En Argentina el cuento constituye una señal de identidad, una fuerte tradición que contribuyeron a consolidar nombres como el de Horacio Quiroga y Jorge Luis Borges por citar sólo dos ejemplos paradigmáticos del género.
La amplia y reconocida obra novelística de Mempo Giardinelli no le ha impedido a lo largo de su vida de escritor sumarse con maestría a esta tradición nacional. Chaco For Ever, de reciente aparición, es una prueba irrefutable de su talento cuentístico. En él confluyen 16 relatos, la mayoría de ellos inéditos y algunos que ya se han convertido en verdaderos clásicos. Pero todos comparten un rasgo común: un fino trabajo de orfebrería de la palabra que no es mera demostración de preciosismo, sino que está puesto al servicio de la conversión de los actos ordinarios de la vida en acontecimientos extraordinarios.
¿Por qué su último libro se llama Chaco For Ever si ninguno de los relatos alude a ese equipo?
De chiquito era hincha de Chaco For Ever, igual que mi papá, que mi maestra
En el Chaco en que me crié y aún hoy, Chaco For Ever sigue siendo una institución muy popular que fue apareciendo en distintos cuentos. Hay uno que ha circulado y se ha difundido mucho, pero que no está en este libro que se llama Tito nunca más. Luego aparece en dos o tres cuentos más, por ejemplo en uno que se llama San La Muerte. Incidentalmente es parte de mi tradición personal, familiar, literaria. Cuando empecé a armar este libro lo hice pensando que iba a escribir un cuento que se titulara Chaco For Ever para que le diera el título. Pero no siempre ocurre lo que uno quiere. Muchas veces en la literatura uno tiene la intención de hacer una cosa y luego sale otra. Yo tuve la mala suerte de que no me salió, pero el título me seguía gustando. Cuando lo tuve armado se lo pasé a mi editor, Fernando Fagnani, de Edhasa. El libro le gustó. Yo le dije que no sabía qué título ponerle. «¿Pero no me habías hablado de Chaco For Ever?», me preguntó. «Sí, le contesté, pero no hay ningún cuento que se llame así.» Me dijo que no importaba, que el título valía igual. Tampoco todos los cuentos son de ambiente chaqueño. No soy un escritor regional o regionalista. La literatura es lo que se da, lo que sale. Cada cuento trae su ambiente propio.
¿Por eso lo aclara en el prólogo?
En realidad, al prólogo, que fue un pedido de Fagnani, lo concebí casi como un cuento y creo que fue un buen aperitivo para el libro porque hay cuentos con mucha carga dramática, muy duros.
Usted sigue ligado al lugar donde transcurrió su niñez.
Bueno, yo vivo allí. Siempre digo que del Chaco nunca me fui. En todo caso siempre estoy volviendo. Incluso en los años que pasé en el exilio Chaco estuvo presente en mí. No sé explicar por qué, de cada cinco ideas que tengo para escribir dos o tres se ambientan en el Chaco. No creo que el Chaco sea la materia esencial de mi literatura, pero que está, está. Creo que en los autores de todo el mundo hay climas, hay ambientes que se van dando de una manera bastante natural. Por ejemplo, el Sur en Caldwell, en Capote, nuestro Norte en Quiroga que era uruguayo, de Salto, y vivió en Misiones, en el Chaco. Él creó una cosmogonía propia. No es que me esté comparando con ellos que son, de alguna manera, mis maestros. En mi vida fue muy fuerte Juan Rulfo. Juan es un caso de esos. Su infancia en Jalisco lo impregnó para siempre. Vivió 30 o 40 años en el Distrito Federal de México donde incluso fue funcionario del Instituto Nacional Indigenista, sin embargo, no hay cuentos de Juan ambientados fuera de Jalisco.
Usted lo conoció mucho.
Sí, mucho. Estuve cerca de él en sus últimos años, cuando ya estaba mejor. El había bebido mucho y se había recuperado. Era un tipo fantástico y la verdad es que fue un maestro muy querido. Nunca terminaré de agradecer la oportunidad que me dio la vida de estar cerca de él.
