Hola, ¿cómo están?

Lionel Messi tiene 35 años. Joško Gvardiol tiene 20. Los dos van a la carrera por la derecha, pegados a la raya. Messi es un wing, lleva la pelota, amaga, sigue, amaga, sigue. Es cerebro, es engaño. Lo saca de paseo a Gvardiol. No hay edad para Messi, no hay tiempo, no hay cuerpos viejos y cuerpos jóvenes, hay genio y talento. Llega hasta el fondo de la cancha, tira el centro y el gol será de Julián Álvarez. Pero el mundo será de Messi, le pertenece. Todo lo que pasa en el estadio Lusail activa el cóctel químico que produce la felicidad, se sueltan la serotonina, la oxitocina, la endorfina y la dopamina. La selección argentina las combina, Messi las expande.

Es un momento extraordinario, no es el final del partido. Pero dan ganas de parar todo acá, de quedarnos acá para siempre, ver a Messi abrazar a Julián, un chico que nos enamora y también nos enternece. Un rato después, Lionel Scaloni va a decir algo que sentimos en esa estadio, que Julián se quiere comer el mundo. Que vaya por él, que vaya a buscarlo. 

Pero no es sólo Messi y no es sólo Julián, es el compromiso de un equipo que llegó a la final del Mundial. La Argentina llegó a Qatar sabiendo que esto que consiguió sería muy difícil, que podría intentarlo aunque el fútbol no siempre es lo imaginado: el fútbol tiene laberintos, tiene trampas, tiene episodios como el partido contra Arabia Saudita. Y tiene noches como estas contra Croacia, que parecen perfectas, pintadas por un artista, escritas por un poeta. También se necesitan en un Mundial, se necesitan para calmar la ansiedad de los hinchas, que esperaron el partido, en la Argentina o en Qatar, con el estómago nervioso. 

Esto es la exposición de un equipo que se agiganta, que empieza su partido con paciencia, con cierta superioridad del rival, hasta que va inflándose. No era fácil Croacia, pero la Argentina la hizo fácil. El penal lo simplifica todo pero para llegar al penal hay que llegar al área, estar ahí, que tu delantero se tope con el arquero. La Argentina no desesperó nunca en esa misión. Hasta que Julián tuvo la suya y lo bajaron. Messi se encargó de abrir el cielo, la construcción de una escalera al paraíso, con el penal. 

Julián no se cansa nunca. Su cara siempre dice que no tiene nada que ver, que no es su culpa, es un niño al que le tiran la pelota y va, ve la pelota y va, corre de frente al arquero, hacia los centrales y hacia los volantes. Corre todas. Por momentos hay que preguntarse si él entiende que está jugando el Mundial, que no está jugando en Calchín, y lo debe entender. Es un jugador hecho para grandes cosas, para cosas como las de esta noche. Para goles como el que hizo. Todo su alrededor se convirtió en un decorado cuando después de un córner croata, un intento de Messi, le llegó la pelota para que corriera. Julián corre, es imposible que lo haga a esa velocidad pero lo hace, Julián corre, le salen todos y él avanza como si se abrieran las aguas del Mar Rojo, no importa que Borna Sosa se tire, no importa que Dominik Livaković, el arquero que lo había derribado un rato antes vuelva a su carga. Lo único que le importa a Julián es el gol. Lo hace. 

Hay una convicción del equipo, no hacer de este partido una angustia. Está 2-0 y presiona bien arriba, parado en el campo croata con mucha fuerza. Luka Modric, que empezó el partido con su toque de jerarquía, con su leyenda a la carga, ya está afuera del partido. En un rato estará afuera de la cancha. Su figura agranda lo que hace la Argentina, desactivarlo, desactivar el mediocampo que arma con Kovacic, con Brozović.

¿No vamos a sufrir? ¿No vamos a mirar el reloj? ¿Qué es esto? Nada de eso. Esta selección, que empezó en el Lusail golpeada y confundida, cierra la noche en esplendor. Esto es lo que se dice ir de menor a mayor. Más allá de Messi, que es el dueño del mundo, más allá de Julián, que hace dos goles en una semifinal como Mario Kempes (es cierto, era otro formato en 1978) y Diego Maradona, más allá de ellos, es difícil elegir una figura del equipo. Nicolás Tagliafico dibuja el surco por la izquierda, Rodrigo De Paul ya dejó su alma, Alexis Mac Allister y Enzo Fernández, los inesperados, ya hicieron lo suyo una vez más. Entran todos, entran Palacios, Dybala y Foyth. A partir de ahora no vale dudar de este equipo, vale ser previsores, entender que no siempre se gana, pero esta selección sabe qué hacer, cómo jugar, está a la altura de un Mundial. Es obra de Lionel Scaloni y su staff, de Pablo Aimar, Walter Samuel y Roberto Ayala.

Los días más felices son los días finalistas, como en Brasil 2014 pero esto tiene otro tono, acá hay otra armonía. Le preguntan a Scaloni por Menotti, Bilardo, por Alejandro Sabella, por una tradición del fútbol argentino, una historia y Scaloni decide no ponerse medallas. Hay una templanza ahí, también una decisión. 

Esta felicidad se construye en lo colectivo, que es un bien argentino, ser parte de un todo. La selección estableció un vínculo con sus hinchas como no se recuerda a otra. Es una cercanía. Messi tiene el poder de hacer en la cancha lo inalcanzable y fuera de ella hablar como un terrenal. No sé si es maradoniano, si es el rosarino más puro, su lenguaje salido de La Bajada, como escribió Daniel Schreiner en El Ciudadano, lo que sea pero Messi se metió en la muchedumbre, en las calles de la Argentina, en la movilización al Obelisco y en las casas. Messi era un futbolista y ahora es un símbolo. Ya era una leyenda, ahora es un movimiento.

Si el sufrimiento de partidos anteriores fue utilizado como metáfora de un país golpeado, un país que vive en el torbellino de la intranquilidad, ¿qué hacemos con esta fiesta? ¿No es esto también la Argentina? Esto que pasa a la salida del Lusail, donde un grupo de indios saca un parlante y ensaya en castellano un “que esta banda quilombera, no te deja, no te deja, de alentar”. O los palestinos de Rafah vestidos con banderas argentinas gritando por Messi. O las imágenes que llegan de Buenos Aires, el calor y la alegría, el llanto. Es diciembre, fin de año, todo es sensibilidad, algo de nostalgia y también de agotamiento. En las lágrimas por el fútbol también nos explota lo que extrañamos, lo que nos falta, lo que sufrimos.

La Argentina va a una final del mundo, la tercera después de México 86, la sexta de la historia. La cara de Messi, las fotos que por estas horas aparecen en las webs, en las redes, en los videos, es la cara de un hombre satisfecho. Todo el tiempo supimos que esto es por él.

Hasta la próxima carta,

AW 

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