El kilómetro cero de Rusia está en Moscú, entre la Duma y el palacio del Museo Estatal de Historia, justo en el ingreso a la Plaza Roja. Una placa redonda de bronce, rodeada por otras placas con imágenes de animales y vegetación típica, marca el punto exacto del inicio de las rutas. Todo forma un gran cuadrado que a la vez está enmarcado por un círculo. Sasha, una chica moscovita de treinta y dos años, un hijo de cuatro, con una moneda de diez rublos en la mano, dice que hay que pararse en el centro, mirando hacia la Puerta de la Resurrección, pedir un deseo y lanzarla hacia atrás. Si cae dentro del círculo, dará buena suerte. Un hincha colombiano, ahora sólo un turista en Rusia, se para con su moneda y les dice a los amigos que hubieran tenido que venir antes para pedir por la selección. Se largan a las carcajadas, ahora ya es muy tarde. Y tampoco el kilómetro cero los hubiera ayudado demasiado, Rusia 2018 es el Mundial de la previsión más que del azar, pero sobre todo es el Mundial de la desigualdad, la que separa a Europa de Sudamérica.
Alguna vez el fútbol fue el deporte reivindicatorio de los países menos desarrollados, los menos ricos, que tenían una revancha en lo más superficial, lo menos importante. No era lineal, porque nunca hay una línea exacta de causa y consecuencia en el fútbol, tampoco la hay ahora. Pero había competencia. La había entre clubes. Entre 1985 y 2005, cuando los pases millonarios ya habían secado de talentos a las ligas locales sudamericanas, River, Nacional de Montevideo, Vélez, Boca, Corinthians, y Sao Paulo ganaron la Copa Intercontinental contra equipos potencia. En los últimos diez años, bajo la estructura del Mundial de Clubes, sólo ganó Corinthians un título a ese nivel. El resto se quedó en Europa. Ya no hubo competencia.
Europa se llevaba a las estrellas sudamericanas, pero quedaban las selecciones. Porque esas estrellas jugaban para equipos de Europa, pero siempre volvían a la camiseta de la patria. Era casi un equilibrio de la naturaleza, la venganza de la tierra que producía talentos. Los dioses del fútbol pulseaban con los reyes de la economía. No es que Sudamérica ganara. En tres décadas, sólo Brasil ganó dos Mundiales y fue finalista en otro. Y hace cuatro años, un 9 de julio, la Argentina llegaba a la final de Brasil 2014. Contra Holanda, por penales. Uruguay fue semifinalista en Sudáfrica 2010. Ahora todo es de Europa.
No es sólo un asunto de resultados. Hay diferencias en el juego. “Europa es un tren que se fue”, dice el colega Marcelo Gantman en Casa Taganskaya, un departamento que sirve de hospedaje y redacción para cinco periodistas en Moscú. Durante el desayuno se establecen hipótesis. Los proyectos de cada selección, los talentos, la previsión, también la dosis de azar, el estudio de cada técnico. Ahora porque ganaron, ¿y si no ganaban? ¿Qué se diría de Bélgica si Brasil hubiera efectivizado con goles su asedio? ¿Qué podría decirse de Francia si Ángel Di María no le sacaba la pelota de la cabeza a Federico Fazio? Es todo contrafáctico. ¿Qué puede decirse de los alemanes, ejemplo de plan a largo plazo? “La selección hizo todo bien, pero después está el fútbol”, dice Christoph Biermann, periodista de la revista alemana Once Amigos, en un restaurante del edificio del Ministerio de Educación de Rusia.
Francia y Bélgica juegan la primera de las semifinales de Rusia 2018. Son las selecciones multiculturales, las provistas por los hijos de inmigrantes. Kylian Mbappé nació en Bondy, Francia. Es hijo de argelinos. Romelu Lukaku nació en Amberes, Bélgica. Es hijo de congoleños. No son inmigrantes, nacieron en los países para los que juegan. Son los efectos tardíos -o no- del colonialismo. Es cierto que Raheem Sterling nació en Kingston, Jamaica, y juega para Inglaterra. Y que en ese otro partido de semifinal para Croacia jugará Iván Rakitic, que nació en Möhlin, Suiza. Pero también que las dos selecciones cuentan con una generación de futbolistas excepcional, potenciada por sus entrenadores.
Se reparan pocos en lo que ocurre con Alemania. El villano elegido por la eliminación es Mesut Özil, que nació en Gelserkinchen, Alemania, pero tiene origen turco. Özil reza en turco. Antes del Mundial, se reunió y se sacó fotos con Tayyip Erdogan, el presidente de Turquía. También estuvo Ilkay Gündogan. Turquía mantiene un conflicto histórico con Alemania, donde vive la mayor parte de su comunidad en el exterior. La tensión aumentó con Erdogan. Oliver Bierhoff, director deportivo de la federación alemana, dijo que debieron haber dejado afuera a Özil del plantel. Evalúan que no vuelva a la selección. “Cuando jugás para Alemania representas los valores alemanes”, dijo el entrenador Joachim Löw. A Özil nunca le interesó ocultar su origen turco. El fútbol para él es otra historia.
Özil juega en el Arsenal, en la Premier League, la liga más influyente de las semifinales. Todos los ingleses juegan ahí, son un producto de su propio fútbol. El resto de las selecciones tienen a sus jugadores más repartidos por Europa, que a la vez es el mismo huso horario, el patio de la casa. Sudamérica, en cambio, los tiene lejos, a largos vuelos. La AFA proyecta abrir un centro de entrenamiento en Marbella. Ya no alcanza Ezeiza, a minutos del aeropuerto. Ahora será el predio que la AFA posee en Marbella.
El fútbol no se resuelve con el PBI de un país. Sólo el 7% está representado en las semifinales. Estados Unidos y China miraron el Mundial por la televisión. Nunca se explicó el juego a partir de las variables económicas. No se explicó antes, cuando el fútbol permitía una dimensión para la igualdad. Tampoco se explica ahora, en Rusia 2018, donde las diferencias se aceleraron. Europa se encargó de neutralizar con laboratorio y generaciones de talentos a la naturaleza de Sudamerica. En Rusia 2018 no están tampoco las selecciones más tradicionales de los últimos años. Está Inglaterra con su historia, está Francia, pero están Bélgica y Croacia. El fútbol se aprende, se mejora, se alimenta. Los futbolistas nacen, pero también se forman. El fútbol cambia. Brasil saca estrellas, Argentina tiene su fábrica de cracks, Uruguay mantiene su espíritu competitivo, pero el fútbol sudamericano corre de atrás. La tierra en la que se produjo la revolución socialista más fascinante del siglo XX, la soviética, estira la desigualdad en el fútbol. Se va a necesitar más que una moneda al kilómetro cero de Rusia para que empiece a achicarse.