Hay un clima general que nadie quiere alterar. Hay todo un país -o al menos una mayoría- que se emociona con boludeces. Se cuelga con cuanta pavada aparece en las redes sociales o en un grupo de WhatsApp. Detecta coincidencias en cualquier acto de la vida cotidiana. Lo que ayer era parte de una rutina aburrida, hoy es una señal de que esta vez sí, de que es el momento, llegó la hora. También hay preocupación cuando alguien dice o hace algo peligroso. Cuando sucede algo inapropiado, se activa el «anulo mufa».
Hay un partido, el número 64 del Mundial, como ordenador de nuestros días, charlas y acciones. Es una sinfonía de sentimientos. Un «Hola, ¿cómo andás?» se convierte en una pregunta compleja, algo así como el comienzo de una sesión de terapia. Le pasa también a Lionel Scaloni al que le piden que cuente qué se les dice a los futbolistas y se quiebra. «Me emociono porque han dado todo», dice el entrenador más joven del Mundial, el tipo que llora cuando le regalan una bandera argentina que dice Pujato, el que sale corriendo al vestuario para llamar por teléfono a su esposa Elisa y descargar la tensión de la dramática definición ante Países Bajos, el que festeja con uno de sus dos hijos en el banco de suplentes del estadio Lusail.
«Soy el mismo que dirigía en L’Alcudia», dice Scaloni sobre su camino como DT de la Selección, una historia que empezó para cubrir un lugar vacío durante dos amistosos en Los Ángeles y Nueva Jersey, casi como un favor para darle una mano a Chiqui Tapia con los acuerdos comerciales de la AFA y ahora es algo así como una etapa con llave en mano, sin fecha de vencimiento establecida.
Hay una trampa a la hora de enlistar los méritos de Scaloni, el arquitecto de una Selección mutante: es una invitación al elogio desmedido, algo que él mismo evitó hacer cada vez que lo llevaron al terreno de lo personal. Sus respuestas fueron siempre colectivas, desde un «nosotros» en el que incluye al cuerpo técnico que fue armando para la aventura en Qatar. Y no parece ser una frase de ocasión. Roberto Ayala, por caso, apareció en las transmisiones oficiales en la previa de los siete partidos mundialistas, algo que en el ambiente podría ser leído como una manera de desacreditar a Scaloni. Pero es todo lo contrario, una muestra de cómo ejerce la conducción y de cómo elige repartir roles. Un modo de deconstruir que también se ve cada vez que se deja llevar por los sentimientos y moquea en pleno partido, como pasó en la primera fase de grupos.
«Las emociones forman parte de nuestra cultura», resume el entrenador. Y esa debe ser una de sus satisfacciones, la de haber construido un equipo capaz de cautivar desde el afecto y, por supuesto, desde Lionel Messi. De empatizar con miles de personas que se sumergen en la alegría popular. Que llegan -llegamos- a creer que mantener un lugar en el sillón, escuchar un penal en el baño o mandar la misma frase en un grupo de WhatsApp puede cambiar algo. Puede definir lo que pasa adentro de la cancha.
«Es solo fútbol», repite Scaloni. Pero es mucho más que eso. Es un diciembre eterno. Y nos gusta. «