¿Y no aprovechó para preguntarle lo que le preguntaba todo el mundo: por qué escribió sólo dos libros?
No, en realidad no fue así. Los que estábamos cerca de él no le hacíamos esa pregunta porque ya conocíamos la respuesta.
¿Y cuál era la respuesta?
El siguió escribiendo. Yo conocí algunos de sus textos no publicados, su novela La Cordillera, leí con devoción aprecié y mucho El gallo de oro que fue su tercera o cuarta obra. Era alguien muy especial. No es que despreciara publicar, pero a veces decía medio en broma y medio en serio ustedes no saben nada de literatura. Decía que había escrito sólo dos libros, pero no era cierto. Era alguien que rompía mucho de lo que escribía, pero siempre andaba con su libreta y un lápiz. Tenía una letra muy linda, muy clara. Me parece que sería injusto decir que fue un autor de sólo dos libros. Él ha dejado otros textos, pero no sé qué ha hecho su familia con eso.
Es decir que hay un material de Rulfo que se podría publicar.
No sé si ese material todavía está, pero sí que yo lo conocí.
Enrique Vila-Matas lo incluyó en Bartlebly y compañía sobre los escritores que dejan un día de escribir.
Sí, pero es un error de información.
Pero él alentaba esa leyenda. Decía que no escribía más porque se le había muerto su tío Severino, que era el que le contaba las historias.
Sí, era muy especial. También decía literalmente que lo que le salían eran puras pendejadas, pero su vida era la literatura. Era un lector excepcional, un literato en el más amplio sentido, sabía muchísimo.
Volvamos a su libro. En los 16 cuentos que lo integran hay algunos nuevos y otro no. ¿Cómo fue el armado?
Eso lo hizo Fernando Fagnani. Yo le echo la culpa a él, pero fue una culpa acertada porque en realidad tuvo razón.En el libro que le pasé en un principio todos los relatos eran nuevos. El libro le gustó pero me dijo que quería poner mis tres o cuatro mejores cuentos ya consolidados. Él incluyó «Kilómetro 11» porque le gusta, porque es un cuento clásico mío, el más conocido, el más leído, el más traducido. Pensé que iba a poner «Tito nunca más» pero no lo puso. Le gustó que comenzara con «El paseo de Andrés López». Descubrimos después que el libro comienza con el cuento más antiguo y cierra con el más nuevo, ya que lo terminé poco antes de entregar el libro. Fue una decisión editorial. Fernando Fagnani es mi editor desde hace más de diez años y yo confío mucho en él. Todos mis libros están en la colección azul de Edhasa.
Hay dos cuentos en el libro relacionados con la música, «Kilómetro 11» y «Nabucco».
Sí, me lo han señalado.
No sabía que había tenido un pasado como músico, pero me enteré de que tocaba la guitarra y de que participó incluso en el Festival de Cosquín.
(Se ríe) Bueno, no puedo decir que soy un músico. Sí que soy un melómano. Mi mamá era pianista. Además de ser profesora daba algunos conciertos con otros músicos del Chaco. Tocaba muy bien, era una maravilla. Yo estudié guitarra forzado.
¿Forzado por su mamá?
Sí, de alguna manera sí. No sé por qué nunca me dejó estudiar piano. Me hubiera encantado ser pianista, pero bueno, de chiquito me mandaron a estudiar guitarra. Mi adolescencia coincidió con la moda del folklore en la Argentina. Integré un par de grupos. Tocaba la guitarra y cantaba. Siempre había otro guitarrero y siempre aparecía alguien que tocaba el bombo y se armaban grandes guitarreadas, recorrí muchas peñas. De grande canté en un par de coros. Siempre he tenido afición a la música. Hoy escucho música permanentemente en mi escritorio. Para escribir escucho música sin palabras. Esto nunca lo conté: tengo la afición de buscar en Internet radios de todo el mundo. Escucho la Radio Nacional de Singapur, Radio Nederland que es una maravilla, una radio de Suecia, una de Japón, la National Public Radio de los Estados Unidos
Escucho también música country, me gusta el jazz, el blues y me fascina el tango instrumental.
