«Si escribo de viajes y escritura, debería poder hacerlo sobre una de las experiencias más particulares que transité. Si puedo escribir es porque se vuelve materia de ficción, se aleja y se puede manipular. Son imágenes y situaciones que le suceden a un personaje que ya no me pertenece». Así comienza Diario inconsciente (Bosque Energético), del escritor, dramaturgo y director de cine Santiago Loza. Se trata de un texto que no es exactamente un diario o quizá sea un diario retrospectivo y fragmentario de un episodio que vivió en su juventud.
«Cuando tenía veinte años y me volví loco –dice– tenía piedras en los bolsillos». Escribir sobre aquello que a falta de una definición mejor suele llamarse «locura» constituye un desafío en sí mismo. ¿De qué manera ponerle palabras al mutismo que supone romper de pronto los lazos con la realidad? ¿Cómo contar lo que no se puede entender?
Hizo falta que pasaran muchos años, mucha vida y mucha escritura para que Loza pudiera rondar con la palabra, acercarse, tratar de rodear un hecho que es imposible aprehender.
«La locura insume una energía que deja el cuerpo exhausto. Pasaron veinticinco años y todavía estoy cansado», consigna en ese diario. Pero, a pesar del cansancio, ya no es aquel que fue, ese chico que juntaba piedras y las guardaba en los bolsillos. Aquel es solo una de las muchas personas distintas que se es a lo largo de la vida, es un otro lejano que habita en un rincón de la memoria y sigue lanzando al presente preguntas que no tienen respuesta. Es alguien que solo puede narrarse de manera fragmentaria a través de los recursos de la ficción.
–¿Cómo fue la escritura de Diario inconsciente?
–Comencé a escribir el texto y fui muy acompañado en ese proceso por Andrés Gallina y Eugenia Pérez Tomas que armaron la editorial donde salió, que es Bosque Energético. El texto partía de ciertos recuerdos, pero la manera de abordarlos era distorsionarlos o hacer alguna operación en términos de lenguaje o de ficción. Había que darle alguna forma a esos recuerdos. Empecé a armar el texto con el acompañamiento de Andrés. Él confiaba en que ahí había algo parecido a un libro porque, en realidad, lo que aparecía como escritura tenía algo del mecanismo de la memoria, era un poco desarticulado, abierto o aparecía la escritura como una necesidad de concluir o cerrar cierta zona del relato. El trabajo de Andrés consistió en airear el texto, en quitarle esa necesidad conclusiva que yo tenía por momentos al escribir.
–¿El texto es un intento de ponerle voz a algo que no la tiene?
–Sí, yo traté de narrar algo que, en realidad, es inenarrable. En este sentido, para mí lo que hace la escritura es una suerte de rodeo, de acercamiento, de ponerse al borde. Hay algo de reconstrucción y de invención, sabiendo muy bien que aquello de lo que hablo no se puede escribir. El libro toca algo de la locura y la locura no tiene lenguaje. Entonces el concepto de ficción asoma a algo que no sé si llamar pudor o distancia. Me parece que el material daba cuenta suficiente de una experiencia que armaba una especie de relato o de «novelita pudorosa». Tenía ciertos momentos de distancia. Sabía que había una zona ahuecada, un espacio vacío donde está lo inenarrable.
–¿Escribir fue una forma de comprender o de poner en pasado los hechos?
–Hay algo de la escritura que a mí me sirve para ordenarme. Me refiero a cualquier tipo de escritura. En este caso, sentía una necesidad de contar lo que pasó en ese texto para no tener que contarlo más. Siempre hubo en lo que toca el libro algo que fue como camuflado en obras de teatro, en narrativa, en una película. Siempre estuvo de manera indirecta. Me pareció un acto higiénico contarlo para no tener que volver a narrar, para no tener que nombrarlo más. Quizá era una ilusión medio vana. Me pregunté ¿habrá escritura en eso? ¿Habrá algo que valga la pena? ¿Habrá algo de ser testigo de una situación?
–¿De dar testimonio de lo que te pasó?
–No sé si de dar testimonio porque no creo que sea un libro de autoayuda, ni un libro clínico. Me interesaba el modo en que esa experiencia repercute en la escritura, porque finalmente lo que me interesa es eso, la escritura. Soy un poco caótico para vivir y cuando escribo un libro o hago una película, tengo la sensación de que armo una carpeta, de que algo se concreta en un objeto ajeno a mi persona, algo que está afuera de mí, que está fuera de mi alcance. Para mí hubo algo de eso en la escritura de este libro. Fui muy acompañado en la escritura. Andrés y Eugenia vieron un libro donde yo no lo veía. Me pareció bonito el objeto, me pareció alegre aunque tenía que ver con una experiencia que en su momento no se relacionaba con la alegría. Fue escribir sobre la juventud y nunca fue fácil ser joven. El libro fue el momento de mirar mi juventud y la de otras personas.
