A Ale Wall
Para quienes todavía dudan de los vínculos entre el fútbol y la política (y viceversa) esta semana tuvimos una nueva prueba de su vigencia. En un momento se juntaron – bien revueltos – Chiqui Tapia y el ceremonial del Vaticano; los jugadores del seleccionado y la resistencia palestina; Pipita Higuaín y Netanyhau y, como si fuera poco, Trump, Macri, Angelici, la hinchada ultra derechista del Beitar israelí y, en su conjunto, el Partido Nacional-Triunfalista mediático.
Como en muchas otras ocasiones (Mundial de fútbol y crisis argentina parecen una misma cosa) se advirtió una secreta confabulación entre el resultado deportivo y su utilización política. Si la Selección vuelve con la Copa, ¿automáticamente eso garantizará a Cambiemos las presidenciales del 2019? Si, en cambio, los muchachos retornan de Rusia con las manos vacías, ¿ese traspié generará las condiciones para que la reelección les quede lejos y, mágicamente, crecerán las chances de la oposición?
Me tiene sin cuidado el puesto que ocupemos. Que se esfuercen los Sampaoli del presidente. No me preocupa porque soy de Racing, de modo que no me temblará el pulso si salimos quintos (recordar que el admirable Messi puso a Brasil, Alemania, España y Francia, como los principales candidatos). Pero también soy hincha y de poder hacerlo elegiría únicamente que el equipo jugara muy bien. En especial por todos estos jugadores injustamente estigmatizados por periodistas linchadores de algunos medios, sólo porque no mojaron en tres torneos consecutivos. Salir segundos es posible y a mí que no fui campeón ni al metegol-entra me parecería un honor, digno de ser festejado en el Obelisco.
Es real que el fútbol reproduce aspectos de la vida y es muy valorable esa frase que dice que se juega como se vive pero ni por casualidad compro entradas para el partido entre Éxito Juniors contra Fracaso Club. Es verdad que el fútbol propicia equívocos acercamientos a la pertenencia y al romanticismo, a la identidad y a la ilusión de ser los mejores en algo. Pero está comprobado que eso no tiene ninguna equivalencia con el destino (pasado, presente, futuro) de una nación. La nación nuestra o la que sea: ¿el resultado futbolístico, cuánto cambiará la vida de los habitantes de Serbia, Irán, México o Senegal? Las alegrías futboleras, genuinas y respetables, duran lo que tienen que durar hasta que todo vuelve a la habitual (anormal) normalidad, tanto en la vida de todos los días como en el fútbol. Esto no quiere decir que muchos políticos (ases del carpetazo, príncipes de las falacias) no estén tentados de un aprovechamiento circunstancial. A ellos será útil recordarles que, según consta en crónicas del momento, durante el Mundial del ’78 en las tribunas de Ríver se cantó: «Passarella, Passarella, y si Kempes se lesiona lo ponemos a Videla». Ni por eso, ni por haber levantado la Copa, el dictador pasó en el poder un día de más de lo que los otros usurpadores le permitieron. Nunca olvidaré el inicio del Mundial siguiente. A la par de la derrota del seleccionado frente a Bélgica, las televisiones del mundo anunciaban la rendición argentina en Malvinas. Tampoco se benefició Alfonsín cuando la Selección retornó de México con la Copa en 1986. Ese mismo año soportó una seria crisis económica y, al siguiente, graves turbulencias con los militares carapintadas.
En ocasiones, y por razones que no siempre son equiparables, una victoria deportiva arranca una linda sonrisa a un pueblo y una derrota es capaz de agriar el humor colectivo. Pero esas alegrías y tristezas –permitibles, entendibles– son igualmente superficiales, momentáneas. Las sístoles y diástoles originadas por la pelota no son capaces de alterar el corazón de lo históricamente determinado. No existe una simetría comprobada entre un hecho deportivo y una determinada consecuencia política. Si así fuera, sería mucho más dificultoso entender la naturaleza de la puja deportiva y, peor todavía, comprender a la política.
El propósito de poderosos consorcios de intereses futbolísticos y extrafutbolísticos (económicos, comerciales, publicitarios, mediáticos) será hacernos creer que de aquí a mitad de julio no existirá ninguna otra cosa mejor que mirar el Mundial. Ellos saben bien por qué lo hacen: están en juego presupuestos multimillonarios. Será difícil digerir las metáforas seudopatrióticas, presuntamente transferibles a la realidad social: la necesidad de actuar en equipo, la defensa de los colores, la importancia del sacrificio, la humildad, el orgullo, el coraje. Nos esperan 64 partidos, 96 horas de duración, cuatro días completos, tiempo que se estirará con repeticiones y resúmenes, con flashes, informaciones, notas de color y tandas. Se viene la mundialitis aguda, una afección atípica, fácilmente transmisible cada cuatro años, pasajera pero contagiosa, habitual en hombres y en los últimos años muy diagnosticada a infinidad de mujeres.
Mientras, seguro, el mundo en general y todos nuestros múltiples mundos públicos y privados seguirán andando, sin detenerse. Al argentino, tribunero o fanático explícito, lo desvelará primero si podrá llegar a pagar la cuota 12, de 24, de su nuevo Smart antes que el destino final del equipo o cuál será el número en sus próximas tarifas de gas y luz que cuántos goles la Selección Argentina le puede meter a Islandia.«