Delphine de Vigan (Boulogne- Billancourt, 1966) se hizo conocida a través de un libro que constituyó un suceso, Nada se opone a la noche (2009), pero en ese momento ya había hecho un camino en lo que se ha dado en llamar autoficción, una clasificación un tanto inespecífica o redundante, si se tiene en cuenta que la ficción nace siempre de la propia experiencia aunque no mencione hechos de la vida del escritor. Todo autor se escribe a sí mismo aun cuando no hable de él. Pero las taxonomías parecen tranquilizadoras y, por lo tanto, necesarias, de modo que diremos que la autora se ubica dentro de esa casilla literaria.
Nada se opone a la noche vendió millones de ejemplares en todo el mundo. La novela estaba escrita en primera persona y en la tapa podía verse la foto de la madre de su autora. Su primera novela, Días sin hambre, también hablaba de ella y del trastorno alimentario que padecía, la anorexia. De modo que siempre su producción fue ubicada en el terreno de la autoficción. Más tarde vendría Basada en hechos reales y el encasillamiento se volvió definitivo.
Lo importante, sin embargo, no es si su escritura es o no autorreferencial, sino de qué modo construye su ficción para que un hecho personal consiga conmover a quien quizá nunca ha vivido esa experiencia o la ha vivido y el texto le permite reconocerse en ella.
En Las gratitudes, publicada en castellano por Anagrama este año, pero editada en su idioma original en 2019, la autora narra dos voces la conmovedora historia de una anciana sin familia, Michka, que vive sola en su departamento y que ha comenzado un proceso de deterioro sin retorno. Marie, su vecina, a quien Michka cuidó de niña cuando su madre trabajaba o, sencillamente, se desentendía de su hija, es la única que se ocupa de ella. Cuando Michka ya no puede vivir sola, la interna en un geriátrico, sin dejar nunca de estar cerca de ella.
Michka tenía unos tres años cuando los nazis invadieron su país, En ese momento, su madre se la entregó a una familia no judía para salvarla. No conocía a esa familia, pero sabía que era la única posibilidad de que su hija no terminara junto con ella en un campo de concentración. Su madre prometió volver a buscarla, pero no pudo escapar del nazismo. Luego de vivir unos años con esa familia, una prima de su madre la reclama y se la lleva. Michka vivió tratando de buscar a quienes la acogieron en su casa sin conocerla a los cuales, por su corta edad, no había podido agradecerle lo que habían hecho por ella. En su vejez, la búsqueda se transforma en obsesión, por lo que le hace publicar en el diario un aviso con los pocos datos borrosos que recuerda para tratar de encontrarla. Pero las sucesivas publicaciones no dan el resultado esperado.
La historia de Michka es contada por Marie y, a partir de su internación en el geriátrico, también por Jerome, el “logopeda” de la institución, que se ocupa de tratar a través de ejercicios de retrasar lo más posible la inexorable pérdida del lenguaje. Pero el compromiso del Jerome con Michka trasciende lo profesional porque esa anciana lúcida en cuestiones afectivas. aunque con dificultad para expresar esa lucidez, lo ha conmovido de una manera especial.
Jerome toma su trabajo de lograr que Michka no pierda definitivamente las palabras como una cruzada, como un desafío personal, porque sabe que perder las palabras es perder el mundo. Por eso se dirá a sí mismo: “Estoy vencido. Lo sé. Conozco ese punto de inflexión. Ignoro la causa, pero compruebo sus efectos. La batalla está perdida. Pero no debo rendirme. De ninguna de las maneras. Si no, aún será peor. Caída libre. Hay que luchar. Palabra a palabra. Sin concesiones. No hay que ceder. Ni una palabra, ni una consonante. Sin el lenguaje, ¿qué nos queda?”
Ante la imposibilidad de devolverle el mundo perdido, será él el encargado de buscar a la familia que recogió a Michka para que ella pueda irse de este mundo en paz. “Lo que me sigue sorprendiendo –dirá- (…) es la perdurabilidad de las penas infantiles. La huella ardiente, incandescente, que dejan a pesar de los años. Una pena indeleble.”
Uno de los méritos de esta novela es que con lenguaje sencillo, casi básico, sin ningún tipo de solemnidad logra meterse en la piel del personaje y en su angustia al comprobar que lo perdido no regresará, que está perdido para siempre y que en la recta final hacia la muerte solo cabe seguir perdiendo.
En su economía de espacios, el living de Michka y su habitación en la clínica geriátrica, y por la poca cantidad de personajes, básicamente Jerome y Marie más alguna presencia circunstancial, por los parlamentos a través de los que actúan los personajes, podría decirse que “Las gratitudes” es una novela con una matriz teatral en la que el lector “asiste” a las escenas como si no estuviera leyendo en su habitación, en el subte o en cualquier otro lugar de la casa, sino sentado en una butaca de teatro viendo cómo los actores representan una obra.
La propia autora ha dicho en una entrevista: “Tenía ganas de explicar algo muy grande de forma breve y simple. Me gusta explorar formas y me enfrentaba a un desafío que consiste en estar dentro de un libro que se basa en el diálogo y el monólogo, un formato que se parece al teatro, integrando el aire de la novela”
Las gratitudes integra una serie que la autora inició con Las lealtades y a través de sus lecturas el lector se pregunta de qué forma una autora muy alejada en edad de su personaje Michka logra hacer tan creíble el mundo y el sufrimiento de la vejez. Ella dice que se inspiró en su tía Monique, que murió a los 99 años en una residencia geriátrica. Sin embargo, siempre continuará siendo un misterio cómo algunos escritores como Delphine de Vigan logran que se lo particular se vuelva universal.