Con este libro quise dar cuenta de una experiencia», explica la escritora y analista Vanesa Guerra en la presentación de su libro Walser, traductor del limbo (Bajo la luna), un conjunto de ensayos breves sobre el particular escritor suizo Robert Walser. El poeta caminante había acumulado un kilometraje de textos y recorridos por la cosmopolita Berlín previa al Tercer Reich con vastos destinos, alcanzando así una escritura en estado de éxtasis, donde cuerpo y texto se entrecruzan, acalambrados.
La escritora de cuentos y novelas, editora de la revista transdisciplinaria Con-Versiones, esta vez ensaya de un modo poético textos breves que pueden leerse en clave para entender (acaso correrse de) la lengua actual del eslogan, un discurso vacío y convocante de masas, en función de una experiencia que provoca la afirmación de un «yo que crea al capitalismo» con «sensación y cosificación de felicidad»: la ‘lengua Macri’.
«La noche en sí misma es un ángel» recuerda la autora y suma belleza, «un mensajero; y lo sabemos cuando la noche ha pasado, cuando la oscuridad devuelve por la mañana todas las cosas. La relación de Walser con la oscuridad y el despertar, es una relación diversa, acaso más intensa».
Guerra después de haber leído por más de una década la singularidad de Walser elige al paseante perturbado porque la noche le sigue hablando, hay una voz permanente que duerme sin dormir, y que no encuentra calma.» Es un autor que se libera del yo: «Walser, va al ser» se enamora de un tren que silba en las colinas, sin metáfora ni símbolo. Esa experiencia arrobadora del amor atravesaba su cuerpo de modo insoportable, acaso sin cura. Y debía hacer poesía con ese amor que lo disolvía en el estado de vacío.
«Salir de la ‘lengua Macri’ es correrse del uso informativo del lenguaje, es correrse del yo soy, y de todo modo robótico de obedecer a la buena idea. La buena idea siempre es un eslogan, una frase hecha, algo que no produce ninguna pregunta». De ahí, Walser en su pluma hoy, ya difundido por Tiempo Argentino en el suplemento dominical por el año 2011, a cargo de la escritora que adelantó sus lecturas desde la prensa centrando su interés constante por el traductor del limbo.
-¿Qué te conmovió de Walser?
-La lengua Walser conmovió mi cuerpo y el yo que lo representa en este mundo; lo dispuso al movimiento, a desanclar de toda identidad. Leía a Walser por la mañana, a Elfriede Jelinek por la noche, a Agamben por la tarde, a Sylvie Le Poulichet en los entretiempos. Esa comunidad inicial se paseaba por las ideas prestablecidas, me atropellaba, corría mi eje. El primer libro de Walser lo encontré en el camino, recuerdo largos paseos a pie con un artista amigo, andábamos desaforados, mordidos por la angustia de los 90, y un día encontramos La rosa, y enloquecimos: Los puentes que atraviesas, te alegran. Entre la felicidad y el desamparo la diferencia es mínima, es una rosa a la intemperie.
-En tu libro es explícito el yo afuerísima. Podemos pensarlo de un modo existencialista u ontológico, pero es claro que es otra cosa. ¿Qué significa el «yo fuera del yo»?
-Hay modos del misticismo y del éxtasis donde el yo no cuenta, está disuelto porque, de lo contrario, la experiencia de meditación sería imposible. Porque ese yo constriñe la experiencia existencial, le inserta un nombre, la cosifica, la atrapa en un sexo. El yo procede con una posesividad tremenda: produce un modo del amor territorial y ese modo del amor habilita el capitalismo. Walser está corrido de ahí, nada le pertenece, tampoco se pertenece, anda por la vida experimentando un amor que lo inunda, él es un rebalsado, lo que resta de un yo que se ha dado a la fuga.
-¿Cómo es escribir desde el éxtasis?
-Es algo parecido a levitar, un fluir por fuera del tiempo y del espacio. Walser comienza escribiendo de otro modo, pero a medida que pasan los años, va experimentando una imposibilidad de formar parte de los nuevos ritmos de vida. Cuando deja su cantón suizo alemán, se va a vivir a una Berlín cosmopolita, esa que vemos en Berlín, sinfonía de una gran ciudad, un lugar en permanente transformación. Allí no había tantos berlineses, como gente de otros lugares. Cuando comienza el avance del Tercer Reich, se queda sin editores ni diario. Eso lo perturba, no puede seguir escribiendo con la pluma, le parece que su cabeza va más rápido y que la mano le acalambra los párrafos, entonces ya internado en un psiquiátrico comienza a refrenar la velocidad con una escritura a lápiz minúscula, compone libros enteros en trocitos de papeles usados que encontraba por ahí, consigue una micrografía bellísima e ilegible, parecen mandalas, él decía que así se curaba.
-¿Por qué leer Walser hoy cuando ya existe una vasta filosofía de los paseantes?
-Quizá nos mueva a pensar a qué costo estamos metidos en este mundo: asfixiados, adentrísimo del yo, bajo el sometimiento de una lengua de información que no permite hacer una experiencia poética, o psicoanalítica o mística; esas experiencias bien pueden atentar contra la lengua del amo, la que aplasta texturas, la que obliga a la igualdad fagocitando divergencias. Claro que no es tan fácil entrar en éxtasis (risas), en Walser se da a pesar de él. La lengua de la Alemania nazi se emparenta con el eslogan, genera un antídoto contra la angustia, produce un efecto de identificación masiva con la palabra vacía. Creo que tenemos que estar angustiados para hacer estallar esta lengua del eslogan porque la angustia no es el miedo, y tiene una potencia extraordinaria.