Un niño que tiene un guanaco como mascota, una novia en cuyo impoluto vestido blanco se encienden pequeñas hogueras, una niña con alas de murciélago, otra que, vestida de comunión, lee el libro rojo de Mao… Estas imágenes y muchas otras constituyen Marcos López: Clásico y Moderno, la muestra del gran artífice del pop latino que puede verse en el Centro Cultural Borges.
López no solo cultiva la fotografía como un arte, sino que, además, puede descubrir en viejas fotografías ajenas encontradas en mercados de pulgas y anticuarios lo que nadie ve, lo que está escondido. Si es cierto, como sostienen ciertos pueblos, que la fotografía roba el alma del fotografiado, este artista singular parece recobrarlas. Las máquinas-cajón de los fotógrafos de plaza, las lentes de fotógrafos anónimos y conocidos deben de estar llenas de almas en pena que dejaron su plácida impresión sobre el papel, pero que, puestas al trasluz por el artista solo le revelan a él su costado tormentoso e inquietante.
-¿Qué es lo que le fascina de la fotografía?
-A los 18 años descubrí la fotografía por casualidad porque yo no me dedicaba al arte. Me inscribí en un curso de revelado como hobby. Estaba comenzando a estudiar ingeniería en Santa Fe y creo que de ese primer rollo y de las imágenes del revelado en el laboratorio surgió una fascinación de la que quedé preso hasta el día de hoy. Desde mis comienzos supe que quería tener una expresión artística como fotógrafo. Ya hacía unas puestas en escena un poco teatrales y con una cierta pretensión medio surrealista, ingenua. Quería entrar dentro del casillero de lo artístico. También hacía fotos documentales. Por ejemplo, salía a fotografiar las inundaciones y temas que, de acuerdo con los estereotipos de la época, eran de un fotógrafo con “compromiso social”. Son prototipos difíciles de sostener. Ahora no me gusta usarlos.
–¿Y qué es lo que le gusta de las fotografías antiguas?
-Aunque la frase pueda sonar pretenciosa, creo que toda fotografía es antigua porque remite directamente al pasado. Si miro una foto que me mandó un amigo ayer por WhatsApp, ya es pasado. La fotografía documenta un tiempo que es irrepetible. Y con más razón estas fotografías que son seleccionadas de los cajones de los mercados de pulgas, de los anticuarios de San Telmo. El hecho mismo de ponerme a revolver esos cajones es como un viaje al pasado, a mi propia infancia y a mis padres. Todas las que elegí reflejan las ceremonias características de un sector social, de la clase media: comuniones, casamientos para toda la vida, esa cosa de la fe, del estudio. Al pintarlas, hago una redefinición de esas costumbres culturales.
-¿Siempre compró fotografías viejas?
-No, es algo reciente, de los últimos tres años. No soy un coleccionista y es posible que no siga comprando, que cierre ese proceso. Creo que la experiencia llegó a un techo y no necesito hacerlo más.
–¿Al intervenir esas fotos usted siente que le agrega otros sentidos?
-Es lo que hice intuitivamente. Por ejemplo, a una novia que sostenía en una mano un ramo de flores, le borré con pintura el ramo y le puse encima un leopardo. Entonces va caminando con un leopardo con un gesto de cierta soberbia o de que está en estado de éxtasis. Los fotógrafos les decían cosas a las novias y a las niñas que tomaban la comunión para hacerlas entrar en un estado, como dije, de éxtasis. Era como si vieran a la virgen María frente a ellas. Hay exageración en esas fotos, solemnidad.
–En la muestra hay una mujer con un traje de novia que parece que se le está incendiando. ¿Las llamas revelan un sentido oculto relacionado con el deseo?
-Sí, el deseo que siempre fue prohibido, cercenado, que formó parte de mi propia cultura y que me ha costado toda mi vida desestructurar. A mí me educaron con la idea de que me tenía que casar para toda la vida y formar una familia indestructible. Evidentemente, en mi vida eso no sucedió. Me costó rearmarme o, como se dice ahora, deconstruirme. Esta exposición habla un poco de eso también. Yo me largo a trabajar de una manera intuitiva y ver los trabajos todos juntos en la muestra me permite reflexionar sobre estos temas que estamos hablando. Por un lado, está la relación entre la fotografía y la pintura que son disciplinas muy diferentes. Por otro, son pinturas que estructuralmente son fotografías de un tiempo en que había una rigidez que no se puede sostener.
–Leí que las fotografías que eligió van del 40 al 90. ¿Es así?
-Digo que van hasta el 90 porque algunas de las fotos son mías, las tomé yo. Pero las que más me interesan son las de los años 40, 50, 70 que son los años en que mis padres se casaron, cuando fui chico. También me interesó rescatar el oficio de los fotógrafos, en muchos casos, anónimos. Pero también hay algunas fotos que están firmadas. Por ejemplo, hay un retrato de comunión de Anatole Saderman, un gran maestro. Compré la fotografía en un anticuario y pinté a la niña de esa fotografía como en una cárcel. Podría incluso haber fotos de Annemarie Heinrich entre las que compré. La fotografía tiene un misterio y, a veces, cuando no tiene pretensión artística es cuando más valor tiene. En los retratos familiares me gustan la cara, el gesto, la luz, el modo en que iluminaban los fotógrafos. También el hecho de que es una época que ya pasó. Ahora yo tomo fotografías con el teléfono, ni siquiera uso cámara y, a veces, en el teléfono las fotos se pierden.
–¿Y por qué no usa más la cámara?
-Porque me cansé de fotografiar. Siento que fotografié mucho y con mucha profundidad y que los temas que me interesan ya los transité, y entonces me tomo un descanso. Además, me estoy dedicando a la pintura. Estoy pintando al óleo, dibujando mucho y ordenando mi archivo para tratar de publicar algunos libros con el material ya hecho. Con lo que está en el Borges vamos a hacer un libro que lo va a editar la Universidad de las Artes en un convenio con la Universidad del Litoral. Se va a llamar Marcos López intervenido.
–En un texto que está en la muestra dice que le da cierta culpa ese acto de apropiación que es intervenir una foto ajena. Pero las fotografías de principios de siglo XX mezclaban la pintura con la fotografía. Había fondos pintados que mostraban jardines, columnas, escalinatas. ¿No hay en las obras de esta muestra también un acto de restitución de lo que la fotografía fue en ese tiempo?
-Sí, a veces cuando me pongo a pintar un yacaré en los brazos de una novia, que creo que es algo que podría tener que ver con Buñuel, con el surrealismo, me pregunto qué derecho tengo yo a meterme con la imagen de esta novia que a lo mejor hoy es una señora mayor, yo no soy el autor de la foto. Me parece que me estoy metiendo con algo ajeno, pero creo que, al mismo tiempo, estoy revalorizando, resignificando y haciendo una reflexión sobre la cultura, sobre la idiosincrasia de una región y creo también que para eso servimos los artistas, para replantearnos desde un lenguaje visual esas cosas de la fe y de los mandatos patriarcales, los mandatos de la Iglesia y muchas