“Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debido al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones de la CNR según las cuales ‘no sólo no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia’, sino que de todos modos ‘la infección, según los datos epidemiológicos disponibles hoy en día sobre decenas de miles de casos, provoca síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90 % de los casos.’” Esto escribía el filósofo italiano Giorgio Agamben apenas unos días atrás, más precisamente el 26 de febrero del año en curso.
La realidad de su país desmintió de manera terminante sus observaciones. Italia es, en efecto, uno de los países más afectados por la pandemia. En el momento de escribir esta nota los muertos por coronavirus ascienden allí a 3450.
¿Qué suspicacias despertaban en Agamben las “medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas”, según él, que estaba tomando el Estado?
Las acciones estatales en ese estadio de desarrollo del virus parecían constituir un ejemplo paradigmático que abonaba su teoría del “estado de excepción”. Según la formulación de Agamben, el estado de excepción sería una argucia del Estado para ejercer un control absoluto sobre los ciudadanos. De este modo, la suspensión del orden jurídico, por ejemplo, que suele considerarse una medida provisional y de carácter extraordinario, se va naturalizando hasta dejar de ser excepcional. Esta dinámica sería una constante de las políticas de los estados modernos considerados democráticos, a pesar de ejercer un control sobre el propio cuerpo de los gobernados.
Aunque la función de un filósofo consiste, entre otras cosas, en desarmar las bases del llamado “sentido común” para mostrarlo como una construcción ideológica que se presenta como la forma natural e indiscutible de pensar la realidad, esta vez Agamben parece haber coincidido con el sentido común de varios ciudadanos, tanto italianos como argentinos, que consideraron que la cuarentena obligatoria era un exceso del Estado, que cercenaba la libertad individual. Por estos días se vieron en los medios de comunicación casos de una rebeldía que era más una expresión de individualismo irresponsable y no solidario que una genuina rebelión contra un supuesto autoritarismo.
En este sentido, algunos escritores parecen haber planteado con mayor capacidad predictiva el problema del control sobre los cuerpos y las mentes que el propio Agamben. Por supuesto, Michel Foucault es aquí una cita obligada, ya que se dedicó a estudiar las múltiples formas de la vigilancia utilizadas para disciplinar los cuerpos, volverlos dóciles y manipularlos.
George Orwell se ocupó del poder que todo lo ve y todo lo controla en la novela 1984, que fue publicada en 1949, es decir, cuando el año que da título a su obra era el futuro. Leída como profecía literaria puede decirse que el desarrollo de la tecnología de la comunicación hizo realidad el Gran Hermano que él planteó como una presencia vigilante que llegaba a todos los rincones de la intimidad, sin dejar resquicio sin escrudiñar. De algún modo, los dispositivos móviles que hoy permiten la localización inmediata del usuario por diferentes vías constituyen una suerte de Gran Hermano que deja cada vez menos espacio para la privacidad hasta convertir a quienes lo usan en verdaderos presos de la tecnología. No es por casualidad que hay un celular llamado Black Berry, lo que pude traducirse como “cereza negra”. La expresión alude a la pesada bola de hierro que por medio de una cadena y un grillete se les colocaba a los esclavos negros que trabajaba en los campos de algodón de los Estados Unidos para evitar que escaparan. Por supuesto, el celular es liviano y cómodo. Además, puede resultar muy útil, pero eso no disminuye su poder de convertir a su usuario en un esclavo fácilmente ubicable, incluso cuando no quiere ser ubicado.
Del mismo modo, Orwell se adelanta a un tema que hoy es candente: las fake news. En su novela las informaciones falsas provenían, paradójicamente, del Ministerio de la Verdad, mientras hoy son los propios medios informativos y las redes sociales los encargados de falsear la realidad en beneficio propio. Si el lavado de manos con abundante agua y jabón o el alcohol en gel sirven para mantener a raya al Covit 19, no existe ninguna acción preventiva contra el cercenamiento de las libertades individuales en nombre de la tecnología de la comunicación que nos tiene todo el día conectados e informados, pero nos impone una cuarentena indefinida de contacto real y no virtual.
Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, también plantea el tema de un Estado controlador que prohíbe tener libros, los expropia y hace con ellos altas piras incendiarias. Alguna vez, quienes vivimos la dictadura cívico militar quemamos libros cumpliendo con la distopía de Bradbury contra nuestros propios deseos. En una de las últimas entrevistas que le realizaron al autor, le preguntaron acerca de su emblemática novela. El, negando todo afán predictivo, contestó: “Se me han acercado japoneses para ponerme un walkman en las orejas y decirme: ‘¡Con Fahrenheit 451, usted inventó esto, señor Bradbury!’ Mi respuesta ha sido: No, gracias. Estamos rodeados de demasiados juguetes tecnológicos, con Internet, los iPod… La gente se equivocó. Yo no traté de prever, sino de prevenir el futuro.” Todo parece indicar que, pese a los grandes méritos de su novela, la literatura no le dio la oportunidad de cumplir con su deseo. Los ciudadanos de su novela trataban de memorizar los libros para no perder su contenido. Hoy, muchos países luchan contra la peligrosa epidemia de la falta de memoria política.
