En 1949 George Orwell publicaba 1984, un libro destinado a pasar a la historia de la literatura. En él describía un Estado autoritario cuyos ciudadanos estaban atrapados por el poder omnipresente del Gran Hermano. La tortura física y psicológica eran los métodos para anular cualquier disidencia. Sergio Olguín acaba de publicar 1982. El título alude a un año clave en la vida de la Argentina, el de la Guerra de Malvinas, una aventura política que alentó el triunfalismo patriotero y culminó en una derrota que constituyó el principio del fin del gobierno militar.
A diferencia de la novela de Orwell, la de Olguín no habla de un hipotético futuro, sino de un pasado reciente. Resulta evidente, sin embargo, que la historia que narra tiene un trasfondo orwelliano. También 1982 muestra de qué forma los acontecimientos históricos condicionan la vida privada colándose entre los pliegues más profundos de la intimidad.
Como la Fedra de Racine enamorada de Hipólito, Fátima, casada con un militar, se enamora de su hijastro. La diferencia es que su amor será correspondido y esa correspondencia será la que desate la tragedia.
-¿Qué relación tiene 1982 con la situación política actual?
-Indudablemente el tema de la dictadura militar se mantiene siempre vigente, aún más que el de Malvinas. No es un hecho histórico que quedó en el pasado, sino que conserva su actualidad. Después de muchos años de pensar que había un consenso alrededor de lo que fue la dictadura, hoy nos damos cuentas de que no es así. Hay una parte de la sociedad, que uno espera que sea minoritaria, que la reivindica parcial o totalmente o disminuye la responsabilidad de la dictadura en todo lo que pasó, los robos, las torturas, las desapariciones y las muertes.
-¿Te planteaste la novela como una forma de lectura de la historia argentina reciente?
-En realidad la plantee como el pago de una deuda que tenía con ciertas obsesiones e intereses míos a la hora de escribir: siempre me interesó saber qué es lo que le pasa a la gente en la intimidad. Siempre me pregunté cómo sería la intimidad de un militar, por ejemplo de un oficial de alto rango en la época de la dictadura, cómo sería su vida cotidiana, sus relaciones de pareja, sus relaciones como padre y como hijo. Más aún en el caso de una familia de tradición militar como la que aparece en mi novela, porque eso significa haber participado activamente en la historia del país, en los golpes de Estado, en diversos hechos de violencia. Quería indagar sin caer en la imagen estereotipada del torturador que luego de torturar va a su casa a acariciar a su hija ni en la del personaje que se mantiene siniestro todo el tiempo. Además, que se hiciera cargo de lo que significaba ser un militar durante la época de la dictadura. En realidad no hay muchas variantes de cómo se es un torturador, de cómo se es un violento. A la hora de pintar el personaje de Augusto, mi intención, como dije, fue evitar el lugar común sin hacerme el tonto respecto de que estaba poniendo en escena un personaje que tiene que ver con lo más oscuro de la historia argentina reciente.
-¿No había un interés metafórico en la narración de la historia?
-No, yo quería contar una historia personal, íntima y única. Lo que sucede es que al abordar un tema tan fuerte y significativo, los personajes terminan convirtiéndose en metafóricos. Mucho después de haber escrito la novela me di cuenta de que la empleada doméstica, Blanca, representa a esa sociedad civil cómplice de los militares. Ella quería que esa familia que consideraba propia no se rompiera y si para que sucediera eso tenían que romperse las personas, le parecía un mal menor. Siempre hay sectores que hacen la vista gorda, como ocurrió en la Alemania nazi. La Gestapo que controlaba a la población civil estaba integrada por un reducido número de personas. No era necesario un gran cuerpo de policías o militares porque la propia sociedad se autovigilaba. Lo de Fátima, la mujer de Augusto, me parece que es otra cosa, una reacción más individual que se vincula con el título de la novela.
-¿Por qué?
-El título hace referencia al año en que transcurre la historia, pero también a 1984 de Orwell, a los protagonistas de su historia que viven un amor que va más allá de los controles del Estado pero que terminan vencidos por ese control.
-La marca fundamental del personaje de Fátima es el silencio.
-Sí, lo que le sucede a ella es lo que les sucede a las víctimas después de un período autoritario: pierden la voz, pierden la posibilidad de decir acá estoy. Los sectores que hoy intentan disminuir la cantidad de desaparecidos que hubo en el país no toman en cuenta que las voces de las víctimas muchas veces se pierden. Muchas de las víctimas no aparecen en el Nunca Más, no aparecen registradas en ningún lado que no sea su propia intimidad. Cuando se habla de 30.000 desaparecidos se habla de una parte de la sociedad que ha sido silenciada. Fátima pertenece a los silenciados.
-¿Cuál era el material con el que contabas a la hora de sentarte a escribir la novela, que sabías de ella?
