Las relaciones de pareja parecen pasar a un segundo plano cuando la vida familiar se desliza sin sobresaltos por la rutina y la fuerza de la costumbre hace que se eviten las preguntas incómodas como, por ejemplo, si la vida que vivimos es la que deseábamos vivir. ¿Pero sabemos realmente cuál era la vida que deseábamos vivir? ¿Identificamos nuestro verdadero deseo?
Helena o «Lena», el personaje central de la última novela de Verónica Boix, La estrategia de la rana (Tusquets), contestaría negativamente a esta pregunta. Su vida con León y sus hijos transcurre con cierta placidez aparentemente blindada por la repetición de los rituales diarios tanto en la casa como en su trabajo de profesora. Pero un gesto aparentemente tan inocuo como retomar las clases de pintura logra que los hechos digan lo que no pueden enunciar las palabras.
Pintar es para Lena una actividad que la conecta consigo misma y su profesor de pintura, Santiago, se presenta como la posibilidad de una relación distinta que ella, por lo menos conscientemente, nunca buscó ni imaginó. Es como si la transformación no tuviera límite: un pequeño cambio en su vida como volver a pintar es capaz de desatar una hecatombe existencial. ¿Qué lugar ocupa en su vida Santiago? ¿Con qué palabra nombrar la relación que lo une a él? ¿Estaría dispuesta a pagar por ese vínculo el precio de perder a León con quien ha logrado construir una vida en común?
No es fácil responder a estos interrogantes. El mundo de los sentimientos rehúye la definición contundente de la palabra. Una mujer joven, capaz de ganar su propio dinero se siente, sin embargo, tironeada por mandatos que quizá apoya desde lo teórico, pero que no puede llevar a la práctica.
Narrada en primera persona, esta segunda novela de Boix encuentra una voz potente que va descubriendo las miserias y tesoros de la vida en común, el costado salvador de la tan vituperada rutina cotidiana, los claroscuros de las relaciones de pareja y, sobre todo, la dificultad para saber cuál es el propio deseo que no siempre se presenta como algo claro y distinto, sino más bien como una madeja de hilos enredados.
–¿Cómo nació La estrategia de la rana?
–Una noche estaba lavando los platos y quien era entonces mi marido me decía «dejá, los lavás mañana o los lavo yo mañana, ahora vení a dormir que es tarde». Entonces me apareció una frase que está en la novela y que es: «no quiero dejar para mañana esto sucio y que contamine lo nuevo». Esa idea empezó a abrir túneles. Todo nació ahí. Luego fueron apareciendo los personajes, primero Lena y después León. El texto se fue componiendo de a pedacitos. Lo que me impulsaba a escribir esta novela era eso, la idea de que lo sucio anterior no contaminara lo nuevo.
–¿Qué era lo que no debía ser contaminado más allá de los platos y de la casa?
–La posibilidad de hacer algo distinto, de cambiar. Tenía que ver con la idea muy arraigada de que cuando ya hicimos determinado camino, tenemos que seguir sosteniéndolo. Me interesaba mostrar que lo que ya está construido, no importa si malo o bueno, no debería impedirnos seguir avanzando. Esto aparece también en mi primera novela y en mis cuentos. Aparece en todo lo que escribo de una u otra manera. Todo el mundo dice que nos transformamos constantemente, que a cada momento somos otros. Pero esto se queda en el lugar de la idea, de lo abstracto. En realidad todo el tiempo nos sentimos los mismos. Me pregunté entonces qué pasaría si realmente pudiéramos experimentar que todos los días somos distintos, si todo lo viejo que traemos no nos impidiera ir hacia adelante.
–Lena es una mujer joven, con hijos chicos, que creo que sostiene mandatos que no son de su generación, como si la ola actual del feminismo no influyera en ella. Se atreve a tener una relación con Santiago fuera de su matrimonio con León, pero finalmente ambos logran imponerle su voluntad. ¿Cómo pensaste ese personaje?
