Falleció este martes a los 55 años el escritor plantense Leopoldo Brizuela, nacido en 1963. Su muerte, inesperada por lo menos para quienes no formaban parte de su círculo más íntimo, sorprendió dolorosamente por su carácter prematuro y porque deja un significativo hueco en la literatura argentina contemporánea a la que aportó mucho y aún tenía mucho por aportar.
Aunque tenía obra anterior, se hizo masivamente conocido por su monumental novela Inglaterra, una fábula, que ganó el Premio Clarín en el año 1999 y que fue editada por Alfaguara.
En 1977 publicó sus relatos en la revista Oeste y un año después comenzó a colaborar en diferentes medios gráficos. En 1985 fue el ganador del Premio de la Fundación Fortabat y publicó su primera novela, Tejiendo agua. En 2012 ganó el Premio Alfaguara por la novela Esa misma noche referida al terrorismo de Estado y muy alejada del tono poético tanto de la novela que lo hizo conocido como de los relatos publicados en la misma editorial en 2002, Los que llegamos más lejos. Su obra se completa con El placer de la cautiva, (nouvelle, 2001), Lisboa. Un melodrama (novela, Alianza, 2010), La locura de Onelli (novela, Bajolaluna, 2012). Su última obra publicada es Ensenada, una memoria.
Fue también un destacado traductor. Desde 2016 trabajaba en la Biblioteca Nacional rastreando archivos de escritores argentinos.
Admirador de Joseph Conrad, Jack London y Henry James, siempre se interesó por las formas tradicionales del relato. Se dice que hay dos tipos de escritores, los escritores-mapa que saben todo acerca de lo que van a escribir antes de hacerlo, y los escritores-brújula, que tienen un norte pero desconocen el camino que los llevará hasta él y sólo lo descubren escribiendo. Brizuela pertenecía a este último grupo. Cuando ganó el Premio Clarín, le dijo a La Nación: «Construyo un plan a medida que lo voy creando. Pero pienso que siempre debe haber una zona de oscuridad que hay que develar, porque si no es muy aburrido. En mi caso, esa zona de oscuridad funciona como motor del resto»
Como compilador publicó las antologías Cómo se escribe una novela (1992), Cómo se escribe un cuento (1993) e Instrucciones secretas (relatos, 1998).
Paralelamente a la literatura tuvo otra vocación, la música, que transformó en poemas en Fado, un libro publicado por La Marca, 1995. Pero ya había manifestado sus preferencias musicales en Cantoras, reportajes a Gerónima Sequeida y Leda Valladares, editados por Torres Agüero Editor en 1987 y en Cantar la vida, conversaciones con las cantantes Mercedes Sosa, Aimé Paine, Teresa Parodi, Leda Valladares y Gerónima Sequeida (El Ateneo, Buenos Aires, 1992). Había estudiado piano desde su infancia y en 1984 comenzó a estudiar canto con Leda Valladares, por quien sentía una enorme admiración.
En una entrevista que le realizara Augusto Munaro se refiere a estas dos vocaciones: “Hay una idea de Borges: la literatura es una forma más compleja de la música, que me ayudó a definir mi modo de escribir. Vengo de una familia muy musical, y yo mismo quería ser pianista mucho antes de ser escritor; sin duda eso debe de haberme influido cuando empecé a escribir –y a leer, también: una de los aspectos que más determinan en mi elección de autores y libros es su musicalidad… Escribo como mis antepasados –ágrafos, analfabetos en su inmensa mayoría –cantarían en medio de su trabajo o en la intimidad de las cocinas… Voy componiendo las frases de acuerdo, no sólo con lo que quiero decir, sino con el “tono” que está definido en la primera línea, con el ritmo que establecieron las primeras palabras, etc. Mi escritura es en realidad una partitura para la voz humana, la voz de un narrador que pueda leer ante un auditorio, o la voz de la mente del lector… Elijo palabras y su lugar en la frase no sólo por lo que dicen, sino por las características de su “masa sonora”, y en ese sentido mi prosa está muy próxima de las elecciones musicales que hacen todos los poetas.”
Coordinó diversos talleres de escritura, entre los que se cuentan los que dictó en la cárcel de mujeres de Olmos y en la Asociación de Madres de Plaza de Mayo.
Era una persona afectiva y generosa. Acompañó a María Elena Walsh en su enfermedad y fue uno de los mayores responsables de la revaloración de la figura de Sara Gallardo, una enorme escritora injustamente relegada del panorama de la literatura argentina cuya obra él se encargó de destacar.