El de la dictadura y sobre todo el de los desaparecidos son temas que han llegado a convertirse en clásicos del documentalismo en la Argentina, conformando un universo amplio y ecléctico. Más allá de la cantidad, este subgénero surgido ad hoc produjo incluso algunas obras que resultan ineludibles no sólo respecto del tópico que las define, sino a partir de su forma cinematográfica. Los rubios (2003), de Albertina Carri, M. (2007) de Nicolás Prividera o El (im)posible olvido (2016), de Andrés Habegger, son excelentes ejemplos de ello. Curiosamente, en todos es la figura del familiar la que empuja el relato. Tanto Carri como Prividera y Habegger son hijos de de desaparecidos y sus búsquedas sin fin se extienden del territorio de lo real al cinematográfico como si no hubiera una frontera entre ellos. Estrenado ayer, el documental El hermano de Miguel, de Mariano Minestrelli, llega para sumarse a esa serie de películas de familiares en busca de respuestas y certezas que tal vez nunca encuentren.
La película trae algunas novedades, en tanto no es el propio director quien asume el protagonismo para ponerse al hombro simultáneamente a la película y la búsqueda, sino que se trata de un modelo más clásico. Acá Minestrelli se concentra en su rol de director para registrar la historia de Miguel Dicovsky, el protagonista, siguiéndolo en su esfuerzo por tratar de develar el destino de Gustavo, el hermano aludido en el título, desaparecido desde 1974. Minestrelli reconstruye la investigación que Miguel lleva adelante desde hace diez años, cuyo objetivo es el de conseguir que la desaparición de su hermano mayor sea incluida en la causa por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detenciones conocido como Puente 12. “La película surge como una iniciativa que me propuso Miguel, para que lo ayude a recoger y filmar algunos testimonios con el fin primordial de presentarlos a la justicia”, cuenta Minestrelli. “Miguel también imaginaba que con ese material se podía hacer un documental sobre su hermano. Ante eso mi impulso fue querer ayudarlo, pero antes tuve que pedirle tiempo para pensar cuál podía ser mi lugar y mi propuesta dentro de una posible película, considerando que se trata de un tema que el cine documental argentino ha trabajado bastante”, coincide el director.
-¿Cómo trabajó la película para intentar que ese abordaje resultara novedoso?
-Le dije a Miguel que prefería que el protagonista del documental fuese él y no su hermano desaparecido. Porque si había algo con lo que yo me podía identificar era con su angustia y su impotencia ante el hecho de encarar él mismo una investigación para que recién ahí la Justicia le preste atención. Además me parecía pertinente que en ésta época el documental se apoyara en un relato acerca del mundo judicial, que es justamente algo que un documental de fines de los 90 o principios de los 2000 no hubiese tenido posibilidad de hacer, porque para eso hubo que esperar hasta después de la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final. Por otro lado era innegable que si había algo curioso en esta historia es que se trata de un caso previo al 76, aunque de todas maneras con el transcurso de la investigación entendimos que igualmente era un caso inserto en todo un aparato de represión que comienza en esa época y se traslada (aunque con características distintas) a los años siguientes.
-Todo eso marca diferencias respecto de los documentales más emblemáticos del género.
-Es que para mí no era posible entrar en el relato a la manera que lo hicieron Los Rubios o M., dos películas faro de esta temática, porque ahí los directores están directamente involucrados con los casos y terminan siendo ellos los protagonistas de las películas. Yo no tenía ni lugar ni razón de convertirme en personaje, ni apareciendo físicamente (al estilo de documentales como los de Sergio Wolf o Crisitan Pauls) ni a través de una voz en off. Entendí que lo mejor para esta historia era que Miguel tome ese lugar y que yo desde la puesta en escena intentara retratar todo como alguien que está a cierta distancia de las situaciones. Por eso casi toda la película fue rodada con un lente teleobjetivo, porque esa distancia era honestamente el lugar que yo ocupaba.
-Esas son decisiones que también vuelven a El hermano de Miguel un relato mucho más clásico que los ejemplos citados.
-Estoy de acuerdo con que los recursos elegidos son clásicos del documental, pero al menos creo que fue un abordaje honesto y respetuoso con la historia de Miguel. Yo no tenía la intención de hacer tampoco una película muy críptica. Traté de que mi generación y la posterior pudiesen entender algo de la vida de una persona que tiene un familiar desaparecido, sin que por eso quede una película obvia
-Por lo que se ve en la película Miguel parece ser un tipo muy sensible, pero también muy hermético, alguien a quien el contacto con los otros le resulta no digo difícil, pero sí complejo.
-Es que justamente la figura de Miguel no te remonta a aquellos familiares que a lo largo de estos más de 40 años han quedado más expuestos en los medios de comunicación, que tal vez tienen una historia de vida más épica. Miguel es un tipo que tiene un vivero, su vida familiar, pero como buena parte de otros familiares también participan de homenajes e intentan averiguar qué pasó con su familiar desde donde pueden.