–Es cierto que responde a mandatos que no son de ella. Hay algo que compruebo en mis amigas, incluso en las que son más jóvenes, y es que todas tenemos un discurso en el queda muy claro hacia dónde queremos ir, cuál es la libertad que queremos alcanzar, cómo deberíamos actuar. Pero, cuando actuamos, en la acción seguimos arrastrando cosas que vienen de lejos, como si las trajéramos inscriptas en algún lugar y, por mucho que las pensáramos, no pudiéramos lograr desprendernos de ellas. Hay una tensión entre las cosas que creemos y decimos y nuestra respuesta a mandatos anteriores. Realmente creemos lo que decimos, pero eso no se corresponde siempre con la acción. En este sentido, me parecía importante pensar cómo Lena podía transformar y transformarse a través de eso que para ella es como un hobby, la pintura. Cuando León se entera de su relación con Santiago, se pone muy violento y le corta toda su ropa interior. Ella quiere recomponer la situación con él, tiene una actitud de sumisión. Pero, al mismo tiempo, toma la pila de ropa rota, ropa que para ella era valiosa porque a partir de ella había podido cumplir simbólicamente su deseo y con esa pila crea una obra nueva. Es como si pudiera transformar todo eso que sufrió en otra cosa.
–Santiago parece encarnar el cambio, pero finalmente opta por su mujer y su hija. En este sentido es tan conservador como León. Por otra parte, Lena no puede contarle lo que está viviendo a nadie, ni siquiera a su madre, que siempre guardó silencio sobre su relación con Gracia. ¿Los mandatos coinciden?
–Sí, me gusta esa lectura. En las dos hay un silencio que no es ya lo que no pueden decirles a los otros, sino lo que ellas mismas no pueden terminar de revelarse, lo que no pueden terminar de decirse a sí mismas. Me interesaba mucho que esas cosas quedaran en el lugar de lo no dicho. Lo más grave de esto no es lo que hacen quienes están alrededor, sino lo que hacen ellas dos con ellas mismas. Lo que veo hoy es que los discursos feministas van muy adelante, como una flecha, pero que lo que sostienen es algo aspiracional, es lo que nos gustaría que sucediera, pero no se da en la realidad. Por supuesto que hay lugares en que las mujeres podemos actuar conforme a nuestro deseo y avanzar sin estar atadas a ninguno de estos imperativos que tuvimos durante tanto tiempo. Pero todavía hay muchos espacios en los que nos queda mucho por terminar de interiorizar. Tenemos discursos que no podemos terminar de bajar a la acción. En la novela traté de que eso se viera. No me interesaba escribir una novela ideológica. Para mí la literatura tiene que ver con las acciones, con los personajes, con lo que se muestra. Luego, que cada uno decida qué idea saca de todo eso. La novela está narrada desde la voz de Lena porque me interesaba que hablara, precisamente, desde las contradicciones, desde los antagonismos, desde lo que quiere y ni siquiera se da cuenta que quiere, no desde la seguridad de un discurso instituido. Parece muy claro que una cosa es nuestro deseo y otra cosa son los mandatos. Entonces, dejamos los mandatos de lado y realizamos nuestro deseo. De acuerdo. ¿Pero cuál es nuestro deseo? ¿En base a qué lo construimos? ¿Qué es lo que queremos auténticamente y cuánto de eso es aspiracional, es lo que se supone que deberíamos querer? Antes, todas queríamos ser madres y ahora lo podemos cuestionar. Buenísimo. ¿Pero qué es lo que queremos? Lo que más me interesa es cómo construimos el territorio del deseo. Ese territorio es un espacio muy interesante para la literatura.
–Uno de los problemas de Lena es que no tiene un casillero en el que meter su relación con Santiago. Cree que una relación con él puede quedar en un costado de su vida sin invadir el resto.
–Totalmente. Es algo que le queda en borrador. Lo que le sucede lo deja en un lugar que no la hace preguntarse si puede tener una vida con él, si es su amante. Entonces se queda con las dos cosas y lleva una doble vida. En ella hay en ella algo que la tironea permanentemente hacia un lado y hacia el otro, porque, por otra parte, hay cosas de su marido que le gustan. Los vínculos humanos son muy complejos. A Lena le falta mucho psicoanálisis para darse cuenta de dónde está, de qué es lo que quiere. Me gustaba esa idea de vivir en borrador, porque es muy fácil saber qué nos pasó luego de que nos pasó. En ese momento lo hablamos con nuestras amigas, lo elaboramos, vamos al psicoanalista y decimos que nos pasó tal cosa. Pero en el momento en que lo estamos viviendo las emociones no llegan de a una, sino de a muchas y muy mezcladas, los sentimientos se confunden unos con otros. Lena actúa con deseo y, al mismo tiempo, con miedo. Para mí fue muy interesante plantearme cómo hacer para que el lenguaje capte todos esos antagonismos, esas contradicciones.
