“Ayer, como un presagio, un no vayan, ha llovido sin parar, el cielo iluminado de mil flancos, los pajonales queriendo elevar al cielo su plegaria, y yo –mirando impotente la crecida, el retroceso cobarde de la tierra y sus dominios, parado del lado seco de esta ventana petulante, ese recorte minúsculo en lo infinito de la pampa boreal que me invoca a grito pelado- no he hecho más que rumiar mi espera aún un par último de días. Me arrancaría la ansiedad como piel vieja.”
Quien habla es el capitán Hipólito Parrilla. Le da la voz Rafael Spregelburd, en su novela Diarios del capitán Hipólito Parrilla (Entropía), título que se completa con la aclaración Presunta bitácora del rodaje de Zama. Antes, lo había interpretado en la película de Lucrecia Martel.
El texto y la entrevista al autor vuelven a probar por lo menos dos cosas: que las circunstancias y las intenciones con las que se escribe pueden no tener nada que ver con el resultado y que existen tantas lecturas de un mismo texto como lectores. Cuando se elogia la potencia narrativa de la voz del capitán Parrilla, Spregelburd contesta: “Me sorprende mucho que te haya gustado. La novela ha tenido muy buenas repercusiones y siempre me sorprenden. Está ligada a una experiencia que sólo tenía sentido para los cien tipos que estábamos en el rodaje. De hecho me tuvieron que convencer de publicarla porque me parecía más una broma interna que una novela. Quizá debería haber sido publicada como poesía y no como narrativa, porque lo propio de la poesía es encontrar una singularidad y esta novela la tiene, precisamente, porque no aspira a ninguna universalidad.”
Lo cierto es que Spregelburd, sin darse cuenta, puso a germinar una semilla del capitán Parrilla que concibió Antonio Di Benedetto y nació un brote. Es que la literatura nace de la literatura, a veces de forma explícita, como en este caso o como en el de La mujer de Wakefield, de Eduardo Berti, o de Una vida de Pierre Menard de Michel Lafond. Otras, de manera imperceptible. La experiencia no produce literatura por sí misma, si no existe una maquinaria de transformación que la procese.
–Di Benedetto no imita un lenguaje del siglo XVIII, sino que lo inventa. ¿Vos hacés algo parecido?
-Coincido en que lo que hace Di Benedetto es inventar un lenguaje, pero la invención de Zama es pura y la mía tiene necesariamente que ser un híbrido. No me atrevo a la invención pura. El lenguaje que él inventa no es aquel en el que transcurre la acción, no es el de siglo en que vive el lector de la novela. Por lo tanto, como no está en ningún lado, es absolutamente verosímil por todas partes. Yo opino sobre esa verosimilitud, pero no creo otra verosimilitud pura. La mía es una opinión impura acerca de las grandes creaciones: la novela, la película.
–Pero lográs una voz de Parrilla tan potente que resulta muy creíble a pesar de todos los procedimientos de extrañamiento, como cuando Parrilla dice que va a morir y que lo sabe porque se acerca un técnico de filmación con un arnés.
-Lo que vos llamás extrañamiento es lo único que era real. Para los actores, un rodaje está lleno de partes ficticias, casi todo es una mentira. Sin embargo, hay un momento en que encienden la cámara y te demandan un grado de verdad que es equivalente a una tajada de tu alma. No vas a salir indemne de la toma. Es tan difícil de explicar a quienes no son actores el abuso que el cine hace de sus elementos humanos, que ritualiza sin ninguna piedad porque todo es una increíble confusión de cables, de intensidades y de urgencias. El técnico que mencionás era lo único verosímil. Lo otro es un intento vano de patinarlo de literatura. Por eso hablo de la creación híbrida, de lo impuro, y hago partícipe al lector de esa impureza, algo que es muy propio del lenguaje del teatro. Es una puesta en escena de un hombre que escribe una novela sobre una película.
-¿Cuál es la relación entre Zama y el teatro?
-Lo que me parece extraordinario de Zama es que el personaje se considera muy virtuoso y en su relato no hace más que dar señas de que no lo es. Los lectores tenemos una percepción del mundo que rodea al personaje que el propio personaje no puede tener. Ese procedimiento de Zama es lo que yo llamo teatro, que es invitarte a la noción de que un objeto está siendo visto al mismo tiempo de maneras diferentes. Es el hecho más disruptivo en contra de la gramática de la literatura narrativa que suele tener un narrador omnisciente que nadie cuestiona. Zama es cuestionado todo el tiempo por su propio relato. Es como si incluyera al lector como un espectador cómplice de esa divergencia. Cuando Lucrecia me llamó por la película, me pregunté cómo iban a hacer para filmarla porque lo estrictamente narrativo, lo literario tiene que ver con un procedimiento muy difícil de trasladar al cine. Cómo hacer para meterse en la cabeza de ese personaje. Creo que Lucrecia sabiamente se mete con otros asuntos: el paisaje, los indios, la fotografía de un mundo que para los latinoamericanos es a la vez vital y desconocido. Esto también es algo que puede leerse en el diario de rodaje que escribió Selva Almada. Ella fue a escribir sobre la filmación y quedó más fascinada por el entorno en que se contrataba a los indios para que hicieran de indios en una película que no verían nunca, porque jamás llegará el INCAA al pueblo de Formosa. Es una cultura que ya está extraviada.
-¿Por qué?
-Los indios con que nos tocó filmar eran evangelistas. Cuando se les hablaba de las tradiciones de sus ancestros, ellos nos miraban las zapatillas Nike. Creo que toda esa civilización perdida es el gran motor de la filmación de Zama. En la novela, en cambio, creo que el indio es ese Otro idealizado, una especie de abismo sin frontera en el que cae esta civilización encarnada por Zama, y que es llevada a la caída por el propio capitán Parrilla que avanza en el entorno como si realmente pudiera moverse en él.