Curiosamente, el título de la famosa novela de Aldous Huxley Un mundo feliz está tomado de una frase de Shakespeare que pertenece a La Tempestad. Publicada en 1932, describe una sociedad que ha logrado generar seres humanos felices por medio del desarrollo de la tecnología reproductiva. La felicidad se derrama como una epidemia a pesar de que, merced a la manipulación genética, la gente nace destinada a integrar una de las cinco castas en que se divide la sociedad y a ser feliz con lo que le ha tocado en suerte. El Estado es el proveedor de una felicidad programada para vivir en una comunidad segura, sin rebelión posible. Los años se cuentan a partir de 1908, en que Henry Ford creó la primera cadena de montaje para fabricar su Ford T. La historia transcurre en el año 632 después de Ford, lo que equivales al año 2540 después de Cristo.
Junto con las dos mencionadas anteriormente, Un mundo feliz integra una trilogía sobre el futuro en que la ciencia y la técnica son los instrumentos de dominio del Estado todopoderoso que ha logrado convertir lo que debía ser excepción en regla. Pero ninguna menciona una pandemia como el coronavirus, en que la verdadera tragedia sería que el Estado estuviera ausente, algo de lo que los argentinos conocemos bastante.
Shakespeare: tragedia sobre tragedia
De vivir hoy, seguramente Shakespeare no se asombraría de la pandemia de coronavirus. Durante su época, la peste bubónica era moneda corriente debido a las ratas que invadían Londres y a la falta de higiene. La viruela y la sífilis también constituían el repertorio de enfermedades corrientes de la época.
Por esta razón, algunas de sus obras fueron escritas en medio de circunstancias críticas causadas por las epidemias. Pero Shakespeare sacó provecho de la cuarentena. Del aislamiento obligado nacieron Rey Lear,Macbeth (consideradas entre las obras más valiosas de su producción) y Antonio y Cleopatra.
Pero es en Romeo y Julieta donde la peste juega un papel decisivo en la trama y desencadena la tragedia de la muerte de ambos.
Como se sabe, Fray Lorenzo, cómplice de los amantes, urde una trama para que estos puedan encontrarse. Julieta tomaría una pócima que la haría parecer muerta y de esta manera se salvaría de casarse con el candidato elegido por sus padres. Mientras tanto, Romeo marcha al destierro. A través de Fray Juan, Fray Lorenzo le envía una carta contándole cuál es su plan. Pero la ciudad de Verona estaba en cuarentena y al mensajero no se le permite llegar a destino. Romeo cree que realmente Julieta ha muerto y se suicida. Lo mismo hará Julieta al despertar y ver a Romeo muerto.
Así escribe Shakespeare el diálogo que revela la causa del equívoco.
Fray Juan: “Yendo en busca de un hermano de nuestra orden que se hallaba en esta ciudad visitando los enfermos para que me acompañara, y al dar con él los celadores de la ciudad, por sospechas de que ambos habíamos estado en una casa donde reinaba la peste, sellaron las puertas y no nos dejaron salir”.
Fray Lorenzo: “¿Quién llevó entonces mi carta a Romeo?”
Fray Juan: “No la pude mandar ni pude hallar mensajero alguno para traerla, tal temor tenían todos a contagiarse”.
Fray Lorenzo: “¡Suerte fatal!”
El nombre científico de la peste bubónica o peste negra es Yersiniapestis. La enfermedad era causada por las pulgas de las ratas.
La reaparición de un clásico
La peste, una novela emblemática de Albert Camus publicada en 1947 ha sido redescubierta y se convirtió nuevamente en un éxito de ventas en Francia.Sin duda, el fenómeno obedece a la conversión del coronavirus en una pandemia que hoy aterroriza al mundo.
La trama se desarrolla en la ciudad argelina de Orán, cuya rutina diaria un día se interrumpe debido a la imparable propagación de una plaga. El primer indicio es la rata muerta que el doctor Bernard Rieux descubre un día al levantarse para comprobar luego que la ciudad está llena de ratas. Muy pronto, los cadáveres de los habitantes comenzarán a multiplicarse en las calles y la situación se saldrá de control.
“Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”, dice el autor en la novela. Y es cierto, sobre todo cuando “la aldea global” vive una situación inédita como es la pandemia de coronavirus, una situación inédita que, sin duda, quedará en la memoria histórica como un punto de inflexión.