¿Y cómo fue su debut en Cosquín?
(Se ríe) Era muy chiquito, tendría 18 o 19 años. Éramos un cuarteto y yo era la segunda guitarra. Para mí lo más importante fue el reconocimiento que nos hizo Mercedes Sosa. Ella era joven pero ya estaba consagrada. Debía ser el año ’66 más o menos.
Si ella los reconoció debían ser buenos de verdad.
Bueno, no sé, fue muy generosa. Incluso muchos años después le pregunté a Mercedes si se acordaba de nuestro debut en Cosquín y ella muy piadosamente me dijo: Claro, cómo no me voy a acordar, pero de verdad creo que no se acordaba. La música siempre aparece en mi escritura por ejemplo en «Santo Oficio de la Memoria» o en «El cielo con las manos» y en varios cuentos. Aparece como una especie de ambientación. Claro, en «Kilómetro 11» la música es central porque ese tema es un himno chaqueño. «Nabucco» tiene que ver no tanto con Verdi, a quien aprecio mucho, sino con Nana Mouskouri, que creo que ha sido una de las grandes voces, alguien de una gran versatilidad. En realidad es un homenaje a la libertad que es el tema del va pensiero.
Usted sacó una revista que se llamaba Puro cuento. ¿Cómo es su relación con ese género?
Creo que esa revista se ha convertido en mito. Me duele que siendo tan recordada por muchos lectores, nunca haya sido reconocida de manera oficial. Un día se lo reproché amistosamente a Horacio González porque en la Biblioteca Nacional recuperaron muchas revistas y me dijo que tenía razón. Fue una revista muy importante que tuvo una vida de casi siete años, fueron 36 números en los que publicamos más de 2000 cuentos. Para mí fue un hito personal. En cuanto al cuento, ha sido siempre mi género preferido. Empecé escribiendo cuentos y voy a morir escribiendo cuentos. La vida o la circunstancia del mercado y cuestiones editoriales han hecho que quizá sea más conocido por algunas novelas que tienen más circulación, que se venden más, que se traducen más. Nadie viene de Bulgaria o de China a decirte «quiero traducir tus cuentos». De modo que uno elige por las necesidades de supervivencia y también porque la novela es un género en el que me siento cómodo y me gusta, pero mi corazón siempre ha estado en el cuento.
Usted se sienta a escribir una novela, pero no un libro de cuentos.
Sí, un libro de cuentos lo hago por acopio. De pronto siento que ya hay un volumen que quiere existir. Eso me pasó con Vidas ejemplares, luego con El castigo de Dios, con Gente rara, con Estación Coghlan, con 9 historias de amor. Eran conjuntos que surgieron a lo largo del tiempo. Lo mismo me pasó con Chaco For Ever. He escrito pocos cuentos en relación con los años que tengo. Hay autores que tienen centenares y reconozco que es algo que a lo mejor me gustaría pero soy muy autoexigente y muy inseguro. A veces me paso meses enteros trabajando en un cuento, lo dejo y lo retomo años después y lo vuelvo a trabajar. Es mi género favorito y leo muchos cuentos.
Es un género muy difícil.
Sí, hay que tener mucho cuidado. Un gran cuento, como un gran poema, es un milagro, es un destello del arte universal y eso tenemos que respetarlo.
¿Cuándo se sienta a escribir ya sabe si será un cuento o una novela o el género surge en el proceso de escritura?
Lo que tengo es una sospecha (risas) pero no siempre esa sospecha se cumple. El cielo con las manos y Luna caliente eran cuentos que luego terminaron siendo novelas. En Final de novela en Patagonia hay dentro dos o tres cuentos, «Tío Bob» es uno de ellos. No soy muy consciente de esos mecanismos y creo que tampoco quiero serlo La creación siempre tiene algo de espontáneo, de ráfaga.
