Existe un protocolo en las transmisiones de los partidos que dispone no pasar las invasiones de hinchas al campo de juego. Por eso, apenas se detecta una corrida extraña a los 22 jugadores, al árbitro, se muestra algún banco de suplentes, una parte de la tribuna, todo lo que no sea esa escena, que puede ser de protesta o admiración. Pasó el martes pasado en Lima cuando varios hinchas peruanos se metieron en el campo para sacarse fotos o, al menos, tocar a Lionel Messi. Todo lo que se vio fue por fuera de la transmisión oficial, por alguna cámara exclusiva, o por los celulares que están siempre a mano.
Un argumento para ese protocolo es que no se produzca un efecto contagio, la idea de que otros vean que se puede encontrar una grieta en la seguridad de los estadios, entrar al campo, llegar a un jugador, salir en la tele, llevarse una selfie en el mejor de los casos, hacerse famoso por un rato. En Lima fue una seguidilla. Todos a Messi. Quedó la foto de un chico acercándose a él con una sonrisa. No tendrá la selfie, pero le quedó esa imagen para siempre. El arquero peruano Pedro Gallese se enojó con otro y le revoleó el celular cuando lo interceptó.
Ese hincha al que agarró el arquero peruano tiene 17 años y se llama Samuel Vargas. «No entiendo que digan que soy un vendepatria si alenté los 90 minutos a Perú. Al primer gol de Messi, me emocioné un poco porque era la primera vez que lo veía«, se defendió en estos días. Incluso dijo que podría denunciar a Gallese, que actuó como un guardia. «No es tu chamba (trabajo), loco, tu chamba es atajar y te hicieron dos goles», le dijo el hincha.
El contagio con Messi ya se extiende por Sudamérica. No importa que Messi sea el rival, lo que importa es verlo, tenerlo cerca, incluso celebrarle un gol. Messi como una celebridad, un Rolling Stones. Fue lo que se vio en La Paz contra Bolivia y en Lima contra Perú durante los partidos de la Selección por Eliminatorias. Jugadores locales que les pidieron a sus hinchas que los alienten a ellos, que no olviden que buscan llegar al Mundial.
Messi derribó las fronteras de esa rivalidad. En Qatar ya se había visto el amor de los hinchas de Bangladesh, de India, de Pakistán, un tótem para los hinchas del Tercer Mundo. También pasó en China durante la última gira. De algún modo también se trasladó a Estados Unidos más allá de Inter Miami. No resulta una novedad que Messi es un futbolista global que excede a una camiseta. Quizá lo llamativo de lo que ocurrió en los últimos partidos es que se trataba de hinchas cuyos equipos competían –compiten– con la Argentina.
Es posible que lo mismo hubiera ocurrido con Diego Maradona aunque se trató de un futbolista en tiempos sin celulares y redes sociales. Lo más parecido que se vio con Diego fue su gira como entrenador de Gimnasia, el homenaje en cada cancha, una fiesta aunque fuera el entrenador rival. Pero Messi es el jugador de la viralización permanente. Y lo que transcurre en cada partido es la sensación de que puede ser la última vez, o la única. Algo que ya ocurría en Qatar mientras Messi jugaba mejor cada partido. ¿Y si es el último en un Mundial? ¿Y si es el último en la Selección? No pasó, fue campeón del mundo y todavía asombra con su fútbol como en esa gambeta con la que se sacó de encima a dos peruanos y que hizo celebrar al mismo Lionel Scaloni.
Pero quedó la noción de la finitud. De que esta historia tiene un final más o menos cercano. El «harakiri», como lo llamó Scaloni. «Vamos a quedarnos con que todavía está. Está todavía vigente«, dijo el entrenador, «lo estamos retirando. ¿Estamos todos locos o qué?». Es tan cierto como la sensibilidad que produce el paso del tiempo, su nueva administración de los minutos de juego.
Messi no sólo está vigente. Es una fiesta cada vez que sale a la cancha, acompañado de una orquesta que toca cada vez mejor, incluso cuando él no está. Como si Qatar 2022 más que una llegada haya sido un despegue. Una selección que sólo perdió un partido en cuatro años (contra Arabia Saudita, el golpe inicial el Mundial) y que ganó todo en 2023. Pero que no es sólo resultados, es un fútbol que contagia. Un equipo que juega desde hace más de dos años en velocidad crucero. Y que dan ganas de ver. También para los rivales. Tal vez eso explica lo que pasa en cada partido. Lo que pasa con Messi.