La capilla del módulo seis de la cárcel de Devoto está semivacía. La profesora de música explica el arreglo para chamamé. El interno escucha y ejecuta. Después apoya la guitarra en la silla, camina y se presenta.
-Soy El Gringo Visconti.
Mario Visconti hizo las inferiores en Rosario Central y debutó en la liga rosarina de fútbol. Nacido y criado en el Fonavi Parque Field, en el noroeste de la ciudad, llegó a Devoto por una causa de drogas. En la cancha, caminó al lado de Andrés “Pillín” Bracamonte, El Andrés, el líder de la tribuna canalla. El Gringo es carismático, no finge fiereza. Quizá por eso muchos lo veían como el próximo jefe. Quizá por eso ahora duerme en un pabellón federal.
-A mí me entregaron con la policía. No soy el primero, no soy el último. Me lo advirtieron. Acá tenés varios que te van a decir lo mismo. Porque les pasó lo mismo que a mí.
A la ronda de mates, se suman otros presos hinchas de Central. Eligen las mejores canciones de cancha y desparraman sobre la mesa los secretos de una ciudad que es Vietnam desde el asesinato de Claudio “El Pájaro” Cantero, el líder de la familia Cantero, de Los Monos, hace apenas un año, en mayo de 2013.
-El Pájaro fue el único que apuró a El Andrés en la tribuna y le hizo una maldad -cuenta El Gringo.
El resto recuerda detalles. Además de la pérdida de la libertad, el sentimiento que comparten los rosarinos en Devoto es la sospecha de que el jefe de la barra de Central les soltó la mano cuando crecían en consideración dentro y fuera de la tribuna.
Dos años más tarde, en febrero de 2016, la charla continúa en uno de los escalones de la bandeja superior del Gigante de Arroyito, mientras el grupo encargado de las banderas acomoda los tirantes azules y amarillos. El Gringo toma gaseosa y fuma. Tose y ríe. El calor húmedo de Rosario, agobia.
-Vení, tomate un trago. ¿Te sorprende verme acá? ¿Cómo no voy a venir contra los pingüinos? No aprendiste que se gana, se pierde, pero nunca se abandona. Hay que cuidarse.
Con El Andrés hay que cuidarse. Lo sabe Rosario. Ya no es sólo el jefe de Los Guerreros, el grupo de la hinchada que contiene a todos los barrios de la ciudad. Mientras otros clubes del país tienen guerras intestinas, en Central no existe la oposición. Su modelo de gestión es presidencialista. La frase de cabecera que define su filosofía política es que “el sol tiene que salir para todos”. Así administra el efecto multiplicador del poder. Así hace negocios en la city rosarina, invierte en el boom de la construcción, tiene empresas prestadoras de servicios a constructoras y obras sociales, es dueño de una flota de taxis, mantiene a raya a los morochos pobres de los barrios periféricos, tiene trato directo con la Policía y sobrevive a la expansión territorial del narcotráfico.
Es inteligente. Tiene información de primera mano sobre los asuntos más oscuros de Rosario. La tribuna es una usina de datos si uno la sabe escuchar. Por eso resiste atentados y elimina posibles peligros. Mientras sus enemigos mueren de forma misteriosa o son detenidos sorpresivamente, El Andrés cuida su salud. Adelgaza. No usa oro ni ropa llamativa. No sale a comer por el centro de la ciudad. Llega al estacionamiento del Gigante de Arroyito en un auto que podría manejar un docente. No tiene chofer ni tatuajes a la vista. Es de los hombres que si no quiere escuchar, ni siquiera mira. Es frío, algo malhumorado. No le gusta lidiar con los temas de la cancha. Se fastidia con los problemas entre barrios. Delega cuestiones folclóricas; sólo se encarga de los negocios. Debajo de la tribuna, en un cuarto del gimnasio, Los Guerreros guardan las banderas, los bombos y mil historias. Siempre hay gritos, chistes y mucho Cinzano con Pepsi. Cuando El Andrés entra con la botella de agua mineral en la mano, las conversaciones se apagan. Al jefe lo respetan.