–¿El haber escrito este libro cambia tu relación con ese episodio de juventud?
–No, creo que no. No lo cambia porque eso sucedió y sigue estando. Quizá me contradigo. En algún momento me pareció que me podía incomodar, pero ahora me doy cuenta de que no me incomoda, que ya no soy ese que está narrado ahí. Quizá lo que cambia es que algo se pudo transformar en literatura. No sé si cambia la relación o cambia la distancia. Siento que eso que cuento está aún más separado. Los últimos días tuve que leerlo en voz alta y siento que no pasó nada, que no hay ningún daño ahí, que hay escritura, que hay casi una ficción.
–Creo que es imposible contar algo sin convertirlo en ficción. ¿Eso fue lo que hiciste, convertir ese hecho en ficción?
–Estoy de acuerdo con lo que decís. Es imposible no armar una ficción porque no se sabe cómo fueron las cosas. El recuerdo, la memoria arman una ficción. Cuando narramos algo hacemos ficción. Para mí era la única forma de hacerlo, porque el hecho que toco tiene que ver con un estallido o una pérdida de la conciencia, como lo quieras llamar. Es algo que no se puede entender porque es también una pérdida del entendimiento. Leo el libro, lo atravieso, lo aprecio y creo que tiene algo de pequeña novelita o de diario falso que trata de encontrar una verdad. La ficción busca, precisamente, una falsedad o un artificio que, en el mejor de los casos, da con ciertas verdades.
–¿Lo que te pasó permanece en vos como enigma?
–Sí, permanece como enigma. Muchas veces traté de buscar sus causas, su origen, pero es algo que uno nunca consigue entender del todo. Traté de entender para dejar de preguntar de manera tan insistente. Pero se convive con eso como muchas personas conviven con sus misterios.
–En algún momento decís que, de pronto, un día, literalmente, «volviste» de ese estado de estallido o de pérdida del entendimiento. ¿Qué relación hay entre la experiencia que viviste con un viaje?
–No lo sé, pero se me ocurre ahora que quizá tenga que ver con el hecho de que en los viajes algo se modifica y nadie vuelve igual, que hay una mutación. Creo que sí, que algo de los hechos que narro tuvo que ver con un viaje. Es como si se abandonara algo de la juventud, o como si se produjera un conocimiento de ciertas zonas de lo doloroso. Es también un aprendizaje porque uno comprende que hay una posibilidad de que ocurran estos hechos. Como en cualquier viaje, cuando uno atraviesa ese camino, en el mejor de los casos, va encontrando compañía. En ese deambular, y eso es algo que cuento en el libro, hubo compañías que me sostuvieron, se produjeron encuentros raros.
–Decís que en todo viaje se produce una mutación. ¿Qué crees que se modificó de vos en ese viaje?
–Lo que noto en lo cotidiano es un mayor cuidado de la salud, tengo una mayor disciplina. En lo creativo, creo que empezó a teñir todo lo que hago, lo que escribo, lo que filmo tiene un borde vinculado a algo que no sé si llamar misterio, espiritualidad… En lo que hago hay una zona que se toca con lo inconsciente, si se puede llamar así, con algo que no es del todo racional.
–En general, en la sociedad hay un prejuicio respecto de la «locura», como si fuera un viaje sin regreso, algo estructural, algo que siempre le pasa a los otros. ¿Sentiste algún temor respecto de lo que podía generar un libro de gran exposición personal?
–Sentí un poco de temor respecto de lo que podía pasar cuando el libro saliera, aunque Andrés y Eugenia decían que tenía un valor más allá de que se mostrara la locura, que iba más allá de eso. Como decís, creo que hay algo de exposición y creo que en lo social hay algo mentiroso cuando se habla de la locura, aunque esté más cerca de lo que mucha gente piensa. No se lo habla. En mi caso no sé si decir que hubo algo superador porque no creo en esos discursos, pero hubo algo que sostuve y que me permitió tener una vida más plena después de esa situación. Entonces me pareció que si tengo la capacidad para escribir, lo tenía que hacer. No hablo de superación porque no creo que algo se supere, pero sí supongo que en determinada condición, que tampoco fue tan grande, algo de la vida se impone. No hablo como un especialista, hablo de esa experiencia y de la experiencia de escribir, que es lo que conozco. El libro surgió casi a partir de Andrés y Eugenia, pero siempre pensé en escribir sobre lo que me había pasado, en hasta dónde contar, en hasta dónde camuflarlo.
