En tiempos remotos la Iglesia se preguntó si las mujeres teníamos alma cualquiera sea el significado de esta palabra- colocándose en una gran contradicción, porque si María fue la madre de Dios resultaría difícil de explicar de qué manera una desalmada puedo engendrar ella solita, sin ayuda masculina, al mártir que murió en la cruz para salvar a la humanidad.
Luego o simultáneamente porque la Edad Media es larga y los hechos no son fáciles de localizar con precisión- se nos acusó de tener tratos con el diablo. La razón de tal creencia tenía su origen en la biología femenina: a pesar de sangrar con regularidad, esa pérdida de sangre no nos ocasionaba la muerte. A menos, claro, que fuéramos quemadas en la hoguera acusadas de brujas y tratos con el Maligno. Hemos muerto tantas mujeres en el fuego purificador de la Inquisición como gatos negros.
Sin embargo, hay que reconocer que en ese salvajismo que aparentemente no estaba reñido con las buenas conciencias cristianas, se escondía un miedo inconfesable: el útero tenía poderes, engendraba vida y hasta era capaz de cortar la mayonesa en período en que mucho después la publicidad llamaría esos días.
Definitivamente, la Iglesia tenía serias contradicciones. Si Dios creó todo lo que está sobre la Tierra, incluidos las mujeres y los gatos negros, ¿cómo era posible que en la Creación hubiera una grieta más ancha aun que aquella de la que hablaba el macrismo durante la campaña electoral? De un lado de la grieta estábamos las mujeres, los gatos y los pobres y, del otro, el protomacrismo que, con el tiempo engendraría un presidente que diría que la homosexualidad es una enfermedad, una desviación y que a las mujeres nos gusta que nos digan groserías.
Mientras tanto fueron muchas las mujeres que a través de los siglos, en silencio y hasta quizá sin saberlo, irían preparando el ruidazo de hoy al mediodía. Porque de silencio, ya tuvimos bastante. Del teatro griego al isabelino, por citar sólo un ejemplo, los papeles femeninos los hacían los hombres. Y, como lo demuestran la vida de Santa Teresa de Ávila y de tantas otras mujeres, mostrar signos de inteligencia era un pecado imperdonable.
Hablando del silencio, basta con recordar que fue recién el 23 de septiembre de 1947 que Perón firmó, a instancias de Evita, el derecho que nos otorgaba el voto a las mujeres en todo el territorio nacional.
Tampoco conquistar la palabra escrrita nos fue fácil. La reconocida escritora Luisa Valenzuela dijo recientemente en una entrevista concedida a Télam que existe una genealogía hegemónica, en la cual muy pero muy contadas mujeres tienen lugar, si bien no faltaron nunca grandes nombres en nuestro país. De hecho a fines de los 60 me pidieron una nómina de escritoras en Buenos Aires y pude sumar 35 de alto nivel. Aun así nuestro canon no tiene en cuenta a las escritoras, habiendo hoy tan buenos nombres jóvenes. Si bien perdura un linaje de alta literatura escrita por mujeres, el canon sigue en manos de los hombres a quienes, en todas las áreas, les cuesta mucho compartir laureles.
En la misma entrevista la escritora Fernanda García Lao afirma: Las escritoras del siglo XX fueron catalogadas de excepciones, de locas o improvisadas: suscitaban dudas. Recuerdo un artículo tremendo de Abelardo Castillo, de 1960, refiriéndose a Silvina Ocampo tras la aparición de La Furia y otros cuentos, en la que criticaba su trabajo en estos términos: «Puede ser astuta, pero no articula con exactitud el riguroso mecanismo del cuento (…) Hay, es verdad, una constante tenebrosa, malvadísima, una suerte de frívolo draculismo que se repite en todas las historias, pero la frivolidad no es intensa». Astucia, inexactitud, frivolidad y draculismo. Maneras de calificar a una mujer desde una óptica primitiva y miope. Pero no son los hombres los únicos responsables. Las mujeres sin conciencia abundan.
Es cierto lo que dice García Lao, las mujeres sin conciencia abundan. Es que como suele decirse del lenguaje, inevitablemente somos pensados y pensadas por el machismo. Hay que hacer un esfuerzo de reflexión muy grande para despegarse de aquello que mamamos desde la cuna y que se evidencia en todos los niveles, desde la política hasta las más pequeñas observaciones sobre el lenguaje. Recuerdo que en un taller literario un hombre le decía a una mujer que no usara narradores masculinos porque se notaba que quien escribía era mujer por el uso de diminutivos. Sería hora de avisarle al magnífico escritor de Bahía Blanca Mario Ortiz que dice florcita, por ejemplo, y construyendo textos maravillosos demuestra que ni lo pequeño ni lo tierno pertenecen exclusivamente al mundo femenino.
Se me perdonará la inclusión de un ejemplo personal, pero viene tan al caso que sería un desperdicio no citarlo. Mi bisabuelo, Paulino Rodríguez Ocón, fue uno de los primeros periodistas de la ciudad de Azul. Por aquella época se lo considera un liberal no en el sentido que tiene actualmente, sino en el sentido de librepensador, de un hombre de avanzada para su época. Sin embargo escribió un texto que en su tiempo debe de haberse leído de una manera muy distinta de la que se lo lee hoy. Decía mi bisabuelo : «… eduquemos la mujer para madre de familia, démosle educación, pero mantengámosla en el hogar, no la arrojemos al caos abriendo las puertas del mundo a su debilidad, porque entonces nosotros mismos seríamos los criminales que atentáramos contra la moral, el orden y la estabilidad de la familia humana. Las leyes humanas no son para la mujer un catálogo de continuas tiranías, no; ellas tratan de establecer como base el orden, como templo el hogar, como religión la familia, sin cuyos principios se hace imposible la constitución de la familia misma…» «Cuántas veces nos dejamos llevar por las impresiones del momento y obramos bajo la pasión de un pensamiento traidor y cuando reaccionamos sentimos las torturas del arrepentimiento.» «Cuál sería el fin de las naciones si abriésemos las puertas del mundo a la mujer y la dejásemos llegar al doctorado, a la tribuna y a todas partes como llega el hombre. Ya lo he dicho: se cerrarían las puertas del hogar y se suprimiría la familia… Hagamos de la mujer el objeto de nuestros cuidados y no un marimacho que pretenda recordarnos nuestros deberes, olvidando los suyos propios…»
Afortunadamente, su hija, mi abuela Paulina, no se adaptó a las ideas de su padre. Trabajó toda la vida como maestra y directora de escuela, ganando su propio dinero para parar la olla. Afrontó con dignidad los efectos de una bomba que le pusieron a mi primo integrantes de la Triple A y que no la mató de casualidad. Y cuando fueron a buscarlo a su casa las siniestras «fuerzas del orden» le hizo bajar los ojos a uno de ellos. Había sido su alumno, lo reconoció y le dijo Yo no te enseñé esto. ¿No te da vergüenza hacer lo que estás haciendo? Además, enfrentó al resto y se ofreció ella para ir en lugar de mi primo al lugar que lo llevarían, que no quedaba muy claro cuál sería.
Era una de esas mujeres de la estirpe de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Estoy segura de que hoy hubiera hecho paro y se hubiera sumado al ruidazo y eso me hace sentir orgullosa. Remedando el título cursi de una vieja novela televisiva podría decirse que la valentía tiene cara de mujer.