Narcisistas, presumidos, ególatras, vanidosos, pedantes, megalómanos, arrogantes, soberbios, engreídos. Fanfarrones. Características que comparten muchos de los nombres de la cultura a lo largo de la historia, pero que en el siglo XX encontraron su época de oro, tal vez porque la Era de las Comunicaciones se convirtió en el megáfono perfecto para que un ejército de bocones se pavoneara con la Historia como público. La famosa frase del arquero paraguayo José Félix Chilavert que sirve de oportuno título para esta nota, revela que el deporte ha sido un terreno fértil para estos personajes. Empezando por Muhammad Alí, el mejor boxeador de todos los tiempos y gran bocón del siglo, pasando por el tenista rumano Ilie Năstase, otros boxeadores como Floyd Mayweather o nuestro José «El Mono» Gatica, o futbolistas como el brasileño Pelé, el norirlandés George Best, los argentinos Hugo Orlando Gatti, José Sanfilippo y, claro, Diego Maradona.
Si para algo sirven estos nombres es para comprobar la intimidad carnal que une a la soberbia con la competencia: sólo se puede ser fanfarrón si existe otro a quien refregárselo en la cara. La lista también deja claro que la pedantería sólo se aparta del ridículo si existe un talento auténtico que la sostenga. Porque aunque la soberbia es siempre una muestra de carácter insufrible, no son lo mismo ese vecino que te mira de costado cuando baja de su 0 km o tu jefe, que se cree mil porque gana más que vos por hacer el mismo trabajo, que genios de la talla de Ernest Hemingway, Leopoldo Lugones, Frank Sinatra o Salvador Dalí, todos ellos a su manera pedantes ejemplares que durante toda su vida le escaparon como a la peste a darse un baño… de humildad.
La Real Academia define a la palabra pedante como «persona engreída que hace inoportuno y vano alarde de erudición, la tenga o no la tenga en realidad». A continuación de esa frase bien podría aparecer el nombre de Leopoldo Lugones como ejemplo sin que el asunto resultara una sorpresa. Nadie duda de la erudición de este escritor argentino que en las primeras décadas del siglo pasado fue elevado, en parte por sus méritos pero también por su gran habilidad para el autobombo, a la categoría de Poeta Nacional. También es cierto que a 81 años de su suicidio tanto su figura como su obra (que no envejeció de la mejor forma) han ido perdiendo peso. Pero en sus años dorados Lugones sembraba el terror entre los jóvenes aspirantes literarios desde su púlpito en el diario La Nación, determinando de qué forma debía utilizarse el lenguaje. Con su ensayo de 1916 El payador, Lugones no sólo es responsable de que el Martín Fierro se convirtiera en el mito fundacional de la incipiente cultura argentina, sino que se atrevió a proponer al español rioplantense como una versión mucho más pura de la lengua, en contra del «castellano paralítico de la Academia». No era un capricho entonces comenzar citando aquella definición del diccionario Real: como se ve, don Leopoldo no se andaba con chiquitas a la hora de elegir rivales para ver quién tenía la erudición más grande.
Si hay un candidato firme a quedarse con el campeonato mundial de testosterona, ese es el escritor estadounidense Ernest Hemingway, quien reúne en su currículum de macho todas las condiciones necesarias para entender un modelo masculino que tuvo su apogeo durante el siglo pasado y que hoy es objeto de una profunda deconstrucción. Un modelo que con gusto lucieron otros nombres relevantes de la cultura estadounidense, desde cineastas como John Ford y John Houston a colegas como Norman Mailer.
Aficionado al boxeo y la tauromaquia, bebedor de primera, provocador full time y mujeriego encantador, Hemingway amaba todo lo que significara poner a prueba su valía de hombre. Esa fue la ambición que impulsó su vida, obligándose a arriesgarla cada vez que pudo. Es probable que esa misma exigencia haya sido la que lo llevó abrazar su propia muerte, volándose la cabeza de un escopetazo el 2 de julio de 1961. Participó de la Primera Guerra Mundial, donde un explosivo le clavó más de un centenar de esquirlas en el cuerpo. Volvió al frente como periodista: cubrió la Guerra Civil Española y participó del desembarco en Normandía, el famoso Día D. Durante una expedición por África en 1954 sobrevivió a un incendio forestal y dos accidentes aéreos. A pesar de ello disfrutó leyendo los laudatorios obituarios que los periodistas habían escrito cuando tras el segundo accidente recibieron la información inexacta de su fallecimiento. Ese mismo año recibió el Nobel de Literatura.
En su vida Hemingway cultivó la amistad de muchos colegas a los que nunca consideró a su altura. Tal vez sólo su vínculo con Scott Fitzgerald, quizá el escritor más notable de su generación, escapaba a esa bravuconada literaria. Así y todo el viejo Ernest no podía evitar su arrogancia. Aunque tenían personalidades opuestas ambos compartían la debilidad por el alcohol, terreno en el que, como era de esperarse, Hemingway era siempre el último en mantenerse en pie. En cambio el autor de El Gran Gatsby, un hombre más sensible y emocional, tarde o temprano acababa revolcado por el piso. Imposibilitado de menospreciarlo en el terreno literario, Hemingway aprovechaba estas circunstancias para sublimar su complejo de superioridad, burlándose de la dudosa masculinidad del atormentado Fitzgerald.
