La muestra se llama Arte cosa. Discreta historia local de la deformidad y el conjunto de obras que la integran funciona como un espejo de las últimas seis décadas en las artes plásticas argentinas. Como todo espejo, el reflejo que entrega es apenas un recorte deliberadamente parcial, realizado por la curadora Jimena Ferreiro. Pero presentaciones como esta también funcionan como puesta en escena de otros cruces, como el que se da entre artistas y críticos. Campo de batalla mudo, ambos simulan hacer a un lado sus diferencias y, al menos por un rato, comparten el mismo ecosistema. La disputa por ver quién es el depredador y quién la presa queda para más tarde. Por supuesto, ninguno olvida el arroyo que los separa y cada tanto alguien lanza al aire un tarascón dialéctico, pero la cosa no pasa de ahí.
En este ámbito los artistas se sienten locales y por eso suelen ser ellos quienes cada tanto se permiten mostrar los dientes, ácidos como los de Alien, siempre dispuestos a cobrarse alguna cuenta pendiente. Por su parte, los críticos escuchan sin dejar de sonreír, mientras afilan la lengua con una copa de buen vino antes de pasar a la siguiente. Ambos, artistas y críticos, son especies territoriales y por eso los segundos prefieren ahorrar energía para cuando deban sentarse frente a la pantalla en blanco, versión digital de la página vacía.
Esta Discreta historia local de la deformidad, montada en la galería Roldán Moderno, Juncal 743, se propone además como homenaje a Rubén Santantonín, arquetipo del artista muerto joven a fines de los ’60 y padre bastardo de la célebre Menesunda junto a Marta Minujín, ascendida a reina madre de “la cosa”. Como en la premiere de una película o en la presentación de un libro, acá el público en general también es parte del encuentro, siempre en el rol de pasajeros en tránsito. Turistas del arte, es inevitable que en algún momento los visitantes se sientan algo ajenos o un poco perdidos. Unos intentan sumarse a las charlas para comentar las obras y hacer carne el lema que asegura que “pertenecer tiene sus privilegios”. Otros, en cambio, se limitan a escuchar y prefieren mantenerse al amparo del silencio: quién sabe que podría ocurrir si fueran descubiertos.
En torno a algunos de los pocos fragmentos que se conservan del trabajo de Santantonín se acumulan otros, obra de una lista de nombres que impresiona: Luis Felipe Noé, Antonio Berni, Jorge Gumier Maier, Liliana Maresca, Jorge de la Vega, Noemí Di Benedetto, Aldo Paparella y otros 25 artistas. Pero después de un rato de ser el centro de la fiesta, las piezas exhibidas no tardan en volver a convertirse “solo en cuadros colgados”, un decorado magnífico para las charlas que se arman frente a ellas. Los diálogos fluyen en forma de chismes, anécdotas o recuerdos a veces compartidos y otras no. En el medio, alguien presenta entre sí a dos desconocidos y después a otro y a otro más. Así, yendo de saludo en saludo, de golpe es posible terminar escuchando a la curadora de la muestra, responsable de darle un sentido a esa constelación de obras dispersas que ahora comparten el tiempo y el espacio.
Con pasión contagiosa, Ferreiro da cuenta de las líneas y ejes que sostienen la estructura aquí montada. Intimidado, el visitante escucha mientras intenta ya no aprender, sino al menos entender aquel flujo desbordante de genealogías, conceptos y postulados estéticos. Pero el problema no son las palabras ni las ideas, todas perfectamente comprensibles. Lo que hay que asimilar es la abrumadora dimensión de lo expuesto, capas geológicas de períodos, vanguardias y escuelas que se acumulan para exhibir un corte transversal de los últimos 60 años de arte moderno y contemporáneo en Argentina. Las revoluciones de los ’60 junto a las relecturas apóstatas de los ’90 y el fulgor de ese choque de titanes alumbrando el presente. Más de medio siglo de arte colgado frente a los ojos de un mortal, que esa noche volverá en tren a casa convencido de su ignorancia.