«No creo que sea muy exagerado decir que, tarde o temprano, a todos los escritores les llega la hora de explicar dónde, cómo, cuándo o por qué llegaron a serlo. (…) Es un curioso rito contemporáneo, sin el cual el oficio de escribir, tanto para el propio escritor como para los lectores o para los meros turistas de la literatura, daría una impresión de incompletitud.» Así comienza La partida fantasma. Apuntes sobre la vocación literaria del escritor chileno Leonardo Sanhueza (Temuco, 1974). El libro integra la colección Escribir de Ediciones DocumentA/Escénicas.
Tímido, amable y de aire solitario, el escritor chileno no sólo parece huir del mito de origen de la vocación literaria, sino también de todos los ritos relacionados con la promoción del autor, desde la fotografía a la entrevista. No posa de escritor y resulta evidente que no tiene ningún interés en sumarse al star system del mundo de la literatura. Más bien parece avergonzado de romper el silencio que parece seguirlo a todas partes como un perro fiel.
Quizá porque ama el silencio, no sólo es escritor, sino también geólogo. Le gustan las milenarias historias silentes que le cuentan las piedras tanto como detesta que le pregunten de qué modo concilia la vocación literaria con la científica.
Todas estas particularidades contrarias a la idea de la fama no impidieron, sin embargo, que sea reconocido como poeta ni que haya sido premiado en Chile, México y Chile. La obra misma que vino a presentar a la Argentina, La partida fantasma, resultó ganadora del 1° Concurso Nacional de Proyectos Editoriales del Fondo Nacional de las Artes.
Juan Forn le dedicó a Sanhuesa una hermosa contratapa en Página 12. Entre muchas otras cosas dice que es un hombre «oblicuo» con «cara de hacha» y que alguna vez fue bajista en una banda de grunge. Esto último, según el propio Sanhueza, no es cierto, pero se non ê vero è ben trovato.
–Sé que hay dos preguntas que no debo hacerte: cuándo y cómo nació tu vocación literaria y de qué forma la conciliás con tu costado científico (risas). La idea de que inexorablemente, en algún momento de su vida, el escritor siente el llamado de la vocación se gestó en un momento preciso de la historia, según explicás en el libro. ¿Cuándo y cómo fue?
–Ese problema tiene muchos aspectos. En el libro traté de observar algunos de ellos que coinciden con el Romanticismo y con la Revolución Industrial. Estos dos aspectos cambiaron la manera de vivir de los escritores. Antes de eso, el oficio de escribir no era cuestionado, pero a partir del siglo XIX los escritores dejaron de depender de la Iglesia, de las cortes de la universidad, y quedaron un poco huérfanos. A partir de eso nació la necesidad de justificar el oficio de escribir. De ahí en adelante, casi todos los escritores han elaborado una historia que justifica su presencia en el mundo de los oficios.
–¿Esto es privativo de los escritores?
–Nunca he visto un médico que se pregunte por su vocación de médico. Si lo hace es desde el otro sentido de la palabra vocación, que es el de la pasión y la fuerza con que se realiza un oficio. Un periodista puede decir que tiene vocación, pero eso es otra cosa. En los escritores la vocación es entendida como una coherencia en sus vidas que sienten a muy temprana edad. He leído miles de entrevistas en que los escritores dicen que soñaron con serlo desde los tres o cuatro años. Eso es de una falsedad tremenda.
–A esa edad quieren ser bombero, policía, médico…
–Sí y aún en el caso de que un niño manifieste el deseo de ser escritor, médico, militar o zapatero lo que desea es otra cosa, porque no sabe en qué consisten esos trabajos. Lo que desea es lo que él se imagina que son. Incluso los niños que tienen habilidad literaria, la toman como un juego que nada tiene que ver con el deseo de ser escritores. La idea de la vocación literaria es una idea tirada de las mechas, un disparate.
–Pero es una idea muy generalizada.
–Sí, en las entrevistas a todos los escritores les preguntan cómo llegaron a serlo, cuándo nació la idea de serlo. Nunca le preguntan eso a un mecánico de automóviles.
–Pero sí se lo preguntan, por ejemplo, a un artista plástico.
–La diferencia es que el artista plástico no utiliza el lenguaje plástico para responder, pero el escritor contesta con su propia herramienta de trabajo, que es la palabra. Eso produce un círculo vicioso y virtuoso a la vez. Sobre todo en la segunda mitad del siglo XX hay escritores que se han pasado la vida explicando su vocación y puede darse el caso de que desarrollen su obra literaria basados en su historia vocacional. El Romanticismo es una rebelión contra la idea de la Razón y muchos autores contemporáneos han quedado con un pie en cada bote tratando de explicar, por un lado, su vocación desde lo racional y, por otro, desde lo irracional, dándole a esa explicación un sentido sobrenatural, de llamado espiritual, de fuerzas metafísicas que condicionan su oficio. Eso se da, sobre todo, en los poetas, que generalmente creen que la poesía no es parte del sistema literario, sino que tiene una dimensión extra que los lleva a cuestiones metafísicas.
