El Superclásico, la rivalidad con la que River y Boca hegemonizan el fútbol argentino, se convirtió en el hecho maldito del país defolteado. En medio de una crisis económica que tritura salarios y produce pobres al galope, el riesgo de una escalada inflacionaria, un dólar incontrolable y una campaña electoral que tiene al oficialismo en larga desventaja, llega el cruce de los dos equipos más poderosos y convocantes del país y, sobre todo, el que acapara la obsesión presidencial. Un partido que además tendrá doble versión de Copa Libertadores. Si el sueño de Mauricio Macri se vio afectado por las urnas, este choque promete sumarle tensión a los nervios de un heredero que inició en Boca la construcción de su camino al gobierno. A una sociedad ya sobrepolitizada en estos días, le nació un triple partido que no la distrae de esa conversación pública. El Superclásico, el partido más politizado de todos, la potencia.
Es cierto que hay un sector amplio de los hinchas argentinos que lo miran de costado, que quedan afuera de los shows televisivos del mediodía, con River y Boca ejerciendo un duopolio de la pantalla y los portales de noticias, por lo que se sumergen al hastío de autopercibirse como espectadores de un circo al que ni siquiera quisieron ir, pero del que son invitados compulsivos. Pero es innegable, incluso para esos hinchas extranjerizados, que esta tarde a las 17, en el estadio Monumental, se dará inicio a una trilogía que absorbe la atención promedio de los futboleros. Y que también es mirada con atención por analistas políticos, consultores económicos, inversores, especuladores financieros, banqueros y empresarios, investigadores policiales, funcionarios de diversas líneas y carteras, y gente que circula en el transporte público y sabe que se trata de un partido que perfora el humor social del país.
Como todo encuentro deportivo es también su antecedente inmediato, además de su tradición, al Superclásico de Superliga este domingo le pesa el arrastre de los sucesos del 24 de noviembre del año pasado, cuando ante la definición de la final de la Copa Libertadores 2018, el micro de Boca dobló desde la Avenida Del Libertador por Lidoro Quinteros, hacia el Monumental, y recibió una lluvia de piedras, botellas y latas de cerveza por parte de los hinchas de River. Ese episodio fue el hito del desastre, la culminación de lo que había empezado con movimientos teatrales, las idas y vueltas para que se confirme las fechas de disputa, las contradicciones oficiales para que haya público visitante, la tormenta que desató la primera suspensión y esa sensación colectiva de que se trataba de un hecho futbolístico imposible, un evento paranormal que amagaba con una inconclusión eterna. La final interminable se mudó a Madrid, con entradas en euros. Pero ese glamour ajeno, ese olor rancio a negocio de una elite, a cosa sucia, no mató la épica, que fue de River. El fútbol siempre tiene guardada esa reserva; dañado y todo, siempre se salva.
El Superclásico de esta tarde parece depreciado con la confirmación de la semifinal de Copa Libertadores, que por ahora tiene fechas oficiales los martes 1 y 22 de octubre a las 21:30, con definición en la Bombonera. Un mes entero en el medio. El Gobierno porteño ya avisó que garantizará la seguridad en horarios nocturnos, lo que no pudo ser en 2018, aunque no se supo qué cambió en el medio. Y también que será la Policía de la Ciudad la única fuerza que estará en el lugar.
Ese cruce, además, estaba precedido por el gas pimienta de 2015, que a su vez estaba precedido por los partidos de 2004, los primeros de este tipo sin público visitante. Son las capas geológicas del Superclásico. Por eso carece de sentido pensar cualquiera de estos choques como revancha de la final en Madrid. El fútbol, en contra de lo que sostiene el sentido común, no tiene revancha, la memoria es acumulativa pero no reemplaza lo anterior, los partidos se encastran; esas capas geológicas son de distinto volumen y espesor pero la última siempre es la que se sufre o se disfruta. ¿Quién podía pensar que algo aliviaría un descenso? Los hinchas de Boca le recordaron durante más de un año a los hinchas de River que eso no se borraría nunca más. Sin embargo, a ese descenso le siguió el ciclo histórico más espectacular en la vida de River bajo el comando de Marcelo Gallardo. Ahí estaba lo que lo aliviaría. ¿Quién puede pensar a esta hora que algo aliviará perder una final de Copa Libertadores con River, un torneo del que hasta hace dos décadas Boca era amo y señor? Sin embargo, algo habrá, algo vendrá. El fútbol, muchas veces, funciona como el mar que en una época se lleva la arena y en otra la regresa. Siempre reordena. Todo lo demás es contexto y subjetividad. Si a Boca le angustiará más una derrota, si River lo sufrirá menos (parece lo más evidente), si nada cambia.
Las frustraciones y las alegrías del fútbol perduran, pero nunca son del todo eternas aunque así se sientan. Se activa ahí un mecanismo contradictorio: todo es para siempre, nada es para siempre. A escala de un país atropellado por recetas que siempre llevan al mismo lugar, que siempre terminan de la misma manera, como si las experiencias parecieran no importar. “Ya lo vivimos esto”, una frase convertida en un mantra nacional. Ahí tampoco hay revancha: lo que pasó, pasó, pero también ahí el destino se puede cambiar y los votos son más predecibles que los goles.