En la figura del entrenador de la Selección, Matías Lucuix, se puede sintetizar el recorrido del futsal argentino. Lucuix, repiten en el ambiente futsalero, es de los mejores jugadores argentinos que pisó la pelota en las canchas de 40×20. Usó las camisetas de Segovia Caja e Inter Movistar, en España, de los mejores equipos del mundo. En el Mundial de Tailandia 2012, ante Australia, sufrió la triple fractura de tibia y peroné. Ni siquiera veinte tornillos, dos placas y casi un año de muletas alcanzaron para que volviera a patear una pelota. Se retiró con 30 años. Cuando hasta pensaba en hacerle juicio a la AFA por la lesión que cortó su carrera, su amigo el entrenador Diego Giustozzi lo invitó en la previa del Mundial de Colombia 2016 a sumarse como ayudante de campo, un puesto que aún no existía en el cuerpo técnico. Lo demás es conocido: Argentina dio la vuelta olímpica en Colombia y ahora, ya con Lucuix como entrenador principal, está otra vez en la final del Mundial. A las 14, ante Portugal, irá por el bicampeonato en Lituania.
No se trata sólo de talento. Hay estructura. Hay contextos. Hay momentos. Y, claro, la suerte tiene que ayudar. El futsal comenzó a establecerse bajo la organización de la FIFA en 1986. Fue la evolución del fútbol de salón, con otras medidas de campo de juego, otra pelota, otras tácticas. Otro deporte, en fin, aunque a primera vista suene familiar. Durante un largo tiempo, Argentina arrastró esa tradición en el baby fútbol, el primer escalón competitivo de las infancias que quieren comenzar a patear una pelota en el país. Pero esa categoría llega hasta los 12 años. Luego se debe dar el salto obligado a cancha de 11, un cambio que no es sencillo en distancia y en tiempo para muchas familias. En ese vacío creció el futsal. Aunque llevó tiempo.
Recién a partir de este siglo el futsal también pasó a ser una opción considerada por los adolescentes que quieren jugar al fútbol. A finales de los 90, a la AFA le costaba que los equipos directamente afiliados se inscribieran en los torneos. Y decidió abrir el juego a los clubes de barrio: Pinocho, Franja de Oro, Villa Modelo, 17 de Agosto. Hoy el cupo está cerrado, con 88 clubes, de los que sólo Newell’s sale del ámbito del Conurbano bonaerense y La Plata. Hay cuatro categorías, que también compiten en inferiores, con categorías hasta la Octava División. El título del mundo en Colombia abrió puertas. Del plantel actual, sólo Matías Edelstein (Hebraica) y los arqueros suplentes Lucas Farach (Kimberley) y Guido Mosenson (Boca) juegan en Argentina. El resto, en Europa.
Es una manera de reflejar a los más de 25 mil jugadores y jugadoras de todo el país que pisan las canchas de los más de 500 clubes de barrio cada fin de semana. Aunque el futsal, sobre todo, se circunscribe al ámbito metropolitano: de los 15 convocados por Lucuix, sólo Constantino Vaporaki (Tierra del Fuego) y Alan Brandi (Islas Canarias, España, hijo de argentinos) no nacieron en el AMBA. De algún modo, los actuales campeones del mundo son los mejores exponentes de los y las miles que salen a jugar cada día en los más de 400 campos de fútbol cinco que hay en la Ciudad. El alquiler de canchitas es un ítem que rompe el esquema de la oferta y la demanda: alcanza con hacer el intento de reservar alguna cancha entre las 20 y las 22 de un día de semana para comprobarlo. Sobre ese terreno fértil, el futsal de Argentina se convirtió en potencia.
Acaso eso explica la expectativa que genera la final de hoy. Si ante Brasil, el miércoles, la TV Pública hizo picos de seis puntos de rating, sin contar a quienes lo siguieron por las plataformas digitales, para este domingo se esperan unos diez puntos. Algo así como un millón de personas detrás de la TV. Eso sin contar a Lionel Messi, que festejó el pase a semis ante Rusia y la victoria ante Brasil desde su sillón en París. Messi estará en vuelo a Argentina para sumarse a la Selección tras su partido con el PSG, pero se las ingeniará para seguir la final.
Es el respeto que se ganó un equipo que se convirtió en potencia por méritos propios. Hace una década estaba en el tercer escalón del futsal, detrás de Rusia, España, Brasil y otros tantos. Hoy está a punto de ser bicampeón del mundo. El cambio de mentalidad comenzó a forjarse luego de un cachetazo fuerte: en 2013, en un partido televisado en vivo por ESPN, cuando no solía ocurrir en la disciplina, Argentina cayó 11-1 ante Brasil. La derrota le costó el puesto a Fernando Larrañaga, DT durante casi dos décadas, a esa altura ya resistido por los futbolistas que jugaban en Europa, acostumbrados a otros métodos de entrenamiento más modernos.
Un mes antes de la muerte de Julio Grondona, Giustozzi asumió como entrenador de la Selección Argentina de futsal. Y le cambió la mentalidad a jugadores y dirigentes. Argentina dejó de jugar a no perder ante las potencias para arriesgar a ganador. Se quedó con la Copa América 2015. Y dio el batacazo en el Mundial 2016: muchos señalaban que había sido un golpe de suerte porque Argentina esquivó en el camino a las potencias Brasil y España. “En el Mundial pasado nos habían dicho que no habíamos jugado con nadie, ahora les volvimos a demostrar que somos un gran equipo», se despacha Maximiliano Rescia, jugador de la selección finalista. Es que Argentina ya tachó a Rusia y a Brasil. Ahora, irá por Portugal, con el sueño de bordarse otra estrella sobre el escudo.