Si hay un escritor que supo darse cuenta temprano en la historia de la literatura argentina de que el oficio del escritor no necesariamente debe ser ni serio ni sublime, ese fue Oliverio Girondo. Poeta, sobre todo y casi como ningún otro, pero también dibujante y artista plástico, ya desde muy joven y a lo largo de toda su obra Girondo demostró que para escribir poesía no era necesario asumir la gravedad del contador público que realiza un arqueo de caja y que lo mejor era mantenerse a prudente distancia del personaje del poeta que presume de ser un interlocutor directo de lo divino. Tal vez por eso el abordaje de su obra sigue siendo en la actualidad, a 50 años de su muerte y a 95 de la publicación de su primer libro, una actividad estimulante y placentera, tan cercana a la lectura como al juego.
Nacido en 1891, niño bien consentido por sus padres, al cumplir los 18 años el joven Oliverio consiguió llegar a un conveniente acuerdo con ellos: él aceptaría estudiar abogacía para cumplir con el mandato familiar, pero ellos le financiarían un viaje anual por Europa, dedicándole cada año a un país distinto. Y el muchacho no desaprovechó esa oportunidad. En 1922, poco más de una década después, Girondo publicaba su primer libro, los famosos 20 poemas para ser leídos en el tranvía, en los que se dedica a trazar diferentes viñetas cotidianas registradas en diferentes ciudades, que incluyen tanto a Buenos Aires y Mar del Plata, como a Venecia, Brest, Río de Janeiro, Dakar, Verona, París, Sevilla, Biarritz y el pueblito portuario de Douarnenez, en la Bretaña francesa.
Escrito con una prosa poética electrizante, los 20 poemas para ser leídos en el tranvía no son solo el primer libro de un escritor joven, sino un manifiesto estético en el que Girondo se declara en contra de la pretensión poética, de los versos escritos como monumentos y, sobre todo, amante de lo absurdo y lo cotidiano, que para él vendrían a ser la misma cosa.
Sus próximos libros profundizaron esta búsqueda. Tres años después publicaría Calcomanías (1925) y su nombre comenzaría a convertirse en una referencia para poetas y escritores todavía más jóvenes que él. Girondo trabó amistad y un vínculo estético con los integrantes de la revolucionaria revista Martín Fierro, representantes de la vanguardia poética de Buenos Aires. No sería la última vez que Girondo se convertiría en el núcleo de un grupo de poetas nóveles que se alimentaron de la eterna juventud de su obra poética.
La publicación de sus dos primeros libros resultó un golpe sonoro en el universo no solo de la poesía local, sino también para las letras hispanoamericanas. Para tener una verdadera dimensión de lo que significó la irrupción de una voz como la de Girondo, alcanza con recordar que por aquellos años Leopoldo Lugones se encontraba en su apogeo, tras haberse convertido a sí mismo en juez de la poesía en español. No es descabellado afirmar que la obra de este funcionó como una provocación para una nueva generación de poetas, en la que estaban incluidos Girondo y el resto de los martinfierristas, quienes fueron encontrando sus propias voces como una reacción contra el canon que en sí mismo representaba el propio Lugones.
El trabajo que Girondo realizó con la lengua española para erigir su obra implicó primero una deconstrucción, que ya comienza a percibirse en sus primeros libros, para una vez desmontado todo el sistema língüístico, reconstruirlo con sus propias reglas. Dicha labor llegaría a su punto culminante con la publicación del extraordinario En la masmédula (1954), en cuyos textos Girondo construye un español paralelo, cargado de sonoridades juguetonas y de palabras híbridas que en su mestizaje multiplican su sentido.
Junto con esto también había desarrollado una aguda capacidad para provocar y causar revuelo, convirtiéndolo en una especie de performer avant la lettre, con algunos puntos de contacto con personajes contemporáneos como Salvador Dalí. Alcanza con recordar que cuando editó su libro Espantapájaros en 1932, para presentarlo en sociedad alquiló una carroza funeraria tirada por seis caballos, en la que transportaba un enorme espantapájaros vestido de etiqueta. Y mientras la carroza alborotaba el modesto tráfico de las calles porteñas, en un local en la todavía coqueta peatonal Florida, un grupito de chicas preciosas vendía su libro. Así agotó una primera tirada de 5000 ejemplares en menos de una semana. Algo que hoy parece impensado como estrategia para el lanzamiento de un «simple libro de poemas». Otra de las pruebas contundentes a favor de la idea de que Oliverio Girondo era un personaje adelantado a su tiempo.
En su homenaje la Biblioteca Nacional exhibe hasta marzo una muestra que sale al rescate de la vocación iconoclasta de Girondo a partir de un recorrido que abarca dibujos, ilustraciones, grabaciones de sus lecturas y una escultura gigante con la que se promocionó aquel disparatado lanzamiento de Espantapájaros.
El muñeco de papel maché, vestido con traje, capa, galera y monóculos es una de las grandes atracciones de la exposición, que cuenta en su patrimonio con mucho material de Girondo, como primeras ediciones de sus obras entre las que se cuenta la nouvelle Interlunio (1937), ilustrada por el destacado pintor argentino Lino Enea Spilimbergo.
La muestra podrá verse a partir de febrero y hasta mediados de marzo, de lunes a viernes de 9 a 21, y sábados y domingos de 12 a 19 en la sala Leopoldo Lugones (¡Oh, destino!), ubicada en la planta baja de la Biblioteca Nacional.
Oliverio Girondo murió el 24 de enero de 1967 como consecuencia del agravamiento de las lesiones provocadas por un accidente de tránsito ocurrido seis años antes. Había compartido buena parte de su vida con Norah Lange, también poeta y escritora: en la casa que ambos compartieron nunca dejó de haber fiestas. Igual que en sus libros, a los que alcanza con abrirlos en cualquier página para ser inmediatamente tomado por el jolgorio y la jarana convertidos en poesía por obra y gracia de la pluma juguetona de este poeta, el que más en serio se tomó aquello de quitarle a la poesía esa pátina solemne de los poetas torturados. «
Exvoto (A las chicas de Flores)
Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás empavesadas como fragatas van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que les pasan la vereda.
Texto de 1920 perteneciente a 20 poemas para ser leídos en el tranvía.