–Además del prejuicio social de que se «es» o no se es loco, como si una ruptura con la realidad no pudiera pasarle a cualquiera alguna vez, existe el mito romántico de la locura como un estímulo de la creación avalado por figuras como Van Gogh, Artaud, Fijman y tantas otras.
–Sí, algo de eso menciono en el libro. Esa romantización de la locura es como cuando se habla del alcohol o de otras sustancias. Pero la locura erosiona lo creativo, no es un estado que genere creación, sino todo lo contrario. Creo que pude escribir, precisamente, porque estoy muy lejos de ese estado. Lo de la locura y la creación se parece a los mitos que se arman con los suicidas o esa idea un poco cristiana de que el dolor sirve y purifica. Yo creo que no, que no sirve. A mí la locura me interesa en términos de poder salir de eso, me interesa el camino de reconstrucción porque no es una zona que genera lo creativo, sino que lo destruye.
–Todos tenemos una tendencia nominalista. Creemos que encontrándole un nombre a lo que no comprendemos lo desactivamos, le quitamos peligrosidad. Quizá en tu entorno, en la gente que te quiere o en vos mismo pudo haberse dado esa necesidad de ponerle nombre a lo que te pasó. ¿Fue así?
–Sí, tal cual, existió la necesidad de ponerle un nombre para que deje de ser algo que está naciendo permanentemente y que tiene peligrosidad. Eso, en lo social y en lo vincular te asigna un rol, un rol de enfermo o de tal o cual cosa y en eso quizá también hay algo tranquilizador. Pero hoy no me siento parte de lo que cuento, no soy eso. Es algo que le sucedió a alguien joven. Uno, una, une puede ser varias cosas en la vida. A mí no me define esa experiencia o no es sólo eso lo que me define. Me definen muchas cosas, entre otras, eso que quizá no nombré tanto porque no lo puedo descifrar, eso que no sé qué fue.
Cómo nombrar lo inquietante
–Cuando antes de escribir Diario inconsciente le contabas a alguien ese episodio de tu juventud, ¿qué nombre le dabas?
–Lo que decía era que tuve brotes de joven. No lo contaba siempre, lo contaba cada tanto. En el libro no hablo de brotes, sino de episodios. En un reportaje que me hicieron acerca de una película antes de la publicación de este diario lo mencioné al pasar y quisieron que lo que mencione vaya en el título y eso me puso súper incomodó porque sentí que podía ser algo estigmatizante. Comencé a nombrarlo menos hasta que me pregunté por qué andar con rodeos y no salir del closet con eso.
–¿Y qué respuestas tuviste a partir de la publicación del libro?
–Desde que salió siento que todo lo que he recibido ha sido grato. Han sido respuestas amorosas, cariñosas. En este tiempo se habla más de estas cosas porque mucha gente quedó dañada por el encierro de la pandemia, pero no se habla de locura, sino de salud mental que es una expresión políticamente correcta. Creo que hay curiosidad y miedo sobre este tema.
La juventud, un falso paraíso
–En un momento dijiste, en relación con los episodios que viviste en tu juventud, que no es fácil ser joven. Sin embargo, socialmente la juventud es considerada como una edad dorada. ¿Qué es para vos lo difícil de ser joven que no entra dentro del imaginario social?
–Todo: cómo una persona joven comienza a vincularse, el mundo que comienza a abrirse para él y que, sobre todo hoy, es un desastre. Creo que ser joven en este momento es aún más difícil que cuando yo tuve veinte años. Además de vincularse amorosamente, afectivamente que es súper complejo, frente al espanto que se ha hecho del mundo, frente a la catástrofe climática, cómo se puede ser joven y creer que vas a tener una buena vida, que vas a tener un buen futuro. Creo que son muy pocos los y las jóvenes que pueden pensar en un futuro grato. Ser joven es el primer despertar a lo adverso. Cuando ya no se tiene la protección tan fuerte de los padres, se comienza a ver lo complicado que es el mundo. Por supuesto, la juventud también es un momento de descubrimiento, de vitalidad, hay sensualidad, en el mejor de los casos aparece la vocación… Pero todo lo que se opone a ese momento de descubrimiento también es muy fuerte.