pudo haber sido un partido más del Calcio, uno de los que reacomodaron los puestos por debajo de Juventus, que ejerce un dominio eterno en la Serie A. Pero no. El Inter-Napoli de diciembre no fue un partido más, expuso otra vez la grieta entre norte y sur, tuvo su episodio de xenofobia que rebota en funcionarios de la derecha, y que todavía encierra los misterios de un crimen ultra.
Faltaban diez minutos para terminar el partido cuando el árbitro Paolo Mazzolleni le sacó la segunda amarilla al jugador de Napoli Kalidou Koulibaly, un defensor de veintisiete años que nació en Saint-Dié-des-Vosges, al noreste de Francia, pero que juega para la selección de Senegal, el país de sus padres. A Koulibaly lo buscaron muchos clubes, desde Chelsea a Barcelona. Ahora dicen que lo quiere Real Madrid y que pagaría cien millones de euros.
Ese día de diciembre, después del partido en el que terminó expulsado, su entrenador, Carlo Ancelotti, lo defendió en la conferencia de prensa. Contó que es un jugador de buen comportamiento, pero que está nervioso por los insultos xenófobos que llegaban a la cancha. «Pedimos tres veces que el encuentro se detuviera por los cánticos racistas –dijo Ancelotti-. Se hicieron anuncios, pero el partido continuó. La próxima vez lo vamos a parar abandonando la cancha, incluso si eso significa perder sobre la mesa».
“Lo siento por la derrota y sobre todo por haber dejado solos a mis hermanos. Pero estoy orgulloso del color de mi piel. De ser francés, senegalés y napolitano: hombre», tuiteó Koulibaly un rato después. En redes sociales, lo apoyaron Cristiano Ronaldo, Kevin Boateng, Mauro Icardi y otros jugadores. Pero el clima xenófobo no escapaba a lo que había sucedido afuera de la cancha. Todo parecía parte de lo mismo.
Antes del partido, un grupo de ultras de Inter emboscó a fanáticos de Napoli que habían viajado a Milán. Lo hicieron en banda, apoyados por facciones amigas de Varese y Niza. Unos cien de Inter se toparon con unos ochenta de Napoli. Se cruzaron autos y camionetas. Hubo piñas y cuchillazos. A Daniele Belardinelli lo atropellaron en el choque. Según la reconstrucción que está haciendo la justicia italiana, fue con dos vehículos, uno de ellos una camioneta Volvo V40 negra. Belardinelli estaba con los de Inter, pero se dice que era un ultra de Varese, de un grupo llamado Sangre y honor. Los fanáticos del Napoli que lo atropellaron lo asistieron, pero enseguida se lo entregaron a sus amigos de Inter para que lo lleven al hospital. Belardinelli murió al llegar. La justicia ya tomó declaración a veintitrés personas. Hay cuatro detenidos, entre ellos Marco Piovella, el capo de una de las facciones más radicalizadas de Inter. La violencia no es sólo sudamericana.
Mientras se intenta llegar a la verdad sobre el crimen de Belardinelli, lo que queda es la xenofobia. “No confundamos el racismo, que debe ser condenado, con la belleza del fútbol, que también es rivalidad de barrio. Cerrar los estadios o suspender partidos es una derrota del fútbol”, dijo por estos días el ministro del Interior, Matteo Salvini, en una conferencia de prensa, en la que también aclaró que la violencia en el fútbol está disminuyendo. “El lenguaje de Salvini es indigno de un ministro del Interior”, respondió Luigi De Magistris, alcalde de Nápoles. A Salvini, líder de la Liga Norte –ahora, en realidad, es sólo Liga-, un partido de ultraderecha, le dicen el Donald Trump de Italia. Podría ser un Jair Bolsonaro. El año pasado escribió en Twitter una cita del dictador Benito Mussolini: “Tanti nemici, tanto onore”. Muchos enemigos, mucho honor. Mientras se opone a la interrupción de partidos frente a hechos xenófobos, tal como recomienda la FIFA, Salvini impulsa decretos para endurecer las medidas contra los inmigrantes. A nadie le sorprende. Genera rechazos en Nápoles y Palermo, pero también en Florencia y Milán.
Salvini tiene en su discurso una batalla particular contra los napolitanos, que lo resisten. También el dueño del club, el productor de cine Aurelio De Laurentiis, que desde Los Ángeles, adonde viajó por asuntos de esa industria, dio la orden de apoyar a Ancelotti, a Koulibaly, al resto de los jugadores y a cualquier decisión de abandonar un partido bajo protesta. Si hay racismo, dicen en el sur italiano, Napoli para.