Gianni Infantino es dueño de la Orden de la Amistad que hace tres años le colgó Vladimir Putin en la solapa de su traje. El presidente ruso lo condecoró en 2019 como un agradecimiento por la organización del Mundial 2018 en su país. “Fue el mejor de la historia -dijo Infantino ese día en el Kremlin-. El mundo descubrió en Rusia un país de amigos”. Había ensayado algo similar sobre el final del Mundial: que la Copa había terminado con los estereotipos.
Era un idea bastante generalizada entre quienes habían visitado Rusia en esos días. “¿La Copa del Mundo finalmente cambiará la forma en la que se retrata a Rusia?”, se preguntó Shaun Walker, enviado del diario inglés The Guardian. “La preparación para el torneo en gran parte de nuestra prensa fue en gran medida negativa”, escribió. Bastante de eso influyó para que en las calles de Moscú los hinchas latinoamericanos superaran por momentos a los europeos. Hasta su selección, que por primera vez llegó a los cuartos de final, generaba simpatías.
No tenía que ver con Putin, con las políticas rusas, con su gobierno, sino con su gente, su pueblo. Putin ni siquiera se mostraba en los estadios, donde sólo estuvo durante la inauguración y el cierre, que incluyó el salto al campo de juego -y la detención- de las Pussy Riot, la banda activista de punk rock opositora al gobierno. El Mundial podía ser parte de lo que la prensa europea llamaba sportwashing, pero también mostraba todos los rincones de Rusia. Es probable que lo mismo ocurra con Qatar. Allí, sin embargo, si todo sigue igual con la invasión a Ucrania, no estará la selección rusa, la sbornaya, como se la conoce, o los drovoseki, el apodo que la prensa de su país le puso en 2018, los leñadores. “Hasta nuevo aviso”, dijo la FIFA esta semana cuando informó la suspensión.
Para Infantino era otro el asunto en aquel momento y es otro el asunto ahora, una cuestión de poder. También de negocios. Rusia 2018 y Qatar 2022 fueron Mundiales heredados, la doble elección de 2010 que hizo sucumbir a Joseph Blatter, una trampa de su propia ambición. Infantino los administró después del sismo que produjo la causa del FIFAGate y las investigaciones por sobornos para la entrega de las sedes. Un día antes de que comenzara a jugarse al fútbol en Rusia, durante el 68º Congreso, en una ceremonia que lo tuvo a Putin como orador, se jugó otro partido. El ganador de ese día fue Estados Unidos, que se llevó la sede con su candidatura en conjunto con México y Canadá para 2026. En Moscú, la FIFA de Infantino decidió llevar la Copa del Mundo al país que la había sacudido.
“Yo estoy en contra del doble rasero. ¿Por qué unos tienen todos los derechos mientras que a nosotros se nos acusa de todos los males? ¿Por qué todo el mundo grita junto que el deporte y la política no deben mezclarse pero, a la primera ocasión, cuando se trata de Rusia, se olvida completamente ese principio?”, dijo el jugador de la selección rusa, Artem Dzyuba.
El doble rasero (o la doble vara) fue lo que quedó expuesto cuando se buscó los movimientos de FIFA en otras situaciones de guerra o invasiones en las que, salvo excepciones, no intervino. La FIFA siempre mantuvo una especie de equidistancia. Trató -y trata- con dictaduras militares, potencias mundiales, monarquías, países guerreristas, territorios de ultramar, democracias occidentales y paraísos fiscales.
Blatter se jactaba de esa cintura. Durante años Palestina reclamó sanciones a Israel por impedirle la libre circulación de sus futbolistas y por la destrucción del estadio nacional, bombardeado en distintas ocasiones, una de ellas después de una reconstrucción conseguida con dinero de FIFA. Israel respondía que desde ahí les lanzaban misiles. Blatter -con la colaboración de su entonces vicepresidente Julio Grondona- contenía a las dos partes. Un viaje a Franja de Gaza, un viaje a Tel Aviv, alguna palabra y todo quedaba ahí. Son 211 federaciones. Un país, un voto.
El italo-suizo es un producto del fútbol europeo y el Departamento de Justicia de Estados Unidos, al que le agradeció el año pasado los 200 millones de dólares que le giró “en compensación por las actividades delictivas de varios ex funcionarios”. Infantino avisó que el dinero iría a la Fundación que preside Mauricio Macri. Desde el año pasado, según The New York Times, la FIFA estudia instalar una oficina en Estados Unidos. Algo de eso le había adelantado Infantino al ex presidente Donald Trump durante una reunión en 2020. Todavía no consiguió una foto con su sucesor en la Casa Blanca, Joe Biden. El actual presidente de la FIFA disfruta codearse con líderes mundiales, participar de cumbres con jefes de Estado, ser recibido con honores. Su política diplomática excede al fútbol. Le gustan los despachos presidenciales.
El primer anuncio de la FIFA fue que Rusia no podría competir con su bandera y su himno. Pero enseguida sintió la presión y avanzó a la suspensión de la Federación de ese país, que el jueves pidió la intervención del TAS. Infantino necesita mantenerse abrazado a Estados Unidos y tener contenida a Europa. Para el resto, ya repartió más cupos mundialistas con los 48 equipos que jugarán a partir de Estados Unidos-México-Canadá 2026.
Ahora evangeliza por Mundiales bianuales, su gran objetivo, a los que le adjudicó con liviandad el poder de “brindarle esperanzas a los africanos de modo que no tengan que cruzar el Mediterráneo”. Todo lo que le importa a Infantino es imponer el plan de negocios de su multinacional.