Desierto de Atacama, Chile. Enero de 2011. El Pato Silva llega al campamento unas 15 horas después de lo previsto. Se baja de su buggy McRae y lo manguerean como si saliera de un incendio. Tiene el tabique nasal quebrado y la piel a punto fuego. Lleva más de dos décadas corriendo pero se quiebra ante la pregunta obvia. Se había roto su vehículo en pleno desierto, a poco de caer la noche: debió improvisar una tienda y dormir allí, a la intemperie. Se descargó: lloró como un chico, postergó la entrevista con este periodista para cumplir con la pulsión de comunicarse con sus hijos y pasó un largo rato hasta equilibrar su ánimo. Aunque tras unos minutos de charla franca, pidió permiso para alistarse a encarar la etapa siguiente. El show debe continuar.
La anécdota pretende ser simbólica. ¿El Dakar, que ayer cerró en Buenos Aires su 9º edición en la región, es un deporte de locos? ¿Hasta dónde debe alentarse una competencia que extrema los riesgos hasta bordes inhumanos?
Etienne Lavigne tiene una mirada que atraviesa y gesto indomable que no denota ni alegría ni odio. No duda. Es el director del Dakar. El cerebro del suculento negocio que riega las arcas de la francesa Amaury Sport Organisation (ASO), que también organiza, por caso, el Tour de Francia. Él le sube o baja el pulgar a la ruta del Dakar, que año a año preparan especialistas. Hace unos años, en una charla informal, nos confió que su función, invariablemente, le plantea un sueño y un constante desafío: que alguna vez el Dakar recorra toda Sudamérica y que año a año sea más difícil, rudo, complejo. ¿Más accidentado? El juego del peligro alimenta el morbo. Y el negocio.
El Dakar es el evento extremo, el rally más grande del mundo, dice Etienne. En 2017 estuvieron casi una semana a unos 3500 metros sobre el nivel del mar: 21 competidores debieron dormir una noche a 4000 metros, dentro de sus vehículos, en la montaña, bajo una furiosa tormenta, durante la etapa Oruro-La Paz. Al otro día fueron rescatados. Si los pilotos están satisfecho, yo estoy satisfecho y a ellos la dificultad les gusta», explicó el hombre de hierro.
Al límite
El automovilismo es un deporte de riesgo, aunque se empeñen fortunas en acrecentar las medidas de seguridad. Hoy, un F-1 se estrella a 300 km/h y su piloto sale lo más campante, más allá del chucho. Pero estos vehículos no son aquellos y los buggies, motos y cuatris, siquiera son los autos o los camiones. Como tampoco los pilotos profesionales -como los Peterhansel, los Loeb, los Sainz y un racimo que incluye al multimillonario jeque qatarí Nasser Al Attiyah- son lo mismo que el resto de los aventureros, más o menos acomodados, con más o menos dinero, quienes son, en definitiva, los que más sufren los tremendos efectos de calores, alturas u otras exigencias bravas. Y los que pagan las consecuencias: si bien las últimas dos ediciones no registró muertos, sí son muchos los heridos de diferente consideración, que se suman a la lista de los cinco pilotos fallecidos en las nueve ediciones corridas en la región y la de los casi 60 que se devoró la competencia desde 1978, incluido su propio creador, el francés Thierry Sabine (murió en Mali; se cayó el helicóptero en el que sobrevolaba el Dakar 86).
No todos los pilotos la pasan tan mal. Algunos duermen en plácidos hoteles y otros en catres a la intemperie. Que unos y otros conozcan los riesgos no los pone a salvo ni los libera de responsabilidad. Cuando se habilitó la posibilidad de que los coches tuvieran climatización interna, varios pusieron el grito en el cielo porque eso les restaba potencia a sus autos. Lo reconoció el propio Orly Terranova, que también admite que evacúa sus necesidades fisiológicas sin bajarse del auto para no perder tiempo.
Son algunas contradicciones de la competencia-negocio-gran show, que apunta a recorrer todo el continente, como alguna vez fue el GP de América del Sur del TC, conocido como la Caracas-Buenos Aires. Una meta que parece lejana. Más aún luego de haber fracasado el intento de Lavigne de que el Dakar uniera Buenos Aires, Santiago, La Paz, Lima
y Río de Janeiro. La idea de atravesar la Amazonia, tan seductora como compleja chocó con tres obstáculos: el económico, una férrea oposición ambientalista y que el riesgo para los pilotos crecía exponencialmente.
En definitiva, arriba o abajo de esas raras máquinas veloces, en un salar, con temperaturas bajo cero; o en el corazón del desierto con calores inhumanos de día y fríos intensos cuando se pone el sol; con el polvo pegajoso de los pedregales o la arena de las dunas que lastima como navaja; en la montaña, a 4000 metros, o en la orilla del mar
en algún momento del recorrido, todo aquel que haya participado de la troupe, arrojará algún insulto al aire y se dirá a sí mismo: «¿¡¡¡Qué carajo estoy haciendo aquí!!!!?»
Luego, más temprano o más tarde, quedará alucinado con alguna circunstancia de la aventura deportiva y, como una maldición, prometerá regresar al año siguiente. «
Tierra y agua
El Dakar y la destrucción del medio ambiente es un tema urticante. En Argentina no está encarado en profundidad el debate sobre los perjuicios que provocan decenas de miles de personas desplazándose por la ruta de la carrera durante dos semanas. Tampoco en Bolivia: blandieron carteles al paso de la comitiva, «Agua para El Alto, No al Dakar». La organización fletó desde Argentina una decena de camiones cisternas de 36 mil litros cada uno para los participantes, mientras persistía el racionamiento. Todos los años hay alguna protesta. En 2106 en Piedra del Molino, Salta, en el ingreso al Parque Nacional los Cardones, hubo banderas: «Dakar=corrupción» y «En Parques, Dakar es ilegal».
Ya no pasa por Chile por una restricción económica. Quedó en la historia que cuando lo hizo, afectó sitios arqueológicos y paleontológicos, así como fueron dañadas las líneas de Nazca en Perú. Y en varias provincias argentinas, ambientalistas aseguran que las huellas de camiones y otros vehículos persisten por años.