«La vida tiene muy poco de poético, es más bien atroz dice Mariana Travacio, autora del libro de cuentos Cenizas de Carnaval (Tusquets), pero en medio de ese sinsentido que es la vida, la literatura es lo que me da el deseo suficiente para salir todos los días de la cama y hacer algo.»
Licenciada en Psicología y docente durante mucho tiempo de la cátedra de Psicología Forense de la Facultad de Psicología de la UBA, la escritura, tanto de no ficción como de ficción fue una constante en su vida. Sus cuentos han recibido numerosos premios nacionales e internacionales. Pero Cenizas de Carnaval no necesita ser respaldado por ningún currículum. Se trata de inquietantes cuentos de alguien que se lanza a escribir no sólo con pericia, sino con espíritu de exploradora para saber hasta dónde llega guiada por un impulso del que no puede sustraerse. Por eso, en sus cuentos se nota el riesgo que asume al aventurarse más allá de las fronteras de lo conocido sin mapa y sin brújula, tanteando a ciegas, para descubrir lo que no sabía que estaba buscando.
Los cuentos de Cenizas de Carnaval tienen una gran unidad y se van oscureciendo progresivamente. ¿Es un efecto de la edición o algo buscado?
A mí el cuento me sucede, se me impone. Muchas veces estoy escribiendo una novela y en el medio me viene un cuento, y paro la novela y lo escribo. Me alegra que me digas que tienen unidad porque es algo que quería lograr. Los cuentos de este libro fueron escritos en un momento largo, de unos dos años, en los que yo quería explorar algunas formas de ausencia: la muerte, los adioses, las fragilidades. Incluso, más que algunas formas de la ausencia, quería explorar cómo algunos personajes se sobreponen a ese vacío, a ese agujero, a eso que falta. En la edición el libro quedó armado con una cierta lógica que tiene que ver con ese oscurecimiento progresivo. Parte de una muerte, de una ausencia, de un adiós que es más palpable, como en el caso del cuento que le da título al libro y, a medida que avanza, tal vez se va poniendo un poco más simbólico, hay otro tipo de sobreposiciones a ese vacío, como en el caso, por ejemplo, de «Cantero» en que el protagonista había matado a su mujer y quería sobreponerse de esa falta; o en «Parsimonia», en el que hay un derrumbe de un matrimonio que es muy paulatino y que también es un final.
Es decir que la escritura fue un trabajo de exploración.
Fue explorar nostalgias, formas del amor, el desamor, la muerte, la falta, exponer cierta fragilidad. Creo que el hombre no tiene más que hilachas para erigirse y en eso hay algo del orden de la identidad como en «A media voz» o en «Certeza de lo inmóvil». Creo que hay una pregunta de fondo que es quiénes somos. Borges tenía una frase preciosa al respecto: «Somos nuestra memoria, un montón de espejos rotos». Hay algo fragmentario en la construcción de la identidad. Pascal Quignard dice que estamos anclados en un pasado atávico y que eso nos constituye, somos constituidos antes del nacimiento, ya venimos dados, la lengua nos domina. En contrapartida, la memoria es de las cosas más frágiles que existen. Cuando querés mirar para atrás, preguntarte quién sos y constituirte, no tenés más que retazos. La protagonista de «A media voz» que quiere indagar en su origen, sólo tiene hilachas de recuerdos. Entreteje el recuerdo de una siesta con el de una tía y con el de la mirada de un padre y se va constituyendo a partir de esos recuerdos totalmente pobres y fragmentarios.
Creo que se escribe con todo lo que uno es, pero tu condición de psicóloga debe tener cierto peso. Algunos cuentos como «Certeza de lo inmóvil» o «El cantero» me llevaron a pensar en los casos clínicos de Freud que puden ser leídos como ficción.
Sí, son literarios, poéticos, más allá del valor clínico que puedan tener a los fines analíticos. Creo que la profesión te da una determinada mirada. Como decís, escribimos con todo lo que somos y mi experiencia en psicología clínica y forense, la formación, los años de lectura, en alguna parte deben estar, pero no es algo de lo que eche mano de manera consciente, no forma parte de una búsqueda estética o pragmática durante el proceso de escritura. En todo caso, creo que aporta a mi mirada sobre el mundo. Cuando ejerciste durante mucho tiempo hay una deformación profesional. También cuando leíste mucho a un autor, ya no te podés sustraer de eso, es algo que te conforma. Sí es cierto que hay casos forenses o clínicos que me marcaron tanto que hay cuentos que toman partes de historias clínicas, rasgos u otros elementos.
¿Cuál, por ejemplo?
Por ejemplo, «Matriz». Aunque el cuento es otra cosa, allí está narrado un episodio real contado por mi suegro que era psiquiatra. Hablábamos mucho de cosas que se hacían en los psiquiátricos en los ’70, e incluso antes, que son tremendas como la lobotomía o el electroshock, que son prácticas monstruosas.
¿Cuál era la historia que contaba tu suegro?
Que había una mujer internada que tanto insistía con que tenía serpientes en el estómago que un grupo de médicos, cansado de que nada diese resultados, decidió operarla para decirle que le habían sacado las serpientes. Estuvo aliviada un tiempo breve, pero a los pocos días en la consulta dijo: «Doctores, se olvidaron los huevos dentro». Esa anécdota me quedó. Me parecía que tenía algo de literario, de la extracción de la piedra de la locura, incluso me recordaba algunos de los poemas de Pizarnik. Si bien «Matriz» no es eso, se deslizó algo de eso en un personaje. En mi libro anterior, Cotidiano, hay un cuento que se llama «Construcción» en el que, ahí sí, narro la historia de una mujer que perdió la memoria, que tiene 40 años y no reconoce a la hija ni al marido. Eso fue tomado de un caso, pero sólo hago estas elecciones cuando me parece que tomar algo de un caso real tiene un valor literario.
