Hace unos días, una investigadora que prepara un libro de reportajes a escritores argentinos nos pidió a sus entrevistados que trazáramos cada uno una breve autobiografía. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos quiénes somos? Le dije que yo no tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna. Esto decía en una entrevista Osvaldo Soriano, de cuya muerte se cumplen hoy exactamente 20 años.
Es bien sabido que amaba los felinos y que en sus novelas siempre aparecía alguno, que fueron su compañía en las horas de escritura y soledad. Un gato confesó Soriano- me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de mirada contundente, muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro Vení, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus plantas rendido un león. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco tiempo nos separamos. Además, Soriano dijo alguna vez que un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo.
Rodolfo Rabanal, un escritor que tiene entre otros méritos el de hablar más a través de su escritura que de la banalidad de la palabra oral, dijo en un homenaje que Página 12 le hizo a Soriano cuando se cumplieron los diez años de su muerte que
los gatos siempre fueron animales sagrados, nada hacen por azar, tienen ‘propósitos’, designios, preferencias, son premonitorios. Al menos eso creía Soriano. De modo que si su gato había dormido sobre los papeles producidos durante la noche, el trabajo ‘tenía sentido’ y era probable que fuera incluso más bien bueno, de lo contrario había que revisar todo y quizás hasta desecharlo. Tal vez esa haya sido la más firme cábala del ‘gordo’ y sin duda, el juez de preselección más severo de cualquiera de sus obras.
Pero quizá lo mejor de su amor por los felinos -que fueron su compañía y a veces el impulso de su escritura- es que haya delegado en ellos la conformación de su biografía definitiva porque, como el resto de los animales, los gatos carecen de la mezquindad humana a pesar de que los han inmortalizado en su escritura desde el propio Soriano a Olga Orozco, desde Charles Baudelaire a Jorge Luis Borges, cuyo gato se llamaba Beppo en honor a un poema de Lord Byron.
Aún hoy, a dos décadas de la muerte de Soriano, el autor divide aguas. Definitivamente exiliado del canon impuesto por la academia literaria cuya sede está actualmente en la calle Puan, Soriano sigue siendo mirado por encima del hombro como aquellos escritores que por su sencillez, su relación con la política o su éxito de ventas merecen la condena eterna de los hombres sabios. No están mal ni la crítica ni la polémica cuando son el producto genuino de una posición determinada frente a la literatura. Lo que sí es condenable es que un escritor sea utilizado como un ariete para mostrarse más inteligente, hacer gala de cinismo, llamar la atención y provocar modestos escándalos que no trascienden las cuatro paredes donde se dan cita los autoconsiderados críticos, intelectuales o dueños del fondo de comercio de la literatura y que, por lo tanto, tienen siempre a mano las llaves que abren los armarios donde guardan los nombres de los escritores malos, los escritores difíciles, los escritores indiscutibles, los escritores para inteligentes y los escritores para la gilada. Finalmente, este tipo de personas no hace más que discutir un clásico Boca-River pero supuestamente en clave intelectual.
Todavía resuenan los ecos del día lejano en que Soriano fue a hablar a la Facultad de Filosofía y Letras y la leyenda quizá falsa como todas las leyendas- dice que Beatriz Sarlo lo redujo a la categoría de un despojo. Como de toda leyenda, también de esta hay muchas versiones, pero casi todas lo incluyen a Osvaldo Bayer como defensor dispuesto a batirse a duelo por la literatura del Gordo. Guillermo Saccomanno lo sintetizó muy bien en ese mismo suplemento homenaje, un suplemento al que algún supuesto crítico con un ego forjado en bronce y que necesita de la descalificación de los otros para sostener su imagen de implacable, calificó como digno de la revista Barcelona.
Así como a Arlt, -dice Saccomanno- escritores que hoy nadie recuerda le reprochaban que escribía ‘mal’, a Soriano se le criticaba que escribía ‘fácil’. A ninguno de sus detractores se les ocurría que en ese modo de escritura había una poética de la concisión y la síntesis, una economía de recursos rigurosamente elaborada. Es curioso: la mayoría de sus detractores de entonces hoy se abocan a escribir ‘fácil’, como si recién hubieran descubierto que del otro lado de la página hay otro, un lector, un semejante. En verdad, lo que descubrieron es la relación entre escritura y dinero, que con una ficción se puede ganar dinero, y que vale apostar en la ruleta del marketing aunque se lo desprecie. Aquellos jóvenes que en la primavera alfonsinista lo criticaban terminaron laburando en la tele y cuando publican una novelita lo plagian. Es verdad: muchas de las ideas que Soriano desarrollaba en sus textos no provenían tanto de una elaboración ‘teórica’ como de una intuición siempre alerta. Fútbol, cine, política. Soriano se las ingeniaba siempre para traducir lo que estaba en el aire. Ningún escritor, desde Arlt con sus aguafuertes a la fecha, exhibió una perspicacia igual obteniendo una repercusión similar.
Por supuesto que toda afirmación puede ser discutible, desde las de Soriano a las de Saccomanno. Lo triste de esas discusiones es que de parte de los descabezadores de escritores conocidos los argumentos suelen ser más que previsibles. Pocos se atreven a pensar en contra de los dictados de Puan, capaces de convertir a un escritor en una vaca sagrada. Basados en los principios del marketing, usan una determinada marca de jean, se visten de determinada manera, usan unos anteojos determinados y se dedican a ejercer un módico terrorismo intelectual que es la única forma que encuentran de tener algún protagonismo.
Según cuenta Esther Cross, Adolfo Bioy Casares le había dicho que le había gustado mucho A sus plantas rendido un león y que le había producido tal curiosidad acerca del libro de Soriano, que salió disparada a comprarlo. Claro, Bioy se había ganado sobradamente la libertad de hablar por cuenta propia.
Hace muy poco Noé Jitrik me dijo en una entrevista que aún no había leído a Roberto Bolaño porque desconfiaba mucho de los fenómenos literarios. Claro que Jitrik, a los 87 años tiene una trayectoria como crítico, docente y escritor de ficción que le permite prescindir de cualquier Biblia literaria, de cualquier dogma.
A 20 años de su muerte, ya sería hora de releer a Soriano con menos prejuicios, con incontaminados ojos de gato, con más libertad y sin sentenciarlo sin juicio previo. Sería un ejercicio saludable que lo juzgaran como escritor y no por tonterías anecdóticas. Sí, sería muy saludable, incluso si resultara condenado. «