–¿Es por eso que alguien se dice que es poeta y escritor como si fueran dos cosas distintas?
–Claro, me da risa, pero a mí me presentan muchas veces así, dicen que soy escritor y poeta, como si fueran dos cosas distintas. Es distinto cuando dicen narrador, ensayista, poeta porque en ese caso dan cuenta de las cosas a las cuales uno se dedica. Pero hablar de escritor y poeta da cuenta de esa creencia, de esa superstición de que hay formas literarias que están conectadas con una esfera no literaria e incluso no intelectual, de algo inexplicable que proviene de una inspiración cuya naturaleza nadie sabe bien cuál es. Todo eso viene del Romanticismo. Antes de eso ni siquiera los poetas místicos atribuían carácter divino a su inspiración porque la inspiración misma era el conducto para llegar a Dios. El oficio de escribir como tal no tenía nada que ver con eso. Luego, hasta la precisión estilística de Flaubert se transformó en algo supersticioso. En escritores que hablaron del yo antes del siglo XIX como Montaigne, Rousseau y hasta los místicos griegos hablan de sí mismos y hablan de su oficio, pero eso siempre está condicionado a una relación comunitaria, el poeta ejerce como sacerdote para realizar mejor su oficio, no porque esté comunicado con una realidad metafísica, con una realidad divina.
–Usted cita el caso de Daniel Defoe para dar cuenta de cómo se consideraba el oficio de escritor en otras épocas.
–Sí, Defoe es llamado «el padre de la novela inglesa». Era escritor, pero también era comerciante, político, agente de inteligencia, un adelantado de lo que ahora se llama periodismo narrativo. Tenía su oficio de escritor en el mismo nivel que un negocio de venta de calcetines. T. S. Eliot, por su parte, fue funcionario bancario. Auden les aconsejaba a los poetas que se consiguieran un buen trabajo. Horacio instaba a los poetas a que fueran al mercado a ver cómo estaban las legumbres. César Vallejo decía que los poetas que no sabían cómo se raja un leño no tenían mucho para decir. Cuando un escritor hace otra actividad además de escribir, esta puede servirle para estar en contacto con la realidad. Borges, que vivía en un mundo literario rodeado de libros, tenía una doble vida dentro de su biblioteca porque el mundo libresco contiene muchos mundos a la vez. No creo mucho en los escritores de tiempo completo.
–¿Existen diversos patrones respecto del mito de la vocación literaria en la niñez temprana?
–Hay diferentes modelos de infancia, distintos modelos de niñez asociados a la búsqueda temprana de la literatura. Romain Gary y Vicente Huidobro son representantes muy claros de niños que son llevados de la mano por sus madres a la grandeza literaria. Son niños que son frutos de sus madres que veían en ellos unos titanes, unos príncipes merecedores de un destino extraordinario. A la par están los niños antiedípicos como Rimbaud y Rubén Darío, que son todo lo contrario de los primeros. Ellos se plantean una autonomía casi inverosímil. Son niños que encuentran una oportunidad en el manejo de las palabras para llevar a cabo un acto de rebeldía. Rimbaud se rebela contra su propia familia, contra la historia de su país. Darío encuentra la forma de dar un gran brinco. El caso de George Perec es el caso del niño huérfano que vive entre algodones, cuidado y protegido para que no lo vayan a matar. Él encuentra un refugio en las letras, en el acto físico de escribir.
–Ya de partida debió cambiar algunas letras de su apellido para disimilar su condición de judío y preservarse de los nazis.
–El hecho de vivir con otro nombre que no era el de nacimiento configura una nueva relación con el lenguaje: el lenguaje como tabla de salvación, como salvavidas ante una realidad espantosa. El lenguaje no es su madre, sino su nodriza.
–¿Es cierto que fuiste a la casa de Nicanor Parra y en vez de entrar a hablar con él te pusiste a estudiar las piedras de ese lugar?
–Sí, hice mi tesis de Geología sobre las rocas que están en ese lugar que se llama La Punta del Lacho. En Chile el lacho es el mujeriego, pero también es el amante de una mujer. Fui hasta allí para ver cuál era la edad de esas rocas, con qué temperatura se habían formado.
–¿Y cuál era la relación entre tu estudio y Parra?
–No lo sé. Quizá fuera algo gratuito. Pero me gustaba saber qué había debajo de Nicanor Parra. «