Mi conciencia arranca en los Mundiales: el primer registro de mi vida está vinculado a Argentina 1978. Tenía 3 años y 10 meses y un delgadísimo hilo de memoria me lleva al festejo por el título que acababa de ganar la selección. No es un flash del partido sino de la celebración en las calles. Avanzábamos por Cabildo en el auto con mis viejos y mi hermano hacia Juramento, y en el asiento trasero puedo verme —como el actor de mi propia película— mirando con susto a la gente desfilando junto al Renault 12 de mis padres. Una marea humana desbordaba las veredas y se desparramaba por la avenida. Ya era de noche, estaban encendidas las luces del alumbrado público y de repente, click, se apaga el destello: no recuerdo más.

Durante un tiempo temí que aquello fuera una invención: en esa imagen había algo que no tenía lógica, y era que los autos avanzaban —siempre de a pocos metros, entre la muchedumbre— por los carriles izquierdos de la avenida. ¿Cómo podía conducirse en contramano? El dilema lo resolví cuando, ya de grande, mi viejo me contó que esa noche, después del triunfo en la final, Cabildo se transformó en una avenida de una sola mano hacia el centro, rumbo al Obelisco.

Cada una de las siguientes Copas del Mundo serán una fotografía: en España 82 estoy en el aula de tercer grado queriendo saber el resultado del partido que la selección jugaba con Italia. Invento una excusa, le pido permiso a la maestra para salir de clase y apuro el paso hacia la secretaría de la escuela solo para enterarme de que estábamos perdiendo. En México 86, a mis 11, como empezaría a pasarme con las chicas, los partidos comenzaron a gustarme y a ponerme nervioso. Que la trayectoria de una pelota pudiera quitarme la respiración fue un descubrimiento. A Italia 90, siendo ya adolescente, le dediqué una intensidad descomunal, una liberación bíblica de endorfinas: los gritos de los vecinos por el gol a Brasil llegaban desde cientos de metros. Estados Unidos 94 fue una bienvenida a mi adultez joven: el ritual urbano de ver los partidos por TV con los compañeros del trabajo. Francia 98 y Corea-Japón 2002, a mis 23 y 27, son fotogramas agitados de la juventud, un atado de cigarrillos por día y alcohol como un escocés recién salido de la cárcel mientras el kayak de la selección se daba vuelta. Si la vida es eso que te pasa entre cada Mundial, en los cuatro años siguientes, hasta Alemania 2006, mi mamá se enfermó y murió, me enamoré, me desenamoré, viví en el exterior y renuncié a un trabajo en el que podría haberme jubilado. Le siguió Sudáfrica 2010 en una redacción abandonada por sus dueños y resistida por sus trabajadores. Las postales de Brasil 2014, cerca de mis 40, excedieron a Lionel Messi: fueron la ausencia de mi viejo, la inminencia de mi casamiento y también el preámbulo a Rusia 2018 y Qatar 2022, mis primeras Copas como padre.

Durante mucho tiempo, a ninguno de mis Mundiales quise más que al de México. Volver a 1986 no es solo revivir a Diego Maradona y los suyos, sino a mi infancia y a todos los recuerdos de esa época. Yo era joven e ingenuo pero además se trataba de un fútbol menos salvaje y más lúdico. Por fuera de la selección, a mis 11 años era hincha de mi equipo -River- pero, aunque aceptaba la rivalidad, tampoco estaba atento a todos los partidos de Boca ni hacía fuerza para que perdiera ni me molestaba que tuviera buenos futbolistas. El clásico era el otro lado de un disco doble: los medios hablaban de primos, no de padres —que éramos nosotros— ni de hijos —que eran ellos—. Ni siquiera el periodismo partidario sobreactuaba hinchismo: su trabajo consistía en elogiar o criticar a su equipo y casi no le prestaba atención al rival, mucho menos lo trataba con veneno. Los hinchas no se postulaban al protagonismo fuera de las tribunas y se permitían reconocer las virtudes ajenas. Lo mismo me pasaba con el resto de los rivales: no tenía enemigos ni deseaba el mal ni me motorizaban las llagas internas que en los años siguientes, más de una vez, intentaría compensar con el fútbol, ese lugar donde hay tanto amor por el odio.

Algo pasó en los 90. También en el fútbol nos sectarizamos. Había terminado mi infancia pero además la televisión descubrió el negocio, las empresas priorizaron al cliente sobre el hincha, los poderosos vieron un camino para llenar sus vacíos y, encima, se fue Diego Maradona. La selección pasó a ser menos unánime y más ajena y quedó desdibujada detrás de nuestros clubes. No sé qué empezó primero, si nos hicimos más hinchas de nuestros equipos o más enemigos de nuestros rivales, pero ocurrieron ambas. En mi nueva mirada de River como única verdad, si tenía que elegir entre la justicia y mi equipo, me quedaba con River. Subrayé la frase con la que los aficionados de los Mets se distancian de los Yankees, su rival neoyorquino de béisbol: «No nos molesta perder, lo peor es que ganen ellos».

Claro que hubo selecciones fantásticas cuyas eliminaciones en Mundiales aún me joden, como la de 2006, pero mi refugio ya era mi equipo: el Monumental como lugar en el que me siento parte. Ser hincha es también hacerse el boludo y decidí dejarme mentir solo por mi equipo. Y encima el ciclo de Lionel Scaloni, un técnico sin experiencia y con un recambio de jugadores que forman parte más de la clase media-alta del fútbol europeo que de la élite, invitaba a pensar que se veían los años más desangelados. Amo al fútbol porque siempre te deja en posición adelantada.

Los futboleros sabemos lo que volveremos a vivir en enero: torneos de mil equipos, reglamentos que cambian durante la competencia, excesos del poder, silbatos en una dirección. Pero en el reverso de la AFA también está el mérito -ya antes del Mundial- de haber construido, orbitando alrededor de Messi, una selección que enamoró a las nuevas generaciones y que, a muchos de los que andamos cerca de los 50 -o 40 o 60-, en Qatar 2022 nos hizo redescubrir la alegría perdida por la celeste y blanca, otra vez convertida en una fuerza colectiva, como si fuera nuestro equipo de todos los domingos, el Club Atlético Selección Argentina. Final con Francia aparte, la foto de Qatar será de nuevo en la calle hacia el Obelisco, ahora con nuestros hijos.