Alexander Kluge, en Historias de cine, escribe: “Nada se deja acelerar cuando estoy observando el destello de una ocurrencia, o cuando la tengo, o cuando sueño”. Fui a buscar esta frase de Kluge mientras leía este libro porque en Marea nada se deja acelerar, precisamente, cuando se relatan instantes como los que nombra Kluge. Hay en esta novela “escenas de observación” que se duplican de un modo peculiar: una narradora que observa a una protagonista que, a su vez, observa entidades tan frágiles como “el destello de una ocurrencia” o el destello de un recuerdo, o el momento de la ocurrencia misma, o el momento del recuerdo, o su duplicación en los sueños, nunca se sabe.
El relato se vuelve apasionante porque esta narradora, como la mejor cronista, no entiende del todo lo que ve. Cree ver algo pero nunca está segura y así, como si estuviera parada en puntas de pies para mirar mejor, como si estuviera en el borde de la incomprensión, abre, para el lector, otras posibilidades, otras huellas, otros recodos.
Es curiosa y a la vez intrigante la forma en que esta doble observación (la de la narradora sobre la protagonista y la de la protagonista sobre todos estos momentos que mencioné) se escribe – se plasma- en escenas con protagonistas centrales y con otros actores que no están en el centro pero que no llegan a convertirse en secundarios porque la escritura los mantiene siempre en primer plano. Insisto en esta operatoria de una puesta no solo porque la palabra escena aparezca reiteradamente para marcar distancia sino porque los personajes, sus palabras, pero sobre todo sus gestos se iluminan brevemente y después desaparecen, como en el teatro. Un ejemplo:
“Ahora se ve a sí misma con el flequillo sobre la frente, tiene menos de un metro de altura, el shortcito celeste, la piel muy blanca. Ve la toalla en el piso, caída, en el momento exacto en que maniobró para cazar al perro. Entonces sin querer la soltó y quedó con las tetas al aire hasta que pudo agarrarlo y lo alzó, apoyó enseguida el lomo mullido del animal contra el pecho desnudo y salió como pudo entre las góndolas. Sintió que la miraban pero apretó bien fuerte los ojos por dentro como si fuera una ciega. No paró hasta llegar a la casa. Cuando cruzó las rejas de nuevo ató al perro y mientras su madre rezongaba se metió en el baño, cerró, puso llave y meó. Después abrió la ducha y pasó abajo del agua caliente un rato muy largo. Igual, el frío que le quedó adentro ya no se lo puede sacar ni el verano”.
En el centro de esta escena hay una nena. Hay muchas nenas en Marea, nenas que no son nenas, nenas que gritan, que berrean, que se calientan con otras nenas, que se depilan el sexo, que viajan. Se podría decir que es una novela sobre la infancia, sobre la familia: una novela familiar.
Se podría también hacer esta pregunta: ¿Es posible contar una historia solo hecha de sueños? El libro de los sueños de Nina aparece como título alternativo en algún momento de la novela. En todo caso en este libro los sueños son necesarios, casi imprescindibles, porque en la vigilia hay madres que no saben dar amor y padres -hombres- que se ocultan para llorar y también muertes que son un gran dolor y un gran misterio.
En Marea, la escritura simula avanzar y retroceder, simula vacilar, como si se fuera a mantener siempre en el mismo lugar. Y a veces logra convencernos de la falta de movimiento. Pero entonces al final de uno de los relatos y casi al final del libro aparece una frase como esta: “¿Quién se acuerda en la playa inmensa, ante el océano, de la silueta del juez?”. Y ahí sabemos que la narración sí avanzó, ahí sabemos que esta novela es, sobre todas las cosas, el relato de una iniciación dolorosa y feliz como todas las iniciaciones, el relato del momento en que la narradora observa a la protagonista a punto de subir a la autopista, y la deja allí, en las puertas de su propio mundo de ficción, lista para aceptarlo, abrazarlo, narrarlo. Es, por supuesto, un final con suspenso, como en los mejores relatos.