El jueves, después del último partido, cuando todavía no se había confirmado el título del Leeds United, le preguntaron a Marcelo Bielsa si estaba interesado en que su equipo, además de ascender, terminara campeón del Championship, la segunda división inglesa. Bielsa dijo que ante eso sólo había una respuesta posible. No hacía falta la risa para adivinar que, por supuesto, sí, que no le alcanzaba sólo con conseguir un objetivo que el equipo a su cargo buscó desde hace dieciséis años. También lo quería coronar. Podría ser una pregunta de ocasión a cualquier entrenador -y cualquier entrenador pensaría lo mismo- pero se trata de Bielsa, un técnico que casi como ningún otro a esa escala pareciera siempre obligado a reafirmar su relación con la victoria.
Aunque el Leeds, un club de tradición pero que navegó en la medianía durante los últimos años, haya logrado el ascenso con el título, algunos detractores de Bielsa sacaron el manual para matizar el triunfo. Es un ascenso, apenas un alivio, es la segunda división, menor cuantía, poca cosa, y además -acá viene el puñal- siempre se habrá ido en primera ronda de un Mundial con la Argentina, un episodio que se supone irreparable como un descenso. El fútbol es un lugar en el que casi todos, sean hinchas con sus equipos o analistas con sus ideas, sólo buscan ratificar las subjetividades propias. Las simpatías y antipatías con Bielsa se construyeron en la derrota. En lo que la derrota enseña y lo que la derrota duele.
Salvo para quienes lo disfrutaron -acaso también para el mismo Bielsa- sus títulos son ignorados. Con Newell’s, con Vélez y con la Argentina nada menos que en los Juegos Olímpicos Atenas 2004. Como si su trayectoria se hubiera solventado sólo en discursos y simposios, en gestos, y no en la labor estricta como entrenador, que incluye formar, mejorar al otro y, sobre todo, emocionar. Bielsa, ahí están sus jugadores, sus colegas y su afición, consigue las tres cosas. Y también consigue ganar. Pero la derrota fue su estigma. Los entrenadores pierden mucho más de lo que ganan. Es un gremio de perdedores recurrentes. De ganadores excepcionales. Nadie podría dudar de Pep Guardiola y, sin embargo, tiene que responder por qué con la Champions fuera del Barcelona no pudo. ¿O acaso, aun en Tottenham, no se habla de José Mourinho en pasado? Ser entrenador de fútbol, como dijo alguna vez Giovanni Trapattoni, es saber que al poco tiempo, como el pescado, se huele mal.
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— Zanteago (@zanteago) July 17, 2020
Es impactante lo que ocurre con Bielsa. Hay gente que madruga un domingo en busca de un link para ver a un equipo, su equipo, y no importa si es el Leeds, el Athletic de Bilbao o el Olympique de Marsella. Son hinchas del que sea Bielsa. Sucedió con todos, con mayor o menos frustración, dirán también que siempre con disfrute. Y nadie lo ignora, ni siquiera quienes lo condenaron hace tiempo, sin instancias de apelaciones, sea por asuntos ideológicos, por rencores viejos, o por considerarlo un personaje idealizado, un producto del progresismo. Otros aclaran que no es con Bielsa sino con lo que genera entre sus fans, con el bielsismo. Y no es el bielsismo, en realidad, el problema, sino la adulación fofa, la reivindicación de detalles nimios e intrascendentes, una especie de pepemujicación del personaje. También es cierto que Bielsa resulta inhallable en diversos campus del ideario futbolero. No importa lo que haga, desconcierta. Si protagoniza un caso de espías, la masa madre del bilardismo, o le ordena a su equipo que se deje hacer un gol para equipar lo que considera una injusticia, eso de la nobleza de los recursos, el cómo, la placenta del menottismo.
Que gane Bielsa, el estigma del perdedor, desafía la lógica incluso de sus seguidores. Diego Batlle, crítico de cine, seguidor minuto a minuto de los equipos del entrenador rosarino, escribió en Otros Cines las quince razones por las que ama (y muchos aman) a Bielsa. Una de ellas, quizá fundamental: «Porque perdió más de lo que ganó, pero siempre hizo mejores a sus jugadores y a los clubes que dirigió». Batlle también recuerda cuando junto a su colega Sergio Wolf, hincha de Racing, seguían en minoría los partidos de los equipos de Bielsa. Ahora es otra cosa, ahora viene la masividad, los amigos del triunfo. Es lo que en el rock se resume con un «yo te seguía desde Cemento».
“Ganar -provoca el dramaturgo Rafael Spregelburd- es fascista”. Es la supremacía de una idea sobre la contraria. Ganar genera lo indiscutible, es el placebo de cualquier debate futbolero. Quienes admiran a Bielsa, a los equipos de Bielsa, sólo quieren ganar ahora para descansar un poco, y después de tantos años, en ese triunfo, aunque no les cambie el parámetro de la emoción. «Hay tanto antibielsismo que es necesario de vez en cuando demostrar que se puede ganar; que de vez en cuando los buenos ganen «, dice Battle. Tampoco es que lo necesitaran. Porque no es que amen a un perdedor, es que ahí encuentran un argumento que excede a la victoria, que se refugia en el juego de ataque, la obsesión, los once caminos al gol, en la ética, en el discurso como obra y legado, en la decisión constante de que el objetivo no sea fácil. ¿Eso es idealización? Y sí, amigos y amigas, esto es el fútbol, un territorio de la irracionalidad.
Que además es global: va de Rosario a Chile, de Bilbao a México, de Marsella al condado de Yorkshire. Por esa dimensión es que Bielsa, aunque su historia sea similar a la de otros colegas, sólo a veces ganadores, tiene que explicar si quiere ser campeón. Nikolaj Coster-Waldau, el actor danés que fue Jaime Lannister en Game of Thrones, ensayó hace unos meses la teoría del elegido, un guiño con la serie. El elegido que llegaría para hacer del mundo algo maravilloso, dijo, podría ser Bielsa. La irracionalidad también es danesa. El viernes, mientras Bielsa le daba codazos como celebración a pequeños fanáticos ingleses, se viralizaba un video en el que Coster-Waldau/Lannister le deja un mensaje a Bielsa diciéndole que ellos, los hinchas del Leeds como él, lo amaban, que podía descansar. El sábado, en otro video muy retuiteado, Bielsa, con una alegría tan exhuberante como desconocida para el gran público, les decía a sus jugadores campeones, como un padre contento, que los liberaba, que los partidos que quedaban los jugaba el que quisiera. El mundo en pandemia quizá no tenga elegidos, pero es un lugar mejor con estas historias de felicidad.