En «Certeza de lo inmóvil» llevás al extremo un deseo que quizá tengamos muchos, que las cosas se conserven como están, que el mundo deje de moverse de manera vertiginosa. ¿Cómo nació?
Exactamente de lo que estás contando, de que mi casa es un caos y uno nunca encuentra lo que busca. Nació de algo que para mí fue muy traumático. Un día entré a casa y me dijeron: «Te ordenaron la biblioteca». Yo necesito un determinado orden en mi biblioteca que es mi orden mental. Me gusta revisitar libros y los ordeno por orden de lectura, no un orden temático, alfabético, por editorial Es un orden que venía arrastrando de mudanza en mudanza a lo largo de mi vida. Nunca pude recuperar el orden de mi biblioteca. Hubo un antes y un después del quiebre de ese orden histórico. Alguien me dijo que yo hago un realismo afantasmado, que llevo las cosas hasta sus últimas consecuencias y entonces se me ocurrió un personaje que lleva ese afán de orden al extremo de pegar los objetos a sus lugares para que dejen de moverse. Siempre parto de algo que me conmueve, que me interpela. En este caso, fue el hecho de sentir que la biblioteca tiene arbitrio propio, que los libros son objetos animados per se lo que disparó la narración. Me siento a escribir algo, pero nunca sé hacia dónde va la narración, me dejo llevar y lo voy descubriendo mientras escribo. Borges decía que la realidad es incomunicable y atroz. Cuando algo te conmueve, como escritor no tenés más que un puñado de caracteres de cuya combinatoria salen palabras y la palabra es la muerte de la cosa. Irremediablemente, nunca vas a poder dar cuenta de esa emoción, de eso preverbal que disparó la narración.
En el orden hay algo tranquilizador. Sólo así se explica que un libro intrascendente y tonto como el de Marie Kondo, que dice que ordenar la casa es ordenar la vida, sea un bestseller.
Bueno, algo de eso hay en el cuento «Es de noche y en la otra orilla». Ahí se plantea que la rutina ordena y tranquiliza. Asistir al mismo bar, en la misma esquina y que el mismo mozo de siempre te pregunte si vas a tomar lo de siempre te hace sentir que algo de tu identidad te es devuelto por la mirada de ese mozo que te pregunta si vos, que sos vos, querés lo de siempre. Y al decir que sí, certificás que vos sos vos, porque estás ahí y el mozo te pregunta si vas a tomar lo de siempre. Es la mirada del otro la que te da tu identidad, hay un juego especular. Cuando el vacío existencial, la conciencia de finitud es tan grande que no te permite avanzar, aunque sea absurdo, el resguardo que tomás es el pequeño orden cotidiano que te dice que vos sos vos. Hay varios cuentos que exploran esos bordes de la identidad. Nos erigimos como sujetos a partir de cosas muy precarias. Hay otra idea que hila estos cuentos. Fernando Pessoa tiene una frase que dice algo así: «Hay en algunos ojos humanos algo terrible, el indicio inequívoco de que hay conciencia». La conciencia de finitud es algo con lo que tenemos que lidiar todo el tiempo. Hay que darle un sentido al cotidiano, a la vida. Y esos sentidos, cuando los ponés en clave literaria son tan absurdos, tan tontos. Me gusta mucho ver cómo un personaje va tratando de tejer su identidad, cómo todo se le derrumba.
Bettelheim decía que los chicos piden todas las noches el mismo cuento para conjurar la incertidumbre.
Claro, es que nos la pasamos trazando surcos porque la existencia es muy precaria. A mí me conmueve el arte del hombre de la Cueva de Altamira, que no tenía lenguaje, pero tenía afán de decir y entonces pintaba. Creo que lo que tiene la especie es eso, necesidad de decir, pero como la realidad es incomunicable y atroz, no hay letra ni pintura que dé cuenta de eso. El advertir el absurdo, el sinsentido de la vida es terrible. Hay algo del orden de la locura en nuestro cotidiano. Lo que lo vuelve material literario es correrte y mirarlo. La perplejidad ante el mundo es lo que mueve la escritura. «
El arte ancestral de narrar
«Ya Juan Rulfo decía afirma Travacio que estamos contando lo mismo desde Virgilio. Los temas literarios, aseguraba, son sólo tres: la vida, la muerte y el amor. Si siempre vamos a escribir sobre la vida, el amor y la muerte, entonces es el cómo, la forma literaria lo que importa. En eso estoy de acuerdo con los formalistas rusos. Creo que la forma es fundamental.
Yo lo único que necesito para sentarme a escribir es una voz, una cadencia, una gramática. Una vez que tengo esto siento que es la propia gramática del personaje la que construye una historia, porque la voz implica una cosmovisión, una determinada mirada sobre el mundo. Cuando está la voz, cuando está la mirada del personaje, eso que quiere ser dicho es dicho desde esa voz, desde esa mirada. A mí la escritura me funciona de esta forma, ya sea que esté escribiendo una novela o un cuento, más allá de que luego el proceso de escritura sea distinto en ambos géneros.