–Ella no puede reconocer, por ejemplo, la violencia de su pareja que no es una violencia física. León no puede pensarse como un femicida en potencia, es alguien muy tierno en algunos momentos, pero ella tiene una rienda corta en su relación con él, hay cosas que le están permitidas y otras que no.
–Qué bueno que lo veas. Es lo que traté de mostrar, pero uno nunca sabe hasta dónde lo logra. Es muy fácil decir «hombres violentos, afuera», pero no es fácil identificar la violencia no explícita. Lo que está agazapado en la novela o lo que yo quería que apareciera agazapado es que todo lo que él hace lo hace desde el discurso del amor, para protegerla. Por un lado, es un hombre súper atento y, por otro, todo el tiempo la está controlando para que ella no se salga de determinado lugar. Es muy difícil encontrar la violencia cuando el discurso no es de violento.
–Ese requerimiento violento es poco reconocible, además, porque coincide con un convencimiento de ella: tiene que ser una madre espléndida y una esposa ejemplar.
–Creo que esa violencia coincide con el formato de otra época de lo que era una familia, con lo que hemos visto en nuestras madres y abuelas. Nosotras actuamos no sólo por nuestra ideas, sino también por los roles que hemos visto y que, queramos o no, reproducimos aunque nos opongamos a ellos. Lena trata de oponerse y por eso puede estar con Santiago. Algo de ella quiere ir hacia ese lugar, pero vuelve a caer en la misma jaula del rol que supone que tiene que representar.
Violencia, un problema transversal
-Cuando se habla de violencia de género, se tiende a pensar que se da en los niveles económicamente más bajos. Pero Lena puede autoabastecerse.
-Es que no tiene que ver con el lugar que se ocupe, sino que es transversal a toda la sociedad. Responde a la manera en que hemos conformado nuestros vínculos a nivel histórico y comunitario. En Occidente tenemos determinadas reglas con las que nos movemos y que hemos aceptado. Hoy estamos tratando de cambiarlas, pero no es tan fácil. Esas reglas operan en todos los lugares, sin que importe el nivel socioeconómico. Ella es profesora de Historia, estudia arte y para ella lo económico no es un problema. Yo quería dejar eso fuera de la ecuación, porque si fuera lo económico lo que determinara su actitud, sería otra historia. No quería que los impedimentos fueran externos. Lo único que le impide hacer lo que quiere es ella misma o, más bien, ella y todos sus condicionamientos. León no es un carcelero, es ella la que lo va a buscar cuando él se va. Creo que hoy lo que es más difícil de modificar es lo que ya asumimos como propio.
Elogio de la rutina
–En tu novela te apartás del cliché de la rutina que es algo que tiene tan mala prensa.
-Sí. Creo que la rutina es un espacio de rituales que hacen posible la sucesión del tiempo. En Lena hay muchas rutinas, a pesar de que lo que le está pasando no es rutinario. Para mí es muy importante. Si no tuviera rutinas no podría escribir, no podría permitirme volar, no podría serenarme. Es en la rutina donde podés reposar y reconocerte. Es un lugar de encuentro con una misma. Te permite desconectarte un poco del mundo porque ya sabés lo que vas a hacer y lo que va a suceder y podés usar la energía para otra cosa. Sin llegar, claro, al extremo del cuento de Willa Cather «La casa del jardín» que habla de una mujer, hija de músicos, que vive procurándose una vida segura. Está casada con un hombre sólido, de buen pasar, hasta que un día invitan a su casa a un gran cantante de ópera que ocupa la casa para huéspedes del jardín durante una semana. Ella vive un romance apasionado con él hasta que èl se va. Uno ve sólo las acciones de ella, pero percibe el huracán interior. En la escena final se la ve en su casa, en el desayuno, con su marido, porque no puede admitir ese desborde. La rutina la serena, pero allí hay algo extra, una muralla construida para que nada le llegue ni la lastime.