Como ya lo ha demostrado en libros como Varia Imaginación, la infancia es una marca que lleva la literatura de Sylvia Molloy. En Animalia, una publicación póstuma que acaba de aparecer por Eterna Cadencia, su necesidad de estar acompañada por animales, según dice, proviene de una prohibición de su madre: tener un perro. En sustitución de ese animal que tenía la entrada vedada a su casa de infancia, tiene junto a su hermana una serie de sustitutos, desde teros a gusanos de seda obtenidos de una morera.
“Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo siempre es mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno», dice.
Los animales que la acompañaron de adulta, en su mayor parte gatos, fueron entonces revancha contra la prohibición materna, y también ensayo de autoconocimiento. Pero también una forma de asombro de la comunicación que se puede lograr con seres que no tienen la capacidad del lenguaje pero que, a falta de la palabra, desarrollan otro tipo de formas de expresión del afecto, de la necesidad de compañía y de refugio de un mundo que no es menos hostil con los animales que con los seres humanos.
Molloy, que fue pionera en la defensa de los derechos LGBTIQ+, parece serlo también en otros ámbitos. Hoy los animales son la compañía necesaria, según los especialistas, para chicos con autismo por la posibilidad de establecer con ellos una comunicación profunda que no es verbal, pero que tiene tanto o mayor intensidad que la palabra.
Molloy parece haberlo sabido siempre y, paradójicamente, esta mujer que hizo de la palabra su forma de estar en el mundo, estableció vínculos profundos más allá de ellas. “Los animales saben” comienza diciendo en el relato “Animales en tiempos de pandemia” y ella se abre a ese saber, a esa sabiduría silenciosa capaz de acompañar y consolar el desamparo humano.
Vericuetos de un libro póstumo
Durante la pandemia que coincidió también con los tiempos de enfermedad de la escritora, cuenta que apenas “visitaba” el dormitorio. “Lo lateral, durante la pandemia, puede volverse central. Es vivienda.” dice en “Guarda nocturno”. Y prosigue “Pero no se trata de mí o no solo de mí. El sillón de la galería donde antes una de nosotras a veces leía el diario, ahora es mío, lugar de convalescencia . Y además se ha vuelto refugio animal. (…) Y mi falda que antes era lugar de tránsito para uno que otro felino, pasa a ser lugar codiciado. No bien apago la luz se produce un gato que se trepa encima y se acomoda con toda naturalidad. No es cualquier gato. Es invariablemente el chúcaro que durante años evitó a todo ser humano y que ahora se instala sobre mí, ya a lo largo de mis piernas, mirando para adelante, cual esfinge nocturna, ya en mi pecho, mirándome fijo. Sé que me mira porque una vez cuando prendí la luz me sorprendieron sus ojos, su mirada torva casi encima de mi cara, como si me viera por primera vez.”
Como se sabe, en la pandemia los animales ocuparon el lugar que el ser humano les había arrebatado. Pero, en este caso, no se trata de un animal silvestre, sino de un simple gato doméstico un tanto precavido respecto de las personas, que ve alteradas las costumbres y que, quizá porque se siente en su territorio, no tiene razones para seguir desconfiando de las caricias humanas. De una manera u otra, la pandemia nos atravesó a los seres de todas las especies.
Molloy tiene una prosa poco complaciente, renuente a las efusiones afectivas, aunque a partir de las descripciones poco adjetivadas se adivina que el mundo animal la asombra y la sensibiliza. Muy lejos de la conmovedora evocación lírica de Olga Orozco de su gata Berenice, Molloy habla de sus gatos en otro tono, pero no deja de transmitir el asombro y la perplejidad que le producen.
También su memoria que, como toda memoria es involuntariamente selectiva, habla de su sensibilidad ante los animales. Una imagen dolorosa que no puede borrar de su mente es la de un mapache agonizante al costado de la ruta, seguramente atropellado por un auto, al que un policía decide ponerle fin drásticamente a su sufrimiento.
Este catálogo animal es también un catálogo de alegrías y sufrimientos, un catálogo de preguntas acerca de la condición animal y la condición humana, de cuestionamientos sobre la relación que nos une a unos y otros en un vínculo sin palabras que alcanza insospechadas profundidades. Escritora al fin, Molloy le pone palabras a esa relación silente que nos interpela y que nos obliga a preguntarnos quiénes somos, de que está constituido el amor, qué es realmente la comunicación y qué clase de animal extraño somos los humanos.