La selección argentina vive en un estado de confusión permanente. Nada de esto empezó con la gestión de Lionel Scaloni, se arrastra desde antes, pero su designación primero como interino y luego como entrenador observado durante la Copa América se explica también por el marasmo que domina al equipo, a la estructura, a sus niveles institucionales, de las primeras a las terceras líneas. Tampoco es el empate con Paraguay, la sobrevida en la Copa América que le entregó la respiración artificial del VAR, como no lo fue la derrota con Colombia. Esos partidos, en realidad, son las consecuencias de una política que comenzó cuando Gerardo Martino fue empujado a la renuncia. Ese día la selección, que había establecido a las finales como su lugar en el mundo, comenzó a morir. La agonía se estiró con el pasaje al Mundial en Quito, con la insurrección en San Petersburgo contra Nigeria, lo que salvó la primera ronda de Rusia, y acaso también se estire con lo que podría ser la eventual clasificación frente a Qatar, una selección sin tradición de la que ahora se duda si se le podrá ganar.

Dentro de esa confusión -un desmadre en el que nadie, ni siquiera Claudio Tapia, el principal responsable de esta historia, parece tener el control-, el cambio de Ángel Di María por Lautaro Martínez justo en el momento en el que la selección era lo más parecido a un equipo se convierte en una anécdota. Como se convirtió en una anécdota el cambio de Matías Suárez por Sergio Agüero frente a Colombia. En su segundo partido oficial como entrenador, Scaloni expone sus inseguridades, entendibles para alguien que recién comienza, pero inentendible que algo así se tramite con la selección argentina, un equipo que necesita certezas, un rumbo, firmeza para hacerlo valer aún en la adversidad.

Todo técnico puede tener decisiones equivocadas, ideas que salen mal, pero el sello de la actual administración es la ausencia de criterios, la falta de explicaciones, el movimiento nervioso de jugadores. Giovani Lo Celso va por la derecha y otra vez va por izquierda. Di María deja el equipo un día y entra como la posible salvación horas después. Renzo Saravia es el favorito para el lateral derecho pero un partido es suficiente para que vuele del puesto. Y para que lo reemplace Milton Casco, poco acostumbrado a la derecha. Los jugadores aparecen abatidos. Algunos de ellos por debajo de lo que se piensa como su nivel, tendrán su responsabilidad, pero lo colectivo condiciona lo individual. No hay Messi que te salve cuando no construiste un equipo.

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(Foto: AFP)

A Paraguay le alcanzó para hacerle algunas zancadillas a la Argentina. Miguel Almirón ridiculizó a la defensa en el gol de Richard Sánchez. Dejó varados en el suelo de Belo Horizonte a Roberto Pereyra y Casco con la corrida. Sólo el penal de VAR que Lionel Messi se hizo cargo de marcar volvió a darle oxígeno al equipo. Y luego el penal que Armani le tapó a Derlis González alimentó también el costado emocional. Cuatro minutos después, Scaloni hundió al equipo, lo convirtió en un galeón anclado. Cambió a Lautaro por Di María. La Argentina se abrazó al empate.

En la selección, Scaloni estrena lo que podría ser un género: las conferencias de prensa a base de fake news. Desde buenos partidos de un equipo que no se sabe a qué juega hasta la explicación de un cambio con argumentos que contradicen los protagonistas. Ayer el técnico dijo que había hablado con Lautaro el posible cambio por un golpe pero el jugador respondió que podía seguir.  Scaloni podrá hacer carrera en el fútbol, la tendrá, pero no es la selección argentina el lugar para empezar. Un liderazgo se construye, pero necesita alguna base, cierta experiencia, haberse equivocado antes. Por encima de él hay una leyenda, César Luis Menotti, se supone que encargado de tomar las decisiones sobre el futuro del equipo. Pero por ahora no acompaña al plantel y, sin embargo, publica sus columnas en un diario catalán con opiniones referidas al equipo sobre el que tendrá que tomar decisiones. Pasaba algo parecido con Carlos Bilardo cuando era director de selecciones y dedicaba largas homilías en sus medianoches radiales.

Desde 1974, con el nacimiento de la selección de fútbol moderna y la solidificación de un prestigio, precisamente de la mano de Menotti, la Argentina tuvo dos títulos mundiales, dos Copa América, y medallas olímpicas.  También grandes derrotas, algunas de mucho ruido, eliminaciones en primera ronda, ausencias de jugadores, momentos que se desaprovecharon. Pero todo era futbolístico, se limitaba a las decisiones que se toman en torno al juego. Esta crisis es estructural, la más profunda en 45 años. Una crisis que además invade al fútbol argentino, a su liga, a sus niveles formativos. Debe dar cuenta de esto Chiqui Tapia, el presidente de la AFA. Y también su vice, Daniel Angelici. La AFA fue un botín de guerra desde la muerte de Julio Grondona. En la historia de cómo se rompió la selección hay que contar la etapa del comité normalizador, los delegados del gobierno de Mauricio Macri, una colonización que derivó del 38 a 38. Algunos de esos nombres parecen salir indemnes en las crónicas de estos días.

El prestigio que tanto costó edificar fue demolido con un martillazo tras otro en un tiempo nada menos coincidente con un futbolista como Messi. Pero también con jugadores como Agüero, visiblemente manoseado cuando el entrenador le filtra a la prensa que no lo convocará para la copa y luego se ve obligado a llamarlo, o que se lo sacará del equipo después de un partido y luego se obligado a mandarlo a la cancha. Colombia y Paraguay ubicaron a la Argentina en su lugar, el de un equipo envuelto en el dilema shakesperiano de ser o no ser. Ahora viene Qatar, la invitada, una selección que jamás jugó un Mundial, algo que hará recién cuando se convierta en territorio FIFA en 2022. También ese destino está en duda para la Argentina. Pase lo que pase el domingo en Porto Alegre, lo que hay que pensar es cómo volver a empezar.