Se terminó, se acabó, por fin. Sobrevivimos de aterradores e inmerecidos empates contrarios y pudimos gritar Dale Campeón. Puta que valió la pena estar vivo en Buenos Aires y tener un buen televisor para poder atravesar este parto que se prolongó durante siete partidos, numerosos minutos de descuento, dos tiempos suplementarios y sendas definiciones por penales.
Empezando por Messi, los 26 guerreros besaron a ese bebé sanito, de piel brillante y dorada, rollizo, muy parecido a la copa del mundo. El recién nacido brindó una forma de la felicidad a millones de muchaaaaachoooooos y muchachas que cantamos como solo se canta en la cancha y salimos a ocupar el territorio que más nos pertenece: la calle.
Es que -posta- no hay que ser sociólogo para saber que no existe un igualador social como el fútbol. Tampoco hay que entender de tácticas y estrategias para comprender a un Messi (adorado por millones, festejando lo que probablemente sea su último mundial), santificar a Di María con sus goles esenciales o planear un monumento al Dibu Martínez.
Millones de personas diciendo en todo el país que se nos había cumplido un deseo relevante y único. Personas de la más variada condición se entusiasmaron con el nivel de juego de la llamada Scaloneta, aunque en varias ocasiones, como en el partido de hoy, atravesaron condiciones decididamente críticas de presión y temperatura. Por una vez la salida con camisetas del 10 no fue una huida hacia adelante, sino la respuesta de alivio a inquietudes cardíacas, a golpes de adrenalina, a supersticiones (gracias a Víctor Hugo que me hizo pata con mi cábala), a emociones que las idas y vueltas del partido volvieron sorprendentes, impensadas e incluso violentas.
Llegó la hora de los gritos también dedicados a los que, malamente, apostaron a un nuevo bajón de nuestra autoestima. Esta vez se equivocaron.
Hoy, y tal vez por unos días más y gracias a lo que consiguió esta selección nos desentendamos un poco del odio, del dólar blue, de la justicia. La selección nos regaló un buen bono de fin de año. Por unos días todos somos argentinos y hoy, y mañana, y quien sabe hasta cuando gritamos desde la misma vereda.
Ah, y cómo no ser agradecidos con los que nos quieren tanto: también todos somos bangladesíes.