-Debe ser difícil llevar al cine una novela como Zama.
-Hay diferencias abismales entre la película y la novela y tienen que ver con especificidades y virtualidades diferentes. El primer día Lucrecia me dijo: “creo que todo el mundo está esperando ver cómo fracaso con este guión que no ha podido adaptar nadie”. Hubo intentos anteriores de filmar Zama que fracasaron como el de Nicolás Sarquís. Creo que lo que Lucrecia hizo es poner la radio con la lectura de Zama mientras ella escribía sobre otra cosa. Por otro lado, la película es muy distinta del guion que escribió. Cuando la fui a ver, constaté que no se parecía en nada a lo que yo había estado filmando. De hecho casi no estoy en la película y tuve que aclararlo en la novela porque sonaba muy vanidoso escribir una novela sobre un personaje que casi ha sido recortado por entero. En la película soy un extra arriba de un caballo, pero no fue así durante la filmación.
-¿Y la idea de tu novela cómo surgió?
-Para mí que soy un escritor compulsivo el rodaje era muy demandante, pero no sabía bien qué demandaban de mí. Por ejemplo, tuve que ir una semana antes al sitio del rodaje para conocer al caballo con el que iba a filmar. Los productores estaban muy interesados en no perder tiempo en detalles porque la película se hizo en mucho menos tiempo del que se tendría que haber hecho y con menos recursos financieros de los que tendría que haber tenido. Les dije que no se preocuparan porque yo sé andar a caballo, pero tuve que viajar igual. A la media hora yo ya había conocido a mi caballo y estaba en disponibilidad absoluta hasta que el rodaje comenzara. Tenía la ansiedad de no saber qué hacer con la energía extra que ya tenía preparada para esa aventura y que nadie me reclamaba. Durante la semana de ensayo como durante las tres semanas del rodaje, cuando volvía al hotel luego de jornadas larguísimas escribía compulsivamente tres o cuatro páginas que eran una suerte de broma interna. A la mañana siguiente se las pasaba por debajo de la puerta al resto de los actores y al equipo técnico. No buscaba más que una broma de identificación interna entre todos los que participábamos de esa aventura. Pero mentiría si dijera que no tenía nada que ver con el personaje. A Lucrecia no es fácil entenderle lo que busca y a mí me parecía que lo que ella quería era que uno fuera el personaje, no que lo actuara. Y en esa imposibilidad de ser un capitán del siglo XVIII en Paraguay, yo me iba volviendo un poco loco. Entonces me pareció que el diálogo con los antecedentes, con la historia, que favorecía mi inscripción en términos literarios dentro de esa aventura, me iba a ser útil.
-¿Cómo fue convivir con diferentes culturas y lenguas?
-Uno no se da cuenta de las reglas que imponen las culturas hasta que no se enfrenta a otra. Había una secuencia en la que el guión marcaba que los indios nos secuestran, nos roban todo, nos roban la ropa y nos echan con su ropa. Habíamos firmado un contrato en el que aceptábamos aparecer desnudos, si fuera necesario. Hay una escena en que los indios más peligrosos nos vienen a invitar a una fiesta y tenían que aparecer en bolas. Ellos no quisieron y entonces el vestuarista, que era genial, les diseña unas faldas hechas de plumas. Cuando Lucrecia los ve, les dice: “pero qué lindas están esas polleritas”. Los indios escucharon la palabra “polleritas” y se negaron a ponérselas. Culturas que están acostumbradas a estar desnudas, están totalmente ganadas por una moral que, por otra parte, es la que ha ganado el planeta. Uno reconoce en la mirada de pudor del otro, el propio extrañamiento. Yo les pedía a los indios que me enseñaran algunas palabras de su lengua pero ellos no están acostumbrados a que nadie les pregunte. Ellos aprenden el castellano, pero nadie aprende nada de ellos. Por eso no tienen la capacidad de separar una palabra de la otra. El guaraní, por ejemplo, es una lengua metafórica como el japonés es así. En chino, la palabra «barato» se representa con un ideograma que es una mujer que está debajo de un techo porque no hay nada más barato que tener a la mujer en casa. Ese es el concepto atroz que los chinos utilizan sin pensar ¿No es una locura? ¿No es el lenguaje un laberinto delirante que uno no percibe por estar dentro de él? Mi novela, como toda mi obra teatral es una expresión de ese azoramiento ante el lenguaje.
Historias de un rodaje singular
Zama se filmó en circunstancias difíciles, en una locación inundada, con el agua hasta la rodilla y un calor muy intenso. Además, convivían en el rodaje hablantes de diferentes lenguas, cuya pronunciación debía seguir ciertas pautas comunes.
Rafael Spregelburd cuenta: «El actor que hacía El Baqueano, Evandro Melo, es brasileño y no hablaba español. No nos entendíamos sino a través de un portuñol muy sofisticado y se suponía que tenía que hablar no sólo en castellano, sino también en mbayá. Era muy gracioso porque no podíamos identificar los pies en que meter nuestros textos en castellano, porque incluso cuando él hablaba en castellano, no le entendíamos nada. Además, era hipertenso, hacía mucho calor y cuando empezamos a filmar comenzó a tener problemas de presión. Era preocupante. A veces estaba en la filmación y a veces no y las escenas se tenían que adaptar a su intermitencia. Me resultaba graciosa la idea de que el único personaje que podía atravesar ese desierto de lenguas, se había convertido en una presencia intermitente como el gato de Schrödinger. Esa intermitencia era la gota que colmaba el vaso de todo ese equívoco lingüístico. Por eso hay tantas bromas de lenguaje en la novela. Por eso insisto en que es más un ejercicio de poesía que de narrativa.»