Si en algo ha sido exitoso hasta el momento este gobierno es en habernos arrebatado la capacidad de asombro. Hoy parece no escandalizar a nadie el crecimiento exponencial de los pobres. A fuerza de repetición, arma fundamental tanto de la publicidad como de la propaganda política, se olvidan pronto los estándares de lo inaceptable y un día, sin que casi nos hayamos dado cuenta, lo inaceptable pasa a formar parte del discurso cotidiano, del tan elogiado “sentido común” que suele consistir en una serie de prejuicios lo suficientemente arraigados como para que algo aberrante pueda parecer lo más natural del mundo.
Solo así puede entenderse que no llame la atención una publicidad de una reconocida empresa que lleva todo pedido a domicilio cuyo guión parece haber sido escrito por Micky Vainilla, el personaje filonazi creado por Diego Capusotto.
Un hombre se encuentra cómodamente instalado en su casa confortable, pero debe, sí o sí, ir al supermercado. La escena que muestra la publicidad se da en un país en que un alto porcentaje de gente no se surte de alimentos en el supermercado, sino en los tachos de basura. Lo cierto es que a este hombre de buena posición le da pereza hacer lo que para otros sería una bendición poder hacer: ir al supermercado.
Por su cabeza pasan las incómodas escenas que genera la compra: achicarse para bajar del auto en el estacionamiento tan repleto que apenas le permite salir por la puerta, arrastrar el carrito entre góndolas desbordantes de alimentos que, a diferencia de tantos, él sí puede comprar, hacer cola en la caja y, finalmente, enfrentarse a la cara de la cajera, una ordinaria desagradable que masca chicle y que le produce esa repulsión que generan, hoy más que nunca, los que trabajan por un sueldo miserable.
Entonces, luego de cavilar, el hombre encuentra la solución: llamar a la empresa publicitada para que otro pobre le lleve el pedido hasta la puerta de su casa sin tener que estar en contacto con seres abominables de bajos recursos.
¿En qué país esa incomodidad a lo Micky Vainilla puede ser tomada como un buen argumento de venta? ¿Y en qué país, los consumidores que aún quedan pueden haber naturalizado a tal punto la discriminación como para que este contenido les pase absolutamente inadvertido? En un país en que la derecha más rancia y conservadora, por lo menos en esta escaramuza de la batalla cultural, parece imponer su propio sentido común.
En el país de Javier Milei y compañía en el que aun quienes tienen trabajo registrado son pobres. En una Argentina en la que la protesta de los miércoles de los jubilados que no comen es custodiada –y con frecuencia, reprimida- por el doble de efectivos policiales que de manifestantes para que los ciudadanos “de bien” puedan circular por las calles que, curiosamente, son ocupadas por los propios policías.
En una Argentina en que el diputado de la Libertad Avanza Julio Moreno Ovalle puede decir: “No creo que los jubilados se mueran si no toman los medicamentos” y lo único que recoge son repudios verbales, pero los ciudadanos permanecemos en nuestras casas porque parece que la indignación nunca es suficiente como para expresarnos colectivamente de otra manera. A tal punto nos han domesticado.
Los pobres y la publicidad
La publicidad, en general, no está dirigida a los más pobres porque, no teniendo poder adquisitivo, no se les puede vender nada. Sobre esta verdad de por sí infame, hoy se ha dado una vuelta de tuerca: no sólo no se apela a los que no consumen o consumen lo mínimo, sino que se los trata con desprecio porque eso es lo que merecen los pobres.
La categoría de “pobres” se ha ampliado de tal manera que abarca también a los asalariados como la cajera y, en tanto pobre, a nadie le ofende que sea tratada como una persona desagradable al punto tal de hacer renunciar a un ciudadano a ir al supermercado. Para evitar a los molestos pobres hay que cambiar una forma de comprar por otra, pero siempre se trata del mercado, del supermercado, del mercado libre, del mercado pago, del mercado financiero, de “José Mercado” que, como en principio de los 80, según cantaba David Lebón, vuelve a comprar todo importado.
La publicidad trabaja en base al sentido común y el sentido común no suele ser más que un extendido consenso sobre la infamia.