En un gran primer tiempo, Perú se le plantó a Brasil con pretensiones de pelearle el partido mano a mano. Y lo logró, más allá que fueron los locales los que se pusieron en ventana luego de una gran maniobra de Gabriel Jesús definida a la perfección por el picante Everton.
No se achicó Perú y siguió haciendo su juego, cansino pero limpio, en busca de la construcción de jugadas colectivas. Así llegó el empate, de penal tras una mano de un defensor brasileño que no necesitaba de la teatralización del VAR para ser cobrado. Sin embargo, el árbitro chileno corrió hasta la pantalla ubicada al borde del campo de juego, sembró el suspenso y finalmente lo cobró. Paolo Guerrero, con toda su jerarquía a cuestas, marcó el 1 a 1 que era justo.
Se agrandó Perú y Brasil pareció entrar en desconcierto. Pero al fútbol suelen ganar los que juegan bien a la pelota. Y eso hizo el seleccionado local en una jugada monumental que comenzó con un quite de Firmino, el traslado del balón de Arthur hasta el borde del área, el pase perfecto en cortada para Gabriel Jesús y la definición exquisita del goleador.
Brasil otra vez en ventaja justo a tiempo, a segundos del término de la primera etapa.
Esa segunda mitad siguió siendo atractiva, bien jugada, con los dos equipos tratando bien la pelota. Brasil intentó una y otra vez liquidar el pleito y tuvo sus chances desde el comienzo mismo. Perú, con sus armas de siempre, buscó el empate. Con recursos interesantes hasta el área rival y sin nada que le sobre de peso ofensivo, más allá de Guerrero, que no es poco pero no siempre es suficiente.
La diferencia de un solo gol le entregó emoción e incertidumbre a la buena final. Cada pelota detenida, cada chance de Perú, era una ilusión para los de Gareca. Cada contragolpe de los Tité encendía al Maracaná.
Por si faltaba algo, cuando faltaban 20 minutos se fue expulsado Gabriel Jesús, figura hasta ese momento, por doble amonestación ocasionada por un bobo topetazo a un rival en la mitad de la cancha. Era la hora de Perú. A todo o nada. Fue y fue, buscó y buscó, de un lado y del otro, tocando y a los centros. Se agigantó el arquero Allison, de los mejores del mundo, clave para transmitir seguridad a sus defensores.
Se iba así el partido, hasta que Everton se mandó la última de sus corridas electrizantes y lo derrumbaron en el área. Penal cobró el referí chileno y el VAR tuvo su función final, su presencia protagónica y definitiva, confirmando en este caso algo que pareció muy dudoso. Fue Richardison y selló la Copa América con el 3 a 1. Una Copa América que será recordada por la incoherencia arbitral, por la subjetividad del sentido de justicia deportiva. Ese VAR que llegó al fútbol como palabra final se transformó en este torneo en un verdadero escándalo, en un varieté de confusiones que nadie está obligado a explicar y que resulta difícil de entender.
Fuegos de artificios, canto y baile en las tribunas del Maracaná y en las calles de Río, fiesta con todos sus buenos condimentos, Bolsonaro sonriéndole hasta a los silbidos, entrega del trofeo y un nuevo campeón americano de selecciones: Brasil.