¿Sabías que algunas de las tribus de pescadores que habitan en la frontera entre Kenia y Tanzania, a orillas del lago Victoria, creen que quien teja una red con la soga usada por un suicida para colgarse gozará de una vida de abundancia? ¿Sabías que cuando se los contrató como albañiles para ampliar las instalaciones de un hospital los miembros de la tribu afar, habitantes del noreste de Etiopía, no sabían dónde terminar una pared porque sus casas son circulares y desconocían los conceptos de ángulo y esquina? ¿Sabías que en Tanzania, nación surgida en 1964 de la unión de los territorios de Tanganica y Zanzíbar, el promedio de edad es de 17,6 años y que es muy frecuente ver adolescentes manejando los colectivos?
Quizá sean demasiadas preguntas, seguro más de las aconsejables para empezar un texto periodístico. Y peor todavía: ¡no hay una sola que no sea retórica! Sin embargo el conjunto que forman estos datos disfrazados de interrogante resulta ideal para abrir un artículo como este. Vale aclarar que no se trata de detalles extraídos de una vieja enciclopedia, sino de algunos de los apuntes que el periodista Facundo García utilizó para darle forma a su libro Preguntas de los elefantes (Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Uncuyo). Datos que él tampoco sacó de ningún libro ni de Wikipedia, sino que los fue recolectando en persona durante una travesía que lo llevó de norte a sur por toda el África oriental, de Egipto a Sudáfrica, y que le demandó casi un año. Doce meses de atravesar selvas y desiertos (que muchas veces eran también campos de batalla), visitando mezquitas fabulosas, ciudades asombrosas o pequeñas aldeas que el lector no podrá imaginar sino como parte de un mundo que no es el propio.
Preguntas de los elefantes es un libro de viajes que comparte el mismo estante de la biblioteca que ocupan obras como el clásico Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, o las contemporáneas crónicas viajeras de autores como Martín Caparrós, Leila Guerriero o Hebe Uhart. Pero la prosa de García esquiva con toda intención la pose falsamente literaria o el tono engolado de pretensión académica. Por el contrario, sus textos discurren sobre un tono más cercano al coloquial, que a veces se parece más a una charla entre amigos que a la fantasía de lo que «debe ser» un libro. Claro que no debe haber muchos que tengan la suerte de contar con amigos que hablen con la gracia y la soltura con la que escribe García, en cuyos textos el uso de la primera persona funciona como una herramienta inclusiva que permite que su relato pueda ser leído por cada lector como si ellos mismos fueran los protagonistas de cada aventura. Con un mérito adicional: descorrer los mil velos que ocultan la realidad de las naciones africanas a los ojos de un lector argentino. Preguntas de los elefantes, que cuenta con un prólogo del periodista Eduardo Fabregat, no sólo es un recorrido por África, sino un texto que permite conocer y entender de forma amena algunos de los fenómenos sociales y culturales que tienen lugar allá.
El propio García manifiesta, en uno de los últimos capítulos de su libro, una gran sorpresa por su propio desconocimiento. En ese acto quedan expuestos el choque y la distancia que media entre el relato mítico que rodea a la cultura africana y la realidad que se percibe al atravesar el continente. Parte de la gracia del libro surge de esa sensación anfibia entre lo real y la fantasía que envuelve al África para la mirada ajena. «Creo que una de las posibles pistas es no pensar esos planos de manera binaria», especula García. «Con frecuencia olvidamos que dentro del planeta caben varios universos y que no todos esos universos se pueden subir a Internet. Existen otros tiempos, aromas, colores. Hasta hay un erotismo diferente. A veces logramos enlazar, tender puentes, y otras veces la soberbia occidental hace que ni siquiera percibamos lo que no estamos educados para ver», amplía su reflexión. Como ocurre con los afar, hay ángulos de la cultura africana que no estamos capacitados para entender. «El ámbito interconectado y tecnológico que hay en las grandes ciudades ilumina ciertos aspectos de la realidad, pero oscurece otros, como la euforia íntima que sienten los nómades del desierto cuando se larga la lluvia. Cosas que son muy difíciles de explicar por los medios ultraveloces, onda fast food, que usamos nosotros para contactarnos con otros seres humanos. La realidad no se agota en las pantallas», continúa el autor. «En África a veces ingresás en una región y te enterás de que hay un zarpado conflicto entre dos tribus pero recién cuando estás 200 kilómetros adentro del quilombo y porque te lo dijo un vendedor de sandías. Lo mismo con las fronteras. Llegás a lo que Google Maps te marca como el borde entre dos países y cuando te parás en el sitio delimitado por ‘la frontera’, lo único que hay es un camino de tierra en mitad de la madrugada, los grillos cantando y un tipo emponchado debajo de un árbol que fuma un faso y te mira sonriendo».
