En cada página hay un árbol que reúne dos conjuntos diferentes de palabras o conceptos, uno agrupado en torno a la copa y el otro a lo largo de las bifurcaciones de la raíz. En la parte superior de uno de ellos se encuentran las palabras poesía, armonía, simetría, equilibrio y belleza. Debajo se lee: morderse las uñas, echarse pedos, hurgarse la nariz, rascarse los huevos o picor anal. Si todo eso conformara un texto se diría que se trata de uno bastante absurdo, incluso desconcertante, aunque si se lee con paciencia, tampoco es difícil hallar un camino a través de él. Porque ahí están, arriba las distintas abstracciones que definen aquello que es estéticamente bello, y en la mitad inferior una serie de imágenes muy claras (y divertidas) de lo abyecto. En su libro Arboretum (editorial Sexto Piso), el músico y artista estadounidense David Byrne reunió un total de 92 de estos arbolitos, entre los cuáles el antes descripto es uno de los más simples. Y si bien a primera vista parecen no ser más que experimentos con el lenguaje, también existe la posibilidad de pensar en ellos como juegos de ingenio, cuyo desafío consiste en dotar de sentido a aquello que da la impresión de no tenerlo.
Hallar una lógica en el sinsentido es una de las premisas que llevaron al autor, conocido por ser el cantante de Talking Heads, banda germinal del rock neoyorkino a fines de los ’70, a darle forma a su pequeño bosque ilustrado. O como él dice: se trata de “proceder cuidadosa y deliberadamente, desde el sinsentido, sin inmutarse, para a menudo llegar a un nuevo tipo de sentido. Pero ¿cómo puede del sinsentido emerger sentido?” Así, en forma de pregunta, expresa Byrne en el prólogo el impulso que lo llevó a dibujar esas estructuras arbóreas que él relaciona con las del pensamiento.
A partir de esas formas recurrentes que a veces se apartan del diseño troncal para convertirse en Diagramas de Venn o en cuadros sinópticos, Arboretum agrupa conjuntos de ideas. En esa tarea, su autor manifiesta especial predilección por cuestiones vinculadas al placer, yendo de lo sexual a lo artístico o de lo gastronómico a lo filosófico. Pero siempre con un humor que surge del contraste entre esos pares enfrentados, cuya convivencia en un mismo espacio resulta difícil de imaginar más allá de la frontera de estas páginas.
Esa insistencia formal hace que sea fácil relacionar estos experimentos del músico, con los gráficos también arbóreos que la gramática generativa aplica al análisis de estructuras sintácticas. La gran diferencia es que, mientras la teoría creada por el lingüista estadounidense Noam Chomsky se propone predecir las combinaciones correctas de palabras que aparecen en las formas del lenguaje, los árboles de Byrne parecen ser la expresión de un estado mental en el que las reglas se han desvanecido. De ese modo, cada uno de sus dibujos se encuentra más cerca de la asociación libre, de la escritura automática o de los limericks de Edward Lear que de un razonamiento organizado. Aun así, el sentido termina apareciendo a pesar de todo, no porque se encuentre expresado explícitamente, sino porque, como suele ocurrir con la poesía, cada lector se encarga de aportarlo.
“La tarea de la ciencia es cartografiar nuestra ignorancia”, dice Byrne para referirse a la forma en que los dibujos de Arboretum replican las estructuras lógicas del pensamiento científico, pero del modo menos científico posible. En este caso, como él mismo propone, su lápiz se convierte en “una linterna que ilumina una pequeña parte” de la oscuridad que aún existe en nuestro conocimiento acerca de la forma en que funciona la inteligencia humana. Sus dibujos se convierten, entonces, en mapas conjeturales de esos territorios inexplorados de la razón. Planos que en lugar de guiarnos hasta el destino previsto nos alejan, llevándonos a lugares que nunca nadie visitó antes.
Es cierto que un análisis como este puede formar la falsa idea de que Arboretum es una obra demasiado seria, un plomazo teórico, y sin embargo es todo lo contrario. Se trata de un libro que explora lúdica y poéticamente la forma en que los pensamientos van tomando forma en nuestra cabeza. Alcanza el ejemplo citado al comienzo para confirmar que si algo no le falta al trabajo de Byrne es un sentido del humor tan libre como sus inesperados árboles de palabras.