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Artemi es un luchador de batallas medievales. Hace unos años, en Croacia, el país contra el que ahora juega Rusia, Artemi compitió para la Argentina. Necesitamos ayuda, le dijeron unos amigos, y Artemi fue a la batalla. Desde su celular, muestra las fotos que posteó en Facebook. Artemi es una bola de músculos, una barba colorada, un cosaco que está nervioso, que prende un cigarillo mientras camina entre las mesas de un bar de Moscú, hasta que toma fuerza, cierra los puños levanta los brazos y comienza un grito que se expande entre las cervezas, impronunciable para el que no sepa ruso, pero que significa algo así: «Igor es nuestra esperanza».
Igor es Akinféev, el arquero que había sido tan héroe contra España que hace unos días le habían puesto su nombre a un águila del Zoológico de Moscú. Igor era la esperanza en los penales, pero un rato antes la esperanza era Rusia, los drovoseki, los leñadores de los que sólo se esperaba una fase y entregaron los cuartos de final. En Rodina, un bar sobre la avenida Taganskaya, se cantó el himno de pie: «Un vasto espacio para soñar y vivir, nos abren los sueños futuros, nos da fuerza la lealtad a la Patria».
Hay sólo dos camisetas de Rusia, hay sólo tres chicas con la bandera pintada en la cara. No hay arlequines, no hay exageración al vestir, pero hay sobrexcitación para ver el partido. Hay gritos a destiempo, gritos cuando lo que se ve es que no va a pasar nada. Cleb, con unos 30 años, dice que la gente se entusiasmó con las victorias rusas. Elena, una chica de veintipico que sabe hablar castellano porque lo aprendió en la universidad, se divierte: «El Mundial es como unas vacaciones permanentes para Rusia».
Los rusos se paran con un centro que va a ir a cualquier lado. Aparece Artem Dzyuba en la pantalla para tirar un córner y aplauden. Ru-ssi-á, Ru-ssi-á. Un contragolpe se alienta como un mano a mano. Alucinados con el gol de Denis Cheryshev, el bajón llega con el empate croata. Con el suplementario algunos se van. No vuelven más. ¿Habrán creído que se terminó? No, están mirando en unas pantallas externas del bar. Ahí se vuelven a juntar. El aguante ruso no se agota con el gol Domagoj Vida. Stanislav Cherchesov, el técnico del equipo, aparece en la pantalla desde Sochi pidiéndoles a los hinchas que se levanten, que alienten. En Moscú se levantan, aplauden, pero nadie reza, nadie se persigna, no hay escenas místicas. El gol de Mario Fernandes, una épica rusa, ilumina la noche. Unos se abrazan, otros saltan. Alguien debe haber agradecido el decreto de Vladimir Putin que le otorgó el pasaporte de urgencia para que pudiera jugar para Rusia.
Vienen los penales. Igor es la esperanza. Pero falla Fiódor Smolov. Uf. ¡Igor le ataja el penal a Mateo Kovacic! Iiiiigor, Iiiiigor. Es un rato nada más. Porque Fernandes ahora falla. Y ya no va a haber más. Ivan Rakitić los saca del Mundial. Hay silencio, penas, también lágrimas. Es una interrupción, un apagón, hasta que todos vuelven a gritar. «Bien hecho, bien hecho». Rusia pierde en su Mundial. Y no por su fútbol, limitado, sino por lo que generaba en las calles, en su gente. El Mundial se pierde a Rusia.