Nota publicada el 30 de octubre de 2020, en el 60 cumpleaños de Diego.
Aunque la realidad parezca decir lo contrario, la leyenda de Diego Maradona permanece barnizada de una juventud eterna; sus miles de caras, ninguna parecida a la otra, cada cual como representación de un tiempo. El propio, pero sobre todo el colectivo. Su nombre compone el mito inalcanzable de la Argentina. No hay nada parecido a Maradona, nada que le compita a su dimensión. Nada termina por totalizarlo, como si no hubiera una obra única que lo contenga.
Maradona es biográficamente inabarcable. La línea de tiempo de estas seis décadas requieren una montaña de notas al pie, flechas que van y vuelven, asteriscos, y también episodios que nunca se terminan de reconstruir, los que se van cimentando con capas geólogicas de anécdotas. En la cronología que va desde su nacimiento en el hospital Evita de Lanús hasta el andar trabado de estos días en La Plata regurgita mucho más que un futbolista genial. Los Cebollitas, Argentinos, el juvenil del 79, Boca, España 82, Barcelona, México 86, Napoli, Italia 90, el doping, Sevilla, Newell’s, Estados Unidos 94, el doping, “me cortaron las piernas”, otra vez Boca, sólo puede ser un orden más o menos básico de su rol vital como deportista, pero todo queda reducido a apuntes ante la magnitud de su leyenda.
Si Maradona es un animal poético más que un futbolista, como dice el periodista español Santiago Segurola, eso podría explicar un partido como el que escribió contra Inglaterra, su gol con la mano y el segundo, la obra más fantástica que haya realizado un jugador en un Mundial. Ese partido es quizá la máxima aproximación al fenómeno, lo que Segurola graficó como un Zeus del fútbol. La transgresión -la trampa- y la genialidad como un todo. Pero a esa narración hay que someterla a su contexto político, a la guerra de Malvinas, a la épica de ganarle al dominante. “Ese partido -dice el sociólogo Pablo Alabarces- vale la carrera de cualquier gil y lo de Maradona no fue solo eso. A Maradona se le dice genio y genio es una característica intelectual. Su obra tiene un peso político, social, pero también estético”.
Por fuera de sus malabarismos con la pelota, su vida mediatizada, sus intervenciones políticas, los excesos, la desmesura que despierta en el amor y el odio ajeno, hay dos episodios que podrían ser considerados mojones en la espesura del maradonismo. El primero ocurrió en Fiorito la tarde en la que se cayó en un pozo ciego. Tenía diez años, menos. Había ido a buscar una pelota. Se hundía en la mierda, estiraba la cabeza para sostenerse, pero no renunciaba a lo que quería, a rescatar su juguete favorito. Lo salvo un tío metiendo la mitad de su cuerpo en el pozo, arrancándolo a Diego de la mugre.
El segundo episodio tuvo el paisaje del contraste en el que vivió, uno de los escenarios del universo al que llegó, como dijo una vez, de una patada en el culo. Fue en Punta del Este durante el verano del 2000 cuando lo llevaron bordeando la muerte al sanatorio Cantegril, en coma, el punto más dramático de su adicción. Fue lo más cercano al final. Una placa negra de Crónica TV se mantuvo durante tres minutos al aire bajo el rumor angustiante de que Diego había muerto. Lo salvó la rapidez de un médico rural de 28 años, que insistió con que su vida se podía terminar en cuestión de minutos si no lo internaban. No era Fiorito, era un mundo de empresarios y celebridades, pero Diego también pudo salir esa vez de la mierda.
Pasaron más de veinte años de ese suceso fronterizo, de una nueva vida entre mil vidas. Y lo que pasó en el medio fue un vendaval, con internaciones en clínicas y neuropsiquiátricos, un by pass gástrico, el físico resplandecido para la pantalla de Canal 13, la selección ahora como entrenador, el exilio en Dubai, la vida en Sinaloa, y el regreso a la Argentina con el paso y el habla maltrechos. Es un listado breve, de memoria, un sobrevuelo de un transcurso que siempre fue mucho más intenso. Y que por eso es Maradona, un nombre que alimenta fantasías de niños y niñas que nunca lo vieron jugar, que no experimentaron la emoción que producía ser contemporáneos de su arte.
En su libro contra los mitos, el ensayista Juan José Sebreli, un cruzado contra el fútbol, arremete no sólo contra Maradona. Se mete con Gardel, Evita y el Che. El libro, publicado en 2009, se llama Comediantes y mártires. Sebreli desmigaja a Maradona. Al Maradona de Nápoles, al Maradona de los pobres, al Maradona de izquierdas, al Maradona contracultural y, por último, al Maradona deportista. Lo que intenta ser un grito contra Maradona se convierte en una vindicación. Sebreli tiene que ir a todos esos Maradonas para intentar desarmarlo. “Al igual que en los materiales anteriores -escribió Alabarces en su libro Héroes, machos y patriotas-, Sebreli cae en offside a cada pique: no por despreciar el fútbol -algo perfectamente explicable, y más en tiempos hiperfutbolizados-, sino por ignorarlo todo sobre él. El problema no es el desprecio, sino la ignorancia”.
Sebreli aclara que, a diferencia de Evita, el Che y Gardel, mientras Maradona genere “eventos que produzcan ganancias”, seguirá vigente. Pero que el paso del tiempo terminará por horadar el mito, no como ocurrió con el resto por sus muertes tempranas. Pasaron más de diez años. No se puede horadar lo inabarcable. “Maradona es un mito que ya no puede producir significados nuevos -dice Alabarces-. No hay prácticas nuevas. Lo que está es el pasado, pero que está muy presente. Es el tipo con mayor producción de frases y declaraciones funcionales, populares, del lenguaje cotidiano. Ya cuando jugaba era en una máquina verbal. Y hoy es solo una máquina verbal, lo que también es perfecto en una época de redes sociales”. A su vez está lo imposible. Evita o el Che, dice Alabarces, son mitos modélicos. Seremos como el Che. ¿A quién se le podría pedir ser como Maradona? ¿Quién otro podría ser Maradona? Fue tanto tiempo el reclamo a Lionel Messi. Y ya se sabe que no.
El fútbol fue la placenta de Maradona, su obra entre que debutó en Argentinos y se retiró en Boca, pero lo excede. Sus caminos se pierden en esa producción extra. Quizá por eso un personaje de Peter Capusotto sea Eduardo Di Vulba, un tipo que pasó treinta años con Maradona y no tiene ninguna anécdota buena para contar. Eso puede ser imposible, pero como absurdo dice todo lo que es Maradona. Están los goles, las frases, las contradicciones, los posteos, las historias de vida y muerte, la arenga política, la fascinación religiosa de los hinchas. Es tanto que es, al final de todo, el sujeto inhallable del país.