-Generalmente tengo un comienzo, un final, un personaje, un par de situaciones y no mucho más. Con esta novela ocurrió algo muy distinto: el día que me senté a escribirla lo tenía todo. Sabía cómo empezaba, lo que ocurría en el medio, cómo terminaba, cuándo se incorporaban los personajes secundarios y cómo iba a reaccionar cada uno de ellos. A mí me resultó muy gratificante porque no tenía la tensión que se establece cuando uno no sabe muy bien por dónde va la trama, que es lo que me sucedió en casi todas las demás novelas. Muchas veces la escritura es una manera de saber qué está pasando en la historia, qué les ocurre a los personajes. En este caso, saberlo de antemano me facilitó las cosas y por eso la escritura fue muy tranquila, muy disfrutada. Yo les había tomado mucho cariño a algunos de mis personajes, a Pedro, a Fátima, a Julia, a Luna y cuando me acercaba al final no quería separarme de ellos. Fui estirando el momento de poner el punto final a la historia, cosa que no suele ocurrirme.
-¿Los capítulos los escribiste en el orden mismo en que aparecen?
-Sí, y además podía prever que si seguía escribiendo a un ritmo determinado en una semana iba a aparecer el personaje de Luna, por ejemplo.
-¿Cuánto tiempo pasó entre la escritura que hiciste en tu interior y la escritura sobre el papel?
-Es raro lo que pasó con esta historia. En el año 87 leí Fedra de Racine y había quedado fascinado. El largo monólogo de Hipólito lo releí montones de veces. Cuando alrededor del 89 empiezo a armar en mi cabeza la idea de un libro con cuentos de la mitología griega o de historias griegas, se produce como resultado mi primer libro que se llama Las griegas. Tuve la intención de hacer una adaptación de Fedra y no pude, tampoco logré hacerla en una obra de teatro. Si trasladaba el personaje de Teseo a la actualidad, ¿qué era? Pensé en un policía y en un militar hasta que me di cuenta de que era un militar que había estado en la Guerra de Malvinas. Cuando descubrí eso, hace un par de años, decidí que cuando terminara con la tercera novela de Verónica Rosenthal, No hay amores felices, me iba a poner a escribir esta historia que ya estaba dando vueltas. La primera versión me llevó unos cuatro meses y luego comenzó el proceso de edición, de corrección y cambios.
-La escribiste en poco tiempo.
-Sí, en general soy bastante rápido cuando escribo novelas porque quiero saber cómo terminan y la única forma de saberlo es tener una primera versión. En un momento dado me pareció que a 1982 le faltaban capítulos sobre la historia de Julia y la infancia de Luna. Después me di cuenta de que esa era una necesidad mía de estar con esos personajes, no de la novela. Escribí varios capítulos que luego no incluí porque no tenían sentido para la historia que yo quería contar.
-La tragedia de 1982 se da cuando lo íntimo se cruza con lo histórico.
-Sí, pero nos cuesta darnos cuenta de que formamos parte de la historia. En general, ocurre cuando se da un episodio muy importante como la Guerra de Malvinas. Yo tenía quince años. A veces sucede que la historia nos pasa por encima, que los problemas del país se meten en nuestra casa y eso repercute en nuestras vidas. Creer que eso no va repercutir en el dormitorio de una pareja es muy inocente.
-Un freudiano te diría que en la novela también aparece el incesto, aunque Fátima no sea la madre biológica de Pedro es la mujer de su padre y la que lo crió cuando se casó con él.
-Sí, claro. Por eso al principio Fátima vive eso con mucha culpa y con una negación que hubiera podido durar toda la vida si Pedro no hubiera tomado la iniciativa. Lo que no me gustaba de las versiones de Fedra era justamente que Hipólito fuera el casto. Me parecía que era una mirada negativa hacia la mujer que era la que desencadenaba la tragedia, la que enloquece. Yo quería que pudieran vivir un amor absoluto, loco, apasionado. Un amor que hubiera suscripto el abuelo materno de Pedro que había tocado con músicos brasileños.
-Lo mencionas a Oscar Alemán, un personaje muy olvidado y un músico extraordinario.
-En realidad el personaje del abuelo materno está inspirado en él. El recorrido que se cuenta del abuelo es el recorrido de Oscar Alemán. Uno lo veía en Feliz Domingo. Se ponía la guitarra en la espalda para tocar, como si eso fuera la importante cuando era un músico genial tocando en circunstancias normales. En Pedro, que estudia Letras, hay un ADN de esta bohemia de los músicos.
-Lo nombrás mucho a Spinetta. ¿Es una preferencia tuya o del personaje?
-Del personaje. Yo escuché muy poco a Spinetta. Siempre lo seguí a Charly García. Me gustó la vertiente más rudimentaria del rock argentino como Pappo, me gustaba Riff. Pero Pedro tenía que ser spinetteano, no podía trasladarle mis preferencias musicales. Los artistas generan mapas culturales y el de Spinetta está muy vinculado con el surrealismo, con las revistas subte, los fanzines de fines de los 70 y principio de los 80.
-¿Cómo viviste vos la guerra a los 15 años?
-A mí me abrieron la cabeza respecto de Malvinas los artículos de Jorge Sábato en Humor. No podía entender por qué los de Humor no estaban contentos como los demás medios. Yo participaba del clima triunfalista. Es más, te voy a confesar algo terrible que nunca confesé en la vida: tenía un autógrafo de Nicanor Costa Méndez. Mi viejo trabajaba en el Claridge, fue Costa Méndez a comer y le pidió un autógrafo para mí. A Dios Gracias, lo perdí muy pronto. «