Los clubes de la Argentina, del más grande al más pequeño del país, pusieron sus sedes al servicio de la emergencia sanitaria. Se trata de una situación inédita ante una pandemia que tiene a esta sociedad aislada de manera preventiva, alerta también de que su sistema de salud pública -sus hospitales, sus trabajadores- pueda verse colapsado. Pero aunque inédita vuelve a demostrar cómo esas instituciones, construidas de manera colectiva por socios y socias, algunas con más de cien años de vida, ejercen un rol central en la vida cotidiana y también, sobre todo, en los tiempos de excepción.
Desde River o Boca, con presupuestos millonarios, hasta clubes de barrio, que de afrontar una crisis de subsistencia a causa de los tarifazos macristas pasaron a caminar por la frontera de la quiebra con el aislamiento que impone el nuevo coronavirus, podrían convertirse, en caso de que fuera necesario, en eventuales hospitales de campaña o acaso refugio para quienes se encuentran en situación de calle, tal como dijo días atrás el ministro de Obras Públicas, Gabriel Katopodis. Son todas posibilidades extraordinarias ante una ocasión extraordinaria.
Y claro que se trata de clubes que verán golpeadas sus finanzas, cada uno en la dimensión a la que pertenece, cada uno con sus espaldas. Pero esos clubes al servicio de un conjunto exponen una vez más por qué son necesarios mantenerlos bajo la condición de asociaciones civiles sin fines de lucro, un debate que ahora parece lejano con Mauricio Macri fuera del poder, pero que siempre está latente. Exponen también por qué defender ese modelo en los clubes más grandes es, incluso, más necesario. Porque River no es sólo su fútbol, el deporte que más lo representa y que explica su popularidad. Como tampoco lo es Boca, con una vida social menos activa que la de River, ahora intentando encaminarse hacia la recuperación de su identidad, más popular, incluso más barrial, diferente a la que intentó imponer el PRO durante su colonización.
Esa importancia vital se puede ver ahora mientras nos encerramos a escaparle a un virus, a cortarle su circulación, pero también se pudo ver durante la última dictadura, después del golpe cívico militar del que se cumplen 44 años, y al que por primera vez desde el retorno a la democracia no se lo repudiará en las calles para cumplir con la cuarentena social.
En años de terrorismo de Estado, esas instituciones también tuvieron un rol particular, como se cuenta y documenta en el libro Clubes de fútbol en tiempos de dictadura, editado por la Universidad de San Martín y cuyos compiladores son Rodrigo Daskal, Raanan Rein y Mariano Gruschetsky. La vida política en el interior de esos clubes se mantuvo intensa mientras otras herramientas, como los partidos o los sindicatos, tenían prohibidas sus actividades o eran intervenidos. En un artículo de Gruschetsky se explica que hasta la masa societaria de esos clubes se incrementó. Mientras la represión avanzaba en las calles, el club era un lugar seguro donde estar y espacio al que pertenecer. «En el clima de creciente violencia política, muchos padres del barrio preferían mandar a sus hijos a participar en actividades deportivas ‘no peligrosas'», escribe Rein, historiador israelí, en un artículo sobre Atlanta y su vínculo con Villa Crespo.
Salvo excepciones, y por razones muy puntuales, los clubes no fueron intervenidos por la dictadura. De alguna manera, en ellos perduraban las únicas prácticas democráticas, al menos las formales, las de elegir a sus autoridades. Y ahí también estaban otras, las reivindicativas, como la aparición de una bandera en San Lorenzo con el reclamo «Aparición con vida» o el grito de la marcha peronista en la tribuna de Nueva Chicago.
Y estaba también el genocida Lacoste, que actuaba como socio de River, con peso en el club aunque sin llegar a ser dirigente. Lacoste, en realidad, era el hombre de los militares en el fútbol. A pesar de haber llegado a ser presidente en dictadura, su nombre es más conocido por su rol como capo de la organización del Mundial 78, lo que lo llevó a ser vicepresidente de la FIFA incluso en tiempos de democracia.
Pero si River tiene ese nombre en su historia, también tiene otros actos. No sólo expulsó a sus socios honorarios genocidas como Videla, Massera y Agosti, sino también homenajeó a Abuelas de Plaza de Mayo cuando el indulto y las leyes de impunidad seguían vigentes en el país, tal como explica Daskal, sociólogo, uno de los recopiladores del libro, y autor del capítulo El Club Atlético River Plate, sede principal del Mundial 78. Del orgullo a las consecuencias. Una imagen del año 2002, que Daskal, hoy presidente del Museo del club, guarda con orgullo, muestra a las Abuelas rodeadas por miembros de la Subcomisión del Hincha de River. Llevado a estos tiempos, además, su relación con Red Solidaria hizo que abriera sus puertas en los días de mayor frío en la Ciudad durante el año pasado.
El modelo social de los clubes argentinos, puesto en discusión por quienes ven al fútbol y a esos clubes sólo como un hueso para sus negocias, siempre se pone a prueba. Porque es más que fútbol lo que representan. Hace más de cuatro décadas, en plena represión, o ahora, en plena pandemia.