Pero no se trata de un relato que se aferra a un realismo a ultranza. El retrato que García va delineando del continente, sus países y habitantes, a veces coincide con aquellas fantasías. Y otras, que no son pocas, su voz revela una inocencia cuyo origen es difícil de determinar, porque no termina de estar claro si les pertenece a esos personajes que describe o si, al contrario, le corresponden a la mirada virgen del autor al ir descubriendo realidades que son más extrañas que la ficción. «Intenté ir hacia África con una mirada libre de grandes teorías. Debe haber influido mi afición por el budismo zen: esta idea de desprogramar los hábitos de la mente para permitir que te toque lo nuevo. De ahí, tal vez, venga esa sensación de inocencia», acuerda García. Pero aclara que «la inocencia no es ingenuidad o primitivismo. Inocencia es poder mirar un árbol como quien lo ve por primera vez». Y aprovecha para revelar una de las cosas que cree haber aprendido en el camino: «todo el mundo quiere amar y ser amado. Cuando lo entendés, lo demás lo tierno, lo exótico, hasta lo violento se vuelve más comprensible».
Entre los riesgos de adentrarse literariamente en esos territorios estaba el de caer en un pintoresquismo en el que la mirada se contamina con esa superioridad que muestran muchos de los que se propusieron retratar a África antes que él. «Nadie está a salvo del pintoresquismo», dice García, «en parte, porque suele ser una forma de iniciar el contacto con quien pertenece a otra cultura». Y cuenta una anécdota: «Una vuelta, en Harar, en una zona islámica de Etiopía, un tipo me empezó a gritar ‘¡ey, mono!’. Como dos cuadras gritándome ‘mono, mono, mono’. Claro, por ahí andan los mandriles, que son petisos, peludos y narigones como yo. Admito que había un parecido, pero no quería que me lo recordaran cada cinco metros. Cuando me harté y me frené a preguntarle por qué me insultaba así, él me dijo: ‘Sí sos igual a un mono. Además, yo sé que ustedes se acuestan con sus madres. ¡Lo vi en la tele!’. Entonces le conté que en nuestros medios a la gente como él morocha, con turbante siempre la retrataban como terrorista. El tipo se quedó perplejo. Empezamos a conversar y quiero creer que al final los dos nos fuimos con una visión más inteligente acerca del otro». «
Con la curiosidad como motor
Es posible que en ese desconocimiento mutuo esté el origen de la curiosidad por conocer lo ajeno, pero al mismo tiempo sea una fuente de miedo y desconfianza. En ese territorio se mueve Facundo García en los textos de Preguntas de los elefantes. «Yo hice aquel viaje intentando dialogar desde una perspectiva latinoamericana. Esto me parece importante, porque con sus méritos o sus errores, el libro procura ser un lazo entre el Sur y el Sur», cuenta. «A mi desconocimiento se sumaba, entonces, la casi nula información que llega al África sobre nuestra cultura. ‘Vamos a escuchar música de tu país’, me dijo un chofer en el Sahara mientras encendía el estéreo del bondi: puso Britney Spears. Imaginate lo que siente esa gente cuando escucha un tango. Les clavás Piazzolla y flashean».
«Descubrir nuestra ignorancia mutua era un placer enorme. Era como derribar un muro el muro del cine yanqui, el muro de los viajeros anglosajones, el muro de los documentales para ver que del otro lado había un paisaje que ni siquiera sospechábamos. Un latino verá en África cosas que se le escaparían a un gringo, así como un africano puede devolvernos a nosotros una imagen nueva acerca de lo que significa ser latinoamericano», sostiene el periodista. Y agrega que «buena parte de la narrativa de viajes se basa en acomodarse a los rasgos de género que determina el mercado». «Yo en cambio fui a África decidido a escuchar», afirma.