A Julio Navarro le decían “Tito Cara de Goma”. Era el único barra de todo el país en haber soldado un pedazo de hierro en la baranda de contención para evitar volver a caerse desde la bandeja alta hacia la tribuna de abajo. Chofer de colectivos, acompañaba a El Andrés en todos los partidos. Ahora, el 25 de mayo de 2016, está muerto. Lo mataron a tiros en la cabina de su camioneta Chevrolet S10 en una calle del barrio 7 de Septiembre. Dicen en Tribunales que el responsable de su muerte fue El Gringo Visconti. Pero en la calle se comenta que Tito tuvo un enfrentamiento con algunos soldados de Los Monos en el partido que Central jugó en Colombia frente a Atlético Nacional por la Libertadores. Que le pegó un cachetazo a un joven y que por eso lo acribillaron a balazos. En Rosario cuesta creer la versión oficial del asunto.
Central está en alerta. Nadie quiere que empiecen los enfrentamientos y sicariatos como pasa en Newell’s después de la muerte de Roberto “Pimpi” Caminos, el líder leproso asesinado en 2010. El Andrés tiene un dilema.
Ocho días después de la muerte de Tito Cara de Goma, el 2 de junio de 2016, El Gringo Visconti amanece con nueve balazos. El cuerpo queda tirado en un camino de tierra. Tiene nueve orificios de entrada y ocho de salida. Un plomo quedó dentro. Los medios vinculan las muertes a la discusión por un búnker de drogas. Los amigos de El Gringo no piensan lo mismo. Para ellos, a Visconti lo mató la Policía.
Una vez más, El Andrés mantuvo la paz en la tribuna de Central.
Pero cada vez es más difícil ser el garante de la armonía en una ciudad que se desangra. En la última década, Rosario se transformó en el territorio más violento del país. Se tirotean escuelas, comisarías; mueren niños. Los nuevos chicos malos secuestran vecinos inocentes, sólo para matarlos y dar un mensaje a la banda rival. Algunos jefes narcos mueren. Otros operan desde la cárcel con la Policía custodiando sus calles. Se escriben libros y filman documentales para retratar el fenómeno en la tierra de Lionel Messi y Ángel Di María. Hasta Gustavo Shanahan, el financista más famoso de la ciudad, ex presidente del puerto, termina preso por conseguir dólares a los narcos de los barrios bajos. En el mismo lodo, todos manoseados. Así está Rosario.
El Andrés está cansado. La Justicia lo persigue por lavado de dinero y lo condena por violencia de género. La calle también lo acorrala: durante su mandato resistió 29 ataques y se transformó en el guerrero con más heridas. Algunos dicen que es inmortal. Hasta su larga lista de enemigos así lo cree. Pero el respeto ya no es el mismo. Los jóvenes que reportan a líderes presos por narcotráfico repiten que El Andrés ya fue. Los más veteranos tratan de tranquilizarlos, ya vieron antes esa voluntad de cambio. Y saben que el jefe, el más pillo, no va a entregar el poder. Dicen que podría vivir en Europa y hacer lo que quiera. Pero que jamás pensó en abandonar la ciudad que ayudó a construir durante los últimos 25 años de su vida.
Es sábado 9 de noviembre de 2024 y El Andrés hace lo de siempre: chequear la facturación de su negocio después del partido de Central con San Lorenzo. Tras el último ataque por la espalda, no duerme en la casa del barrio privado. Nadie sabe dónde vive. Confía en poca gente. Aprendió que los amigos, al igual que los jueces, nacieron para fallar. Por eso lo acompaña Daniel “Rana” Attardo. Se conocen hace décadas. En sus discos rígidos guardan información del sistema operativo anterior de la ciudad, cuando nadie jugaba a ser Pablo Escobar.
Después de cerrar la caja y bajar la persiana de la pyme canalla, los viejos amigos caminan hacia la Chevrolet S10 de Rana, misma marca y modelo que usaba su compinche Tito Cara de Goma. La calle está oscura. Apenas se acomodan en la camioneta, los sicarios hacen su trabajo y desaparecen. Rana muere en el momento. A El Andrés lo ven respirar. Lo arrastran hasta el hospital pero no tiene chances.
La noticia impacta: alguien disparó al corazón del sistema. Sobre el doble homicidio se tejen tantas versiones como enemigos tenía El Andrés. Nada es claro en Rosario. Lo único seguro es que mañana domingo, el sol volverá a salir en la ciudad. Para todos menos para él.