Hace apenas dos días moría Mariana Callejas, escritora y asesina chilena. Fue agente de la Dirección Nacional de lnteligencia (DINA), organismo responsable de secuestro, tortura y muerte de personas durante la dictadura de Pinochet. Participó del asesinato del General Carlos Prats, excomandante en jefe del Ejército de Chile, y su esposa Sofía Cuthbert, que se perpetró en Buenos Aires en 1974 en el marco de la Operación Cóndor.
El coche en que viajaban Prats y su mujer voló por el aire cuando estaban al 3300 de la calle Malabia. El explosivo fue detonado por control remoto. Se dice que fue la propia Callejas quien apretó el botón, pero también circula la versión de que a último momento no lo pudo hacer. Lo cierto es que tuvo una participación activa en esa muerte y también en otras que realizó por acción directa o por complicidad silenciosa.
Otro de los asesinatos escandalosos en los que tuvo responsabilidad fue el del excanciller chileno Orlando Letelier y su secretaria en Washington. Sus andanzas terroristas fueron realizadas junto a su tercer marido, Michael Townley, también agente de la DINA. Para realizar este tipo de operativos ambos cambiaron sus nombres verdaderos por los de Andrés Wilson y Ana Luisa Pizarro respectivamente. Townley no tuvo problemas en transformarse en el tierno padre de los tres hijos del matrimonio anterior de su mujer y de los dos que tuvieron juntos ya que, según parece, la condición de asesino no impide fundar una familia «como Dios manda».
La vida de Callejas es una prueba contundente de que un escritor o un artista no son personas con una sensiblidad especial como asegura el mito romántico, sino que, igual que cualquiera, pueden revelar en ciertos actos lo peor de la condición humana. Baste citar a Louis-Ferdinand Céline, autor de la célebre novela Viaje al fin de la noche, antisemita confeso y a Michel Houellebecq, escandalosamente islamofóbico. De hecho, en la amplia casa de cinco pisos en Lo Curro, donde vivió desde 1975 a 1990, Callejas supo conciliar un taller literario con sesiones de tortura realizadas por los sicarios del pinochetismo en las que las la aplicación de la picana hacía parpadear las luces.
El escritor chileno Pedro Lemebel lo cuenta en Perlas y cicatrices: Concurridas y chorreadas de whisky eran las fiestas en la casa de Lo Curro, a mediados de los setenta. Cuando en los aires crispados de la dictadura se escuchaba la música por las ventanas abiertas, se leía a Proust y Faulkner con devoción y un set de gays culturales revoloteaba en torno a la Callejas, la dueña de casa. Una diva escritora con un pasado antimarxista que hundía sus raíces en la ciénaga de Patria y Libertad. Una mujer de gestos controlados y mirada metálica que, vestida de negro, fascinaba por su temple marcial y la encantadora mueca de sus críticas literarias. Una señora bien, que era una promesa del cuento en las letras nacionales. Publicada hasta en la revista de izquierda La Bicicleta. Alabada por la elite artística que frecuentaba sus salones. La desenvuelta clase cultural de esos años que no creía en historias de cadáveres y desaparecidos.
Tan amplia era la casa, que también había lugar para que su marido y cómplice ocupara un piso para experimentar con ratas y conejos el gas sarín, ese líquido aparentemente inofensivo, incoloro e inodoro, que fue utilizado como arma química por su efectividad para la muerte y que la ONU clasificó como arma de destrucción masiva.
Pero todo el mundo dice Lemebel- veía y prefería no mirar, no saber, no escuchar esos horrores que se filtraban por la prensa extranjera. Esos cuarteles tapizados de enchufes y ganchos sanguinolentos, esas fosas de cuerpos retorcidos. Era demasiado terrible para creerlo. En este país tan culto, de escritores y poetas, no ocurren esas cosas, pura literatura tremendista, pura propaganda marxista para desprestigiar al gobierno, decía Mariana subiendo el volumen de la música para acallar los gemidos estrangulados que se filtraban desde el jardín.
Tan convincente era la actuación de Callejas en los círculos intelectuales de su país, que hasta el mismísimo Nicanor Parra, ignorante de lo que sucedía en otras dependencias de la casa, se hizo presente allí para compartir una velada con sus pares, pero fue echado cuando entabló una discusión demasiado acalorada con un pintor que formaba parte del cortejo que adulaba a la anfitriona.
Los libros de Callejas no entraron nunca por la puerta grande de la literatura de su país, pero ella conoció la triste gloria de ser citada por grandes escritores como uno de los personajes más siniestros de la dictadura pinochetista. Además de Pedro Lemebel, Roberto Bolaño se refiere a la conocida escritora asesina, su marido y al taller literario que ella dirigida en Nocturno de Chile. Alude a ellos como Maria Canales y James Thompson.
Aunque muchos de los integrantes del círculo de Callejas la consideraban una gran escritora, su condición de asesina se impuso sobre sus textos. Es imposible saber qué destino hubieran tenido de no recortarse sobre un trasfondo sangriento. En 1984 publicó una novela, El Ángel de los rincones y en 2007, a instancias de su amigo Enrique Lafourcade, quien permaneció fiel a ella aun cuando fue revelada su historia. Luego de la dictadura salió a la luz Nueve Cuentos.
Fue también Lafourcade quien en 1976 propició que participara junto a otros escritores chilenos en un almuerzo con Borges. Nueve cuentos no sólo pasó sin pena ni gloria sino que fue cuidadosamente evitado por la crítica temerosa de quedar pegada a su figura siniestra.
Muchos de quienes solían participar de las tertulias de su casa, como el escritor Carlos Franz, le retiraron su amistad. Ella continuó viviendo sola un largo tiempo en la casa donde había instalado su taller. Había sido una mansión, pero en la época de la declinación de su dueña le faltaban los vidrios, tenía las puertas desportilladas y los pocos que la visitaron cuentan que tenía un aire lúgubre. Los conejos de su marido que se habían salvado de los experimentos de su esposo con gas sarín, habían proliferado y, dueños de la situación, correteaban por la casa componiendo una escena que recuerda a la de las vacas que pastaban en la mansión venida abajo del gran dictador creado por García Márquez.
Los crímenes de Callejas sólo merecieron en 2003 un leve paso por la cárcel, casi una visita turística. Hace dos días murió en un geriátrico tan sola como impune.