Al tercer día de la muerte de Diego Maradona, una tormenta cubrió Buenos Aires. Era el tercer día, el de la resurección bíblica, el que esperaban los más religiosos, los que se negaban a aceptar su ausencia en este mundo. El cielo se oscurecía y el agua caía con fuerza y angustia sobre la tierra en la que Diego descansa, y entonces hasta los ateos del maradonismo, los que racionalizan el vínculo con el mito, se preguntaban qué era esa lluvia. La muerte de Maradona todavía resulta inaceptable para la masa que lo ama, su pueblo, que atraviesa un duelo colectivo, si es que es posible esa clase de duelo.
Al sentimiento de soledad que atravesó ese pueblo desde el mediodía del miércoles 25 de noviembre, le siguió un estado de tristeza colectiva que de a poco se transformó en celebración. Porque este es un duelo laico y futbolero, un duelo en una tribuna imaginaria. Las lágrimas fueron mutando hacia las risas. Los minutos de silencio se fundieron con las canciones dedicadas a su vida. El crespón negro se llenó de los colores de Diego, que eran todos los colores, todas las camisetas. La solemnidad se interrumpió con los memes de una Meryl Streep maradoniana. El viernes nos dimos cuenta que, además de llorarlo, también podíamos reírlo. Era algo, un consuelo.
Apenas se supo que quien nunca se iba a morir había muerto, los argentinos se volvieron a encontrar en las calles como no había sucedido, al menos con esa magnitud, desde hacía ocho meses. El abrazo en pleno llanto de un hincha de Boca y otro de River, aún contraindicado sanitariamente, resumió lo que le seguía dando simbólicamente Maradona al fútbol argentino. Igual que la mezcla de camisetas de Newell’s y Central en Rosario, la capital de una rivalidad hiperbólica. El velorio con límite horario, la represión policial, oscurecieron lo que iba a ser una despedida luminosa, la necesidad de estar juntos en esta.
A medida que pasaron los días, la muerte de Maradona se hizo más presente, las lágrimas colectivas volvieron con más fuerza. Así como nada de lo popular le era ajeno a Maradona, nada de Maradona le es ajeno al pueblo. Y entonces un día después de ese entierro íntimo llegaron las cartas de Dalma y Diego Jr., la primera hija y el primer hijo extra matrimonial, a quien demoró años en reconocer pero con el que se revinculó en el último tiempo. Ambos son nombres cercanos a la Argentina maradonizada, paradigmáticos de una vida invadida, tomada por un plano secuencia que lo siguió sin parar durante sus sesenta años. Otra vez las lágrimas.
La muerte de Diego nos produjo un envejecimiento repentino a quienes todavía vivíamos sus proezas en presente y, de pronto, nos encontramos con que era en serio un pasado que teníamos que mirar por YouTube. Un punto final para los que quizá fantaseaban con verlo alguna vez, cruzarlo, darle un beso, pedirle la foto. Ya no está, ni siquiera para recrearse en sus anécdotas, para adherir a alguna causa porque si algo hizo Maradona todo el tiempo fue adherir. Tomar posición. Y tomar posición siempre tiene costos. ¿Existe el duelo colectivo? El sociólogo Rodrigo Daskal apela a un concepto de Émile Durkheim, el de una esfervescencia colectiva. “Son conciencias colectivas que se desbordan y nos desbordan. Maradona es eso también”, dice. “Hay un sentimiento -agrega- que unifica alrededor de la pérdida. No parece un duelo triste, aunque sea doloroso”. Un duelo con cantitos de cancha, rock y cuartetazo maradoniano. Un duelo con mucho quilombo.
Lo que queda desde ahora es saber qué hacer -qué hacemos- con esta muerte, cómo construir un mundo sin Maradona. ¿Ese mundo, otro mundo, es posible? O cómo la muerte de Maradona, el ser nacional, modifica al país. “Tengo 38 años -dice el humorista y musicoterapeuta Nahuel Prado- viví siempre en un mundo donde estuvo Maradona y ahora nos deja en una inmensa soledad. Nos pone ante la posibilidad de rescatar lo mejor. Una argentinidad rebelde, plebeya, irreverente y talentosa. Es lo mejor que nos puede dar”.
Ser Maradona fue un mandato imposible de alcanzar para futbolistas. El paraíso. Tan imposible que Lionel Messi, siendo Messi, no pudo -no podrá- ser Maradona. No fue la falta de talento, no fue ganar o perder con la selección, fue una condición que excedió al juego, a lo que sucedió en la cancha, porque también fue un contexto. Y está bien que Messi sea Messi, no Maradona. Hay que decirle -y lo más probable es que lo sepa- que no hace falta.
Hubo otros duelos por Diego. El mayor, cuando se lo comenzó a llorar, ocurrió el 1º de julio de 1994, el día después de que se anunciara que ya no iba a seguir jugando el Mundial. Y que tampoco, empezábamos a saberlo, volvería a jugar en la selección. Hubo un duelo que por suerte fue fallido, y que se convirtió en vigilia, cuando estuvo al borde de la muerte en el verano de 2000. Y hubo otro duelo cuando tuvo la despedida en la Bombonera, cuando nos hizo creer que aceptaba -y aceptábamos- que ya no sería un jugador de fútbol en plenitud.
El duelo, dicen los especialistas, tiene cinco etapas. La negación es la primera, la sorpresa, la reacción que tuvimos al encontrarnos con la confirmación de la muerte de Maradona, D10s. Hay cierto consenso de que la segunda etapa es la ira, la sensación de frustración, a lo que le siguen la negociación, la depresión y la aceptación. El duelo es individual, pero lo colectivo se expresa porque Diego fue, sobre todo, un héroe colectivo. Cada quien tramitará su etapa, su estadío, pero este sábado, mientras la lluvia bajaba sus fuerzas maradonianas, se lo seguía buscando en fotos, videos, historias, textos, una producción inacabable que sólo se consigue con alguien que tuvo mil vidas. ¿Y si esta, la muerte, es otra vida de Diego?
¿Volverá a ser el Maradó, Maradó un grito de guerra cuando la selección no sepa a qué jugar? Lo que sí se sabe es que ya es un grito de rebeldía. El jueves, cuando la Policía tiraba gases y balas de goma en Avenida de Mayo y 9 de Julio, los hinchas los enfrentaban cantando por Maradona en una playlist inolvidable que iba desde el “Olé, olé, olé, olé, Diego, Diego” hasta “el que no salta es un inglés”.
Y este sábado, a sólo tres días de su muerte, una protesta en Francia tenía la comandancia de una pancarta con su figura, como un Che Guevara, la conciencia de millones que nunca lo olvidarán.