-¿Eso lo complicó en la tarea de construir a Miguel Dicovsky como personaje cinematográfico?
-Era algo que me preocupaba cinematográficamente, porque quizás iba a resultar difícil que Miguel exprese emoción en cada plano que hiciésemos. También me parecía pertinente poder contar el lado B de familiares a los que les cuesta dar a conocer sus historias, pero que sienten la misma responsabilidad de investigar y mantener viva la memoria que aquellos que han tenido una lucha más intensa, como algunas abuelas o madres.
-¿Y cree que la película compensa ese “déficit épico” prestando atención a lo emotivo?
-Hay dos momentos de Miguel que creo son muy elocuentes en este sentido. Uno durante su encuentro con Silvia Ibárzabal, vicepresidenta de Afavita (Asociación Familiares y Amigos de Víctimas del Terrorismo en Argentina), hija del coronel Jorge Ibarzábal, asesinado por el ERP en esos mismos años. A ella Miguel le dice: «a mí no me pone contento filmar un documental». El otro momento es cuando termina el diálogo por skype que tiene con su cuñada y Miguel se queda sin palabras. Son dos momentos donde se rompe un poco ese hermetismo. Por otro lado en cada proyección que tuvimos siempre funciona la identificación del público con Miguel. Las ganas de la gente de abrazarlo al final de la película son de las cosas más reconfortantes que nos han pasado y creo que a Miguel lo han cambiado. No es el mismo que yo conocí antes de empezar a filmar.
-No debe ser sencillo mantener la distancia que un cineasta necesita para no ser devorado por la historia que quiere contar cuando, como en este caso, el tema que se aborda te interpela de forma tan profunda.
-Volviendo al tema de mi preocupación por entender qué lugar debía ocupar como director en la película, hay algo que en su momento surgió charlando con Pablo Llonto, el abogado de Miguel, y con Carlos Somigliana, del Equipo de Antropología Forense, que es lo que me ha ayudado a seguir empujando el proyecto. Ellos planteaban que más allá de que se hubiesen hecho muchas películas sobre esta temática, tenía que pensar que por un lado cualquier expresión artística sobre el tema ayuda a seguir construyendo memoria colectiva. Y por otro que pensara, un poco utópicamente, que si de repente algún día, en una proyección perdida de la película, de repente una persona que pudo haber estado detenida en algún centro clandestino y que sobrevivió reconoce al hermano de Miguel, o se acuerda que estuvo con alguien de esas características y se anima a ponerse en contacto y aportar esa información, o bien si finalmente el caso del hermano de Miguel es tomado por la justicia y se investiga un poco más desde otro lugar y con más recursos, esa sola posibilidad hace que valga la pena haberla filmado.
-Es particularmente conmovedora la forma en que la película maneja el encuentro entre Miguel y Silvia. Porque aunque la tensión entre ellos existe, también es cierto que a pesar de sus historias ambos parecen respetar de forma sincera el dolor del otro.
-La idea de poder entrevistar a Silvia Ibarzábal surgió ya desde el guión. Miguel tenía muchos reparos con eso y yo tampoco le insistí porque necesitaba que fuera entrando en confianza, para que lograra relajarse sin estar pendiente de la cámara y esas cosas. Debo decir que Silvia accedió cordialmente a la entrevista, pero seguro que había mucha tensión entre ellos. Para Miguel fue enfrentar como a un fantasma, porque por ahí Silvia no conocía el rostro de Miguel pero él sí el de Silvia, por la posición que ella ocupa en Afavita. Creo que ese encuentro lo fortaleció a Miguel, aunque obviamente nos hubiese gustado que ella aportara algún dato que sirviera para continuar la búsqueda.
-¿Qué fue lo más difícil de esa escena?
-Desde la puesta en escena entendí que por un lado debía seguir en la línea de tomar distancia. Poner las cámaras lejos de ellos y usar el teleobjetivo para tomar de cerca sus rostros y sus expresiones, atento también a lo que transmitían sus miradas más allá de lo que se dijesen uno al otro. También creo que ese silencio al final de la escena es un momento bien cinematográfico que condensa toda la emoción que estaba en juego, más allá de las palabras.
-¿A qué tipo de dilemas lo enfrentó esa charla entre dos personas que representan miradas opuestas sobre el mismo tema?
-No pretendía que a partir de la película se reconciliaran ni nada similar, y de hecho ambos entendían que eso no era posible luego de tantos años de dolor. Además hubiese sido hipócrita de mi parte querer dejar esa sensación en el espectador. Creí que era necesario darle voz en el relato a esa «otra parte de la historia», no por una idea de memoria completa o esas cosas que se suelen decir, sino porque si realmente queríamos ir hasta las últimas consecuencias para intentar saber qué pasó, teníamos que escuchar qué tenía para decir la familia del militar. Y sobre todo respetar el dolor que ellos tenían con lo que pasó, sin comparar ni «medir dolores».