Islandia no fue la pista de hielo sobre la que la Argentina apenas iba a patinar. Un empate lleno de nervios, aún cuando las estadísticas del partido la favorezcan, dejó en estado de shock al equipo de Jorge Sampaoli. No fue sólo la impotencia de encontrarse con una muralla, fue también la posibilidad tan concreta, tan clara, de que incluso en alguno de los descuidos –que no faltaron- Islandia lo pudo haber ganado. La imagen del final, el movimiento urgente del equipo, arrinconando a los islandeses, no alcanzó para modificar el estado de las cosas. Que el empate no formaba parte de la lógica se confirma con la foto de una selección argentina yéndose con la cabeza gacha, mientras los islandeses se abrazaban con sus mujeres y sus hinchas, se tomaban selfies. De pronto el estadio del Spartak, en Moscú, se convirtió en un bar de Reijavik.
Si alguien había subestimado a Islandia debió haberse arrepentido apenas comenzó a moverse la pelota. Una furia vikinga para la marca, matizada por un orden de pueblo isleño hizo sucumbir los intentos de avances argentinos. Pero si hubiese sido sólo eso, si el proyecto islandés para este partido se hubiese basado sólo en esa condición, la Argentina habría pasado menos sobresaltos. Ocurrió que el equipo del odontólogo Heimir Hallgrimsson -cuyos datos de oficio podían servir para menospreciar lo que se tenía enfrente o para valorar el heroícismo la llegada a Rusia- quiso más que eso.
Gilfy Sigurdsson, el 10, y Alfred Finnbogason, el 11, fueron los que comandaron esas expectativas. Los errores no forzados de Marcos Rojo y el pie tibio de Lucas Biglia les abrieron un camino. El fútbol se hace a dosis de autoestima: Islandia creció cuando vio el tembladeral sobre el que se sostenía la defensa argentina. Su capitán, Aron Gunnarsson parecía sacar al equipo desde la mitad de la cancha con grito de guerrero.
Los problemas en la defensa, además, no se contraponían a un ataque con efervescencia. Era más bien acuoso, chirlo, obligaba a Messi a retrasarse. Las salidas por los costados, tan mentadas, no funcionaban. Salvio, por momentos, no llegaba a cubrirse la espalda. Agüero buscaba los huecos, pero la pelota, si llegaba, llegaba desinflada. Una virtud argentina pudo ser la paciencia. El gol de Agüero, esa media vuelta romarística, llegó en estado zen, opuesto al ida y vuelta al que se autosomete Sampaoli, a punto de estallarle el saco slim fit azul.
Si ese gol le pudo haber dado tranquilidad, le duró apenas un minuto. Un pase de Biglia mal entregado devino en la jugada del gol de Finngbogason. Esa paridad, que la Argentina nunca rompió, ni siquiera en el segundo tiempo, cuando Sampaoli apostó por Ever Banega a cambio de Biglia, y por Christian Pavón a cambio de Di María, comenzó a hacerse pesadilla con el penal que Messi no pudo convertir. A pesar del Messi, Messi, Messi, que cayó de las tribunas, el golpe era demoledor. Lo que siguió, incluso con Gonzalo Higuaín en la cancha, es el plan que se activa cuando no queda otra cosa que ir a la carga.
Los islandeses quedaron bajo el sol de Moscú cantando. La imagen del pequeño frente al gigante se les hizo realidad. Sus periodistas se abrazaban. El técnico, que suele adelantarles a los hinchas en un bar de qué se va a tratar la idea del equipo, celebraba como quien celebra haber realizado el plan perfecto. Llena de dudas, la selección argentina buscó el refugio del vestuario.