Existen escrituras que logran, con una elaboradísima transparencia, propiciar la felicidad del encuentro con el lector. Escrituras que saben –porque es un saber, y uno extremadamente difícil de adquirir– cómo dar cuenta, con una prosa engañosamente sencilla, de pensamientos complejos, de conceptos entreverados, de procesos intelectuales extensos y alambicados. Y que saben hacerlo –como si lo anterior fuera poca cosa– de manera breve y sucinta. La pluma de Martín Kohan pergeña una de esas escrituras, y es la estrella –y tal vez el mayor valor– de su último y amigable ensayo ¿Hola? Un réquiem para el teléfono.
En apartados numerados de irregular longitud, desde un marco benjaminiano, Kohan concentra su tinta en un objeto que, aún sin haber caducado definitivamente, se encuentra en vías de extinción; que, endeble, casi cadavérico, persiste aún: el teléfono fijo. El teléfono fijo y la subjetividad y las relaciones que ha sabido diagramar. El autorexplora su funcionamiento en los textos de algunos nombres de refinada cultura libresca (Proust, Kafka, Borges, Duras, Barthes), pero ante todo, desprejuiciado, se sumerge en las diversas formas, usos y valoraciones que cobra el objeto en cuestión en el vasto amperímetro que calibra la sensibilidad de la cultura de masas.
Partiendo de un puñado de premisas, caras a Walter Benjamin, a Jean-Luc Nancy, a Mladen Dolar, Kohan se desliza, gustoso, por el programa televisivo de Susana Giménez, que instaura una peculiarísimo contacto: el que llama (en este caso, ella, la diva del teléfono) no debe hablar primero, deben ser, por el contrario, los llamados quienes emitan el primer, y correcto, enunciado; por la osadía verbal del maestro Tangalanga, todo un artista de la “retención oral”; por la serie del Superagente 86, que con su pulcro zapatófono vaticinaba el celular; por las variantes de “0303456”, la celebérrima canción de Raffaella Carrá; por La llamada fatal, la película de Hitchcock cuyo crimen nodal tenía en la fijeza del teléfono una de sus condiciones de posibilidad. Los casos, y los apartados, proliferan, en una sucesión de ejemplos, de análisis, que implican no ya el avance cronológico del tiempo, sino la idea de que el tiempo en el que los seres humanos se comunicaban, interactuaban y, en parte, se constituían de una manera particular, ya no regresará. Una manera –una manera de ser humanos– que está muriendo. Y de allí, el réquiem.
Kohan se niega a naturalizar el milagro telefónico, y persiste en recordar la actividad cuasi milagrosa que, desde los inicios, anidó en sus entrañas artificiales: “una conversación sincrónica en ausencia (no solamente a distancia, sino también en ausencia). Hablar con otro (con otro, y no solamente a otro), aunque no esté, haciéndolo estar en cierta forma”. Desde cierta perspectiva, este fenómeno se entronca con un tipo de enunciación de vasta tradición –antropológica, literaria–, que se expresa libre del cuerpo; remite, así, a la voz de los muertos, de los fantasmas. Pero también es susceptible de conjurar, en un más acá histórico –un más acá específico de la telefonía– las efervescencias del vínculo erótico con la llamada hot line. “La voz en el teléfono desnuda con las palabras ese cuerpo del que brota” –escribe el autor–. “Si en el strip-tease el cuerpo se desnuda, en la hot line lo desnuda la voz. Desnudamiento conjetural, intuido presentido, supuesto, que probablemente ni siquiera exista de veras; o que sí, existe de veras, pero no en el propio cuerpo, sino en la voz”.
La de Kohan resulta una escritura –si se quiere, una voz– de un empuje vívido, tan amena como laboriosa; aunque, solapada, reside en ella una tristeza cuasi imperceptible: la de un amante que atestigua la desaparición de su objeto, porque lo que muere, con la comunicación telefónica –y más aún si es cierto aquello de que uno se enamora del lenguaje del otro–, es una forma del amor.