Al comienzo de la lista de los escritores argentinos que cargan con el estigma de ser despreciados por muchos de sus colegas se encuentra el nombre de Roberto Arlt. Curiosamente también ocupa uno de los primeros lugares en la lista opuesta, la de los mejores autores de la literatura argentina en la opinión de otros escritores, no menos prestigiosos e importantes que aquellos que subestiman su importancia. En el medio está su obra, urdida en la frontera entre la literatura y el periodismo, los dos avatares del oficio de la escritura que Arlt abrazó en sus casi 42 años de vida.
Roberto Arlt murió el 26 de julio de 1942 a causa de un paro cardíaco que lo sorprendió en su casa, donde se encontraba después de haber concurrido a un ensayo en el Teatro del Pueblo. Ese día nadie era consciente de que se iba uno de los nombres fundamentales del arte de escritura. Lo prueban los titulares de los diarios del día después. Según consta en el artículo “El día que murió Roberto Arlt”, firmado por el escritor Fernando Sorrentino, para diarios con miradas políticas opuestas, como el socialista La Vanguardia o el conservador La Prensa, la noticia de su muerte apenas mereció un anuncio breve. En ambos casos se trata nomás de una escueta nota
biográfica a la que se completa con la mención de sus obras más reconocidas. La Nación por su parte no va mucho más allá, aunque tiene el valor de mencionar “el aire renovador” de algunos de sus trabajos, en especial su novela más famosa, El juguete rabioso.
Quienes sí lo despidieron de un modo más emotivo en su edición del 27 de julio de 1942 fueron sus compañeros de la redacción del diario El Mundo, donde Arlt publicaba diariamente desde hacía 14 años sus populares «Aguafuertes porteñas», un hito de la crónica periodística argentina. “Falleció ayer nuestro compañero Roberto Arlt”, es el elocuente título de la necrológica, en cuyo texto se destaca el trabajo de Arlt, se recuerda que escribió su segunda novela, Los siete locos, en los momentos ociosos que tenía en la redacción y se deja bien claro el sentimiento de pérdida que sienten sus compañeros. Como se ha dicho, ninguno de los diarios, ni siquiera El Mundo, se atreve a afirmar que Arlt sea uno de los grandes nombres de la literatura argentina.
Roberto Godofredo Christophesen Arlt era hijo de inmigrantes (su padre era polaco y su madre tirolesa) y nunca finalizó siquiera su educación primaria, instancia en la que no llegó siquiera al tercer grado. De ahí que hasta el día de su muerte escribiera con notorias faltas de ortografía, detalle que sus detractores utilizan para descalificarlo como autor y menospreciar su trabajo. Antes de ser periodista, oficio que abrazó de forma vocacional, Arlt desempeñó todo tipo de labores, desde hojalatero y mecánico a librero y viajante de comercio. Privado de la educación formal, su formación se dio en términos autodidácticos, asistiendo en sus ratos libres a distintas bibliotecas barriales, sonde leía todo lo que podía. En especial los folletines, que eran su género favorito y el que finalmente más influyó en su propia obra.
A los 16 años abandonó la casa paterna y cuatro años después se casó con Carmen Antinucci, con quien tuvo una hija, Mirta. Su acercamiento a los círculos literarios se dio mientras buscaba un editor para El juguete rabioso. Por aquel entonces estaba en boga el famoso enfrentamiento entre los grupos antagónicos de Florida y Boedo. Así conoció a Ricardo Güiraldes, escritor al que ambas facciones respetaban: fue él quien corrigió en persona el original de la novela de Arlt y quien lo presentó a los editores que finalmente la publicarían en 1926. En 1929 llegaría el turno de Los siete locos, libro con el que obtuvo el tercer premio municipal, y en 1931 el de Los lanzallamas. Su acercamiento al teatro llegó de la mano de Leónidas Barletta. La obra de Arlt como dramaturgo incluye las obras 300 millones, La isla desierta, Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas y La fiesta del hierro.
Muchos años después de su muerte, cuando su obra casi habían sido olvidadas a partir del triunfo de la opinión de quienes no la valoraban, Roberto Arlt fue recuperado por una generación que a finales de la década de 1960, con Ricardo Piglia a la cabeza, refundaron el canon de la literatura argentina, colocando de un lado a la figura omnipresente de Jorge Luis Borges y del otro al «desaparecido» Roberto Arlt. Sin embargo en la actualidad el valor de su obra y la importancia de su nombre en el corpus literario nacional siguen siendo objeto de discusiones.