¿Cuáles cree que son sus mejores cuentos o aquellos que más cariño les tiene?
Son dos cosas distintas. Le tengo mucho afecto a «El último paseo de Andrés López». Creo que lo escribí todo lo bien que pude en ese momento. La recepción que tuvo en gente extraordinaria me afirmó mucho. Otro cuento que aprecio mucho es «Nabucco». Lo escribí con mucha pasión y me pasé todo el año pasado trabajando en él. Viví dentro del va pensiero.
¿Y los cuentos más logrados desde el punto de vista técnico aunque no sienta por ellos tanto cariño?
Son los que pertenecen a la tradición del cuento largo. Uno se llama «Los perros no tienen la culpa». Quizá también «Nabucco» que para mí fue un tour de force. Me costó mucho escribirlo. Trabajé mucho con diccionarios porque era importante la precisión. En el cuento breve, creo que prefiero «Comelo», que es más un cuento de ráfaga.
¿Con todas las cosas que hace, cuándo tiene tiempo para escribir? Tiene una fundación que supongo que le insume mucho trabajo.
La fundación es una tarea que también es literaria y en ella está mi parte docente, mi parte solidaria. Es un trabajo muy gratificante que me enriquece. Fundamentalmente escribo cuando viajo. Es mi mejor momento. Escribo en los hoteles, en las estaciones, en los trenes, en los aviones, en los aeropuertos. Si me dicen que el vuelo se demoró ocho horas, soy feliz porque son ocho horas en las que me concentro, ocho horas en las que no hay teléfono ni nada.
¿Cuál es su relación con los animales? Se lo pregunto porque parece muy sensible respecto de ellos.
Nunca me puse a pensar en eso. De chico tuve perros, pero porque todo el mundo los tenía. De grande, soy gatero, tengo tres gatos. Esto es una confesión: cuando era muchacho fui dos o tres veces a cazar con amigos
¿Qué animales cazó?
Básicamente jabalíes, el pecarí chaqueño, y patos. Cuando fui un poco más grande empecé a sentir culpa de eso. Desde entonces empecé a desarrollar una conciencia ecológica o animalista. Hoy trabajo mucho en la defensa de los animales. Estoy muy cerca del Parque Nacional El impenetrable del cual he sido uno de los promotores. He cuidado la fauna autóctona argentina que era maravillosa y ahora está muy diezmada. Tengo una militancia ambientalista y siento una gran pasión por los animales que me rodean. Vivo rodeado de pájaros. Además, vivo la vida del río y allí hay cangrejos, sapos a los que se cuida y se respeta. Mi hija menor es una cuidadora extraordinaria. Tiene una gran conciencia que la hace cultivar la oruga e incluso cuidar a algunos animales que son peligrosos. Nuestra concepción es que el mundo es para todos. «
Nabucco, el silbido de la libertad
Nadie que no haya estado preso sabe lo que es el frío. Nadie, ni un jodido esquimal. Nadie.
Piensa Luis, caminando y caminando, y caminando por enésima vez los dos metros con sesenta centímetros que tiene la celda de largo, desde el negro portón de hierro hasta la pared con la ventanita enrejada arriba por donde entra la única, miserable luz diurna. El foquito de cuarenta watts, en el alto techo, permanece encendido y roñoso las veinticuatro horas.
Aunque enésima vez no. Luis sabe exactamente la cantidad de veces que ha caminado esa pequeña distancia, tiene perfecta conciencia de ella porque lleva contadas setecientas cincuenta y siete veces esos dos metros sesenta. Con un frío de la gran puta, recalcula, hacen mil novecientos sesenta y ocho metros, o sea casi dos kilómetros. Ya falta poco y así cumplo la mañana, y después a silbar y que se mueran esos hijos de puta, ¡vamos Luisito viejo y peludo nomás! (De Chaco For Ever, M. Giardinelli).