Tras su jornada inaugural, en la que la Berlinale desplegó gran parte de sus encantos para dar inicio a su 68° edición, el primer día activo del festival de cine de la capital alemana significó también el debut para una de las películas que quizá sea la más impactante que trajo hasta acá la delegación argentina. Se trata de Teatro de guerra, de Lola Arias, quien ostenta una larga experiencia en los territorios del teatro y las artes visuales, pero que da con esta película su primer paso como cineasta. El punto de partida es un experimento ambicioso y no exento de riesgos, que aborda el tema de la Guerra de Malvinas desde un punto de vista infrecuente.
La película comienza con una serie de entrevistas a veteranos de dicho conflicto armado, en las que a partir de primeros planos fijos cada uno va respondiendo a las preguntas de una presentación de rigor: nombre, edad, grado durante la guerra, ocupación actual. Pero no se trata solo de aquellos soldaditos argentinos hoy convertidos en hombres, sino también de soldados del ejército inglés que también fueron parte de aquel teatro de operaciones.
Más allá del idioma y de detalles superficiales como el color de los ojos o de la piel, ese comienzo sirve para poner en escena el carácter homogéneo de la experiencia de haber sido parte de una guerra. Es decir, nadie que haya participado de una guerra permanece indemne, todos salen heridos. No hay mejores ni peores, ni más ni menos dolidos. En esta visión abarcativa de la Guerra de Malvinas todos, argentinos e ingleses, comparten el lugar de víctimas. Esa certeza recorre el relato de Arias, quien lo hilvana a partir de breves viñetas en las que las experiencias personales, a priori intrasnsferibles, van siendo compartidas ya no con los propios compañeros, sino con quienes alguna vez fueron el enemigo más odiado.
Sin recurrir a golpes de efecto que sobrecarguen el relato, la directora consigue poner en acción la memoria a través de una serie de dramatizaciones. En ellas los protagonistas van recorriendo sus vivencias hasta entablar una comunicación que consigue ir más allá de los límites del idioma. Los argentinos hablan español y los británicos inglés, pero aun con poco conocimiento del idioma ajeno, así y todo se produce un contacto muy profundo entre ellos. Más allá de la diferencia de bandos desde dónde cada quien vivió la guerra, hay una experiencia común: de un lado y del otro los relatos apenas difieren en sus pormenores.
Un excombatiente argentino cuenta que a su regreso se volvió duro e insensible, recuerda el horror del suicidio de los compañeros, su adicción a las drogas y el alcohol. Un ex soldado inglés recuerda una y otra vez una misma escena, en la que un soldado argentino al que él mismo le disparó muere en sus brazos. Con recursos que muchas veces recuerdan a ejercicios teatrales o dramatizaciones terapéuticas, Arias consigue que el abismo de la guerra casi desaparezca, reuniendo cada miedo individual en un gran miedo común y haciendo que cada experiencia dolorosa se funda en un mismo y único dolor.
Resultan particularmente impresionantes dos imágenes. En una de ellas dos excombatientes, uno argentino y el otro inglés, se besan en la boca disfrazados con máscaras de goma de Margaret Thatcher y Leopoldo Galtieri. En la otra tres argentinos y dos ingleses se integran en una formación rockera e improvisan una canción punk sobre la guerra. Con muchísimos aciertos de puesta en escena, Teatro de guerra es una película que, sin negar ni olvidar, se propone sobre todo como una experiencia de reconciliación. Una experiencia de la que es recomendable participar como espectador.