¿Y qué decir de Frank Sinatra? Cantante prodigioso, actor de múltiples talentos, encantador y carismático, es uno de los rostros (y la voz) más reconocidos de la cultura popular del siglo XX. Pero fuera de los escenarios Sinatra era un monstruo de muchas caras. Amable y generoso con los suyos, siempre exigente y perfeccionista, también podía ser sumamente desagradable y despectivo. El escritor Guy Talase lo describe de forma maravillosa en su perfil Sinatra está resfriado, publicado en la revista Esquire en 1966. Ahí narra la forma en que hizo expulsar a un grupo de jóvenes de un club nocturno porque no le gustaron los zapatos de uno de ellos o sus malos modos con todo el mundo durante la grabación de un especial para televisión. La actriz Ava Gardner, su segunda mujer, con la que mantuvo una relación tormentosa signada por los celos mutuos, alguna vez dijo de él que era «demasiado arrogante, abrumador y vanidoso».
Una de las anécdotas que pintan ese carácter de forma contundente es el de la rivalidad que surgió entre él y Marlon Brando durante el rodaje del musical Ellos y ellas (Joseph Mankiewicz, 1955). Sinatra, que venía de recuperar cierta popularidad perdida con su papel en De aquí a la eternidad (1953), que le valió un Oscar como actor de reparto, quiso quedarse con el protagónico de Ellos y Ellas y propuso al gran Gene Kelly para el papel de reparto. Pero los estudios Metro querían a Brando, que en ese momento estaba en la cima de Hollywood, y le ofrecieron al cantante el papel de reparto. Sinatra aborreció de inmediato a Brando, que no tenía al canto entre sus méritos. Aun así Brando se acercó a él para pedirle ayuda con los números musicales, pero Sinatra lo desairó diciéndole que no le interesaba «esa mierda del Método» y lo apodó Mr. Mumble (Señor Murmullo), por sus dificultades para cantar. Marlon, que no era precisamente un nene de mamá, no se quedó atrás y empezó a llamarlo Mr. Baldy (Señor Pelado), metiéndose con uno de los traumas de Sinatra: su calvicie. Cuenta Talase que Sinatra tenía una mujer que por un sueldo de 400 dólares a la semana se encargaba se seguir a La Voz a todas partes llevando un pequeño maletín con una buena provisión de peluquines. Es que en los años ’50 ser pelado era un defecto que no se salvaba ni con los ojos más lindos del mundo. Pero Sinatra, que era hijo de italianos, sabía que la venganza se come fría. Años después incluyó dentro de su repertorio permanente a la canción «Luck Be A Lady» que en la película Brando canta de forma mediocre y con poca gracia. Alcanza ver ambas versiones en YouTube para confirmar de qué forma Sinatra le muestra a Brando quién era La Voz.
Salvador Dalí es tal vez el artista del siglo XX que con más empeño, humor y autoconciencia ha promocionado su propia genialidad. No existe registro de sus apariciones públicas que el excéntrico pintor no haya convertido en un show de su propio ego. En una entrevista extraña, pero no más que cualquier otra que lo haya tenido como protagonista, a mediados de los ’70 el cineasta Narciso Ibáñez Serrador intenta sacarlo del personaje ególatra y fanfarrón preguntándole si no es hora de empezar a «desdalizarse» para que la gente pueda identificarse con él y quererlo más. A esa pregunta, algo tonta por cierto, Dalí responde de la única forma posible: yéndose daliniánamente por las ramas. Así empieza a contar lo que le hubiera gustado ser cuando era chico. «A los cinco años quería ser cocinera», revela el pintor. «No cocinero: cocinera», subraya muy serio. «Después me tomó la manía de ser Napoleón», otro famoso ególatra de la historia, por cierto. La enumeración acaba de la forma esperable, con el pintor afirmando que después de Napoleón no ha querido ser otra cosa que Dalí.
Consecuente con sus argumentos de medio pelo, Ibáñez Serrador lo chicanea recordándole que la gente lo quiere más a Pablo Picasso que a él. Entonces, dando otra muestra de su habilidad performática, el gran surrealista confiesa que no aspira a ser querido por nadie y que, por el contrario, realiza una campaña permanente para ser lo más antipático posible. Porque en el fondo su objetivo es que «se hable continuamente de Dalí, incluso en el caso que se hable bien. Porque si se habla mal, eso es sublime». ¿Se puede ser más narcisista? Dalí podía.
«Siempre he dicho que como pintor soy muy malo», continúa el artista. «Pero como genio soy el único que existe», afirma. «Si me comparo con Velázquez mi obra es un desastre», pero comparado con los pintores contemporáneos, «entonces soy el mejor. No porque sea bueno, sino porque los otros son terriblemente malos». La frase recuerda a otras historias: la de Hemingway tratando de «flojito» a su amigo Fitzgrald; la rivalidad de Sinatra con Brando o incluso la de Maradona y Pelé en su disputa permanente por ver quién de los dos es el mejor futbolista de la historia. Dalí confirma que el narcisismo, la egolatría, la vanidad o como se la quiera llamar, es un derivado de la competencia, una necesidad de afirmarse por encima de otros a partir del antagonismo. Pero unos otros que nunca son cualquiera. Elegir como rival a los mejores es también una forma de aspiración y tratar de imponerse a ellos desde la dialéctica es un intento de dar por sentado algo que en los hechos puede ser materia de discusión: que uno es mejor que el resto de los mejores. La vanidad, entonces, no sería otra cosa que una manifestación extrema de una inseguridad proverbial a la que se busca ocultar tras un borbotón de palabras. No importa el genio que haya detrás. «