André Gide lo consideró el novelista más importante del siglo XX. Escribió, sin contar los libros que firmó con seudónimo, 191 novelas. Al finalizar la segunda Guerra Mundial se cernieron sobre él una serie de sospechas de colaboracionismo nazi –reforzadas por ciertos escritos antisemitas de juventud–, por lo que se exilió en los Estados Unidos en 1945. Supo confesarle a Fellini que había intimado con más de diez mil mujeres. De una de esas experiencias habría surgido el germen de la encantadora Tres habitaciones en Manhattan, publicada en 1946 y rescatada ahora gracias a una bella colección fruto del trabajo conjunto de las editoriales Anagrama y Acantilado. Hablamos, claro, del belga Georges Simenon (1903-1989). Prolífico, nómada, compulsivo, empedernido fumador en pipa e inventor del mítico detective Maigret, protagonista de más de setenta de sus novelas policiales.
Tres habitaciones en Manhattan se inscribe en lo que el autor denominaba, a diferencia de las tramadas por las rígidas fórmulas policiales, “novelas duras”: historias libres del corsé de género, con vida propia y con las ambiguas reglas que puede dictar, en todo caso, el contradictorio corazón humano. Simenon solía afirmar que los inicios se le antojaban como una ecuación geométrica: “Tengo un hombre y una mujer –afirmaba–: ¿qué mecanismos pueden impulsarlos a llegar hasta los límites de sí mismos?”. Y sobre un hombre y una mujer versa, en efecto, Tres habitaciones…; un hombre y una mujer, Françoise y Kathleen, que podrían ostentar cualquier otro nombre, puesto que Tres habitaciones… gira alrededor –digámoslo de nuevo– de dos seres humanos agitados por el soplo helado de un miedo ancestral: la soledad.
Las tres de la mañana de una madrugada cualquiera en Manhattan. Insomne, atento a los movimientos que llegan de la habitación contigua en la que una pareja vive, a su modo, un amorío, Frank decide salir de la desordena habitación que alquila hace unos meses para olvidar, merodeando por calles y avenidas iluminadas, su terco insomnio. Los taxis avanzan en silencio. Un bar nocturno baja sus persianas. Dos borrachos sobre la vereda se estrechan en un abrazo, en un apretón de manos. No quieren separarse. No quieren despedirse. Unos pocos transeúntes apuran el paso. Frente a él, ahora, una cafetería abierta. En su interior, sin proponérselo, conoce a Kay, una mujer que le cuenta su vida exótica, de jirones literarios, y que anida en su voz grave un temblor trágico, animal. “Era un sonido un poco sordo y hacía pensar en una herida mal cicatrizada”, –asegura el narrador– “en un dolor que ya no se sufre conscientemente pero que uno guarda, suavizado y familiar, en su interior”. Dolor que comparte, sin saberlo aún, con el hombre que la escucha.
Al salir de la cafetería se desplazan por una Quinta Avenida cambiante, ya opulenta y dinámica, ya sumisa, ya apagada. Avanzan, ingresan a otros bares, instalan en sus mentes una primera noche de ensueños, irrepetible. Sobrevuela en ellos el miedo a lo que pudiera implicar un parate, un destino final. Ella dice no tener domicilio por el momento, y él, ya lo sabemos, se avergüenza del penoso cuchitril que alquila. Mejor así, la noche neoyorquina se les abre en su infinito abanico de posibilidades. El resto deberá correr por su cuenta.
Luego de una primera noche juntos en un hotel, se lanzan, de nuevo, a la calle. El narrador sostiene: “A la larga, aquella marca silenciosa en medio de la noche adoptaba el aire solemne de una marcha nupcial, y los dos se daban tanta cuenta de que se apretaban más el uno contra el otro, ya no como dos amantes, sino como dos seres que hubiesen errado largo tiempo en la soledad y que por fin hubiesen obtenido la gracia inesperada de un contacto humano”. Esto mismo, de hecho, es lo que persiguen ambos con desesperación: franquear, por fin, la barrera que los aísla y entablar así el contacto último que selle la certeza irrebatible de la unión eterna para que su apetito de humanidad, al decir de Simenon, sea, de una vez y para siempre, saciado.