«(Estoy) Feliz de poder estar acá y asumir una responsabilidad en un club que conozco. El hecho de conocer la cultura y la historia de un club prestigioso me hace saber y sentir que hay un lindo camino por recorrer.» Esa mañana del 6 de junio, la de 2014, Marcelo Gallardo establecía el primer mojón. También blanqueaba su ideario futbolístico.
Ahora, a punto de cumplir 900 días en el cargo y con 135 partidos como entrenador y 58,5% de efectividad, a horas de haber consagrado el sexto título con su equipo en 14 torneos disputados, ese muchacho que hasta el 18 de enero transita sus 40 años, alojado definitivamente ya en la historia de River, instala la inquietud de su posible salida de ese banco que quema.
¿Por qué esa bomba neutrónica en Núñez, cuando aun no se acallaron los fuegos artificiales del éxito en Córdoba? Probablemente sea una demostración más de la honestidad -infrecuente en este ambiente- de un tipo que puede ser tan cuestionado como cualquier entrenador, pero que camina por carriles de franqueza y compromiso, como otros, como por caso Marcelo Bielsa, pero que padecen el desgaste, empiezan a dejar de disfrutar y no exteriorizan.
¿Es una ingenuidad preservar el disfrute en un ambiente de exigencias que a veces lindan lo irracional? Hay que recordarlo a ese muchachito de sonrisa contagiosa, llena de dientes, veinteañera, de frente a la tribuna de River, abriendo los brazos como aspas, pretendiendo un abrazo entre miles, con los ojos saltones abrumados de felicidad. Es el mismo Gallardo de hoy. Este, con el doble de edad, es un reflejo sensible de aquel que celebraba de ese modo tras darle con lustre a la pelota que se anidaba en los piolines. Ese lucido volante hiper-ofensivo devino en este técnico que hace unas horas, con la medalla de campeón en las manos, apretada, emocionado, empezaba a sentir que pedirle más a esa historia podría representar nuevas felicidades, pero también otras heridas demasiado crueles.
«No puedo desatender la historia y la cultura futbolística de River. Intentaré representar de la mejor manera posible su rica historia futbolística y su cultura y sus modos de jugar.» En estos tiempos de promesas incumplidas como agua va y palabras que valen un pisotón, el tipo cumplió. Nada menos. Claro que no es infalible, que tiene los vicios propios de todo entrenador que se precie. Que se le puede achacar que se enamora de jugadores que probaron una y otra vez lo pesada que les resulta esa camiseta; que, en general, los que hizo traer y rindieron lo que se esperaba de ellos, son los menos; que se deprendió de algunos juveniles que pintaban; que su primer River fue, por lejos, el que mejor jugó de sus equipos.
Pero esto es fútbol y un atractivo vital son las discusiones futboleras. Él tendrá argumentos de desagravio. En definitiva, hace 900 días que apuesta a un criterio básico. Ese paladar negro histórico que, toda vez que lo alimentó y bancó, el club pasó por sus mejores épocas: mucha bolilla a las inferiores, futbol dinámico y agresivo, cuidado intensivo por el trato de la pelota, la audacia y el coraje como factores primordiales, la opción por la búsqueda de la belleza para llegar al triunfo. Esa es la principalísima virtud del Muñeco.
Claro que no siempre se puede. Claro que se equivocó: aquel partido contra Independiente del Valle en la eliminación de la Libertadores de este año; ese otro con Huracán en la Copa Argentina, con una línea de tres que fue un flan; contra Boca, hace algunas horas cuando desarmó el fútbol de un equipo que dominaba el juego. ¿Pero qué DT es infalible? Y además, como factor extra: cada vez que resultó golpeado, justamente como hace horas en el superclásico, supo revivir con estruendo y eso habla de su personalidad y su coraje.
«River viene de conseguir algo muy importante, tenemos que redoblar la apuesta, ir por más y volver a los primeros lugares que los hinchas de River hablamos. Hoy es un buen momento. Se dan las posibilidades para seguir fortaleciendo eso que se viene de lograr. Hay buena energía.» Lo dijo hace dos años y medio. Lo podría repetir hoy.
Él sabe si continuará o no. Si se fuera ahora, al menos habrá cumplido con lo prometido. «
Con la banda roja tatuada en el pecho
El Feo llegaba al extremo de taparse la nariz cuando ingresaba desde el túnel de la Bombonera. Hoy sería un gesto cuestionable, lo patentó en los ’70. Cuando con su infaltable camisa blanca y corbata con la banda roja, se adueñó de la hazaña de reinaugurar una senda de recurrentes vueltas olímpicas tras la peor sequía de la historia de esa camiseta. Él mismo había jugado en el último campeón, antes de esos casi 18 años.
El Pelado de la sonrisa irónica y lengua filosa. Desde aquel líder inexperto, boquiabierto, sin respuesta táctica en la final ante la Juventus hasta el que condujo a sus equipos a dar más vueltas que ningún otro, el que llegó y se irá una y mil veces. Inigualable en el momento de alimentar el juego tribunero de la porfía dialéctica, la cargada, la palabra hiriente. Y si era contra Boca, muchísimo mejor.
Este Muñeco, todavía con su cara de pibe bonachón, que habla pausado y reflexivo, que habla con el juego y los resultados de su equipo. Ese que eliminó dos veces consecutivas a Boca en torneos internacionales y que, ahora, luego de recibir una paliza fea en su cancha, el domingo pasado, convencido y convincente, logró una final de novela y un anhelado pasaporte a la Libertadores, como para olvidarse sin más de la derrota superclásica.
Tres símbolos
Ángel Amadeo Labruna fue campeón 16 veces como jugador y 6 como entrenador. Jugó de delantero tirado a la izquierda, goleador implacable, el mayor de la historia del club. Ramón Angel Díaz fue campeón cinco veces con la camiseta puesta y en nueve ocasiones desde la raya. Fue un delantero de área, temible, de pique corto, potencia y estupenda definición. Marcelo Daniel Gallardo lleva ocho vueltas olímpicas como futbolista y seis en su actual rol de entrenador. Fue un volante ofensivo, de tranco largo, lento y elegante, muy perspicaz, de extraordinaria pegada.
Entre los tres suman medio centenar de títulos, más allá de que muchos fueran compartidos por ellos mismos. Pero fundamentalmente siguen el perfil del ídolo ganador del club, con características claves: el amor por los colores, el conocimiento por haber jugado en las inferiores, los regresos permanentes, el gusto por la elegancia en el juego y el buen trato de pelota, la mirada ambiciosa en el área contraria, cierto pragmatismo para armar sus equipos, la coherencia ideológica-futbolera entre el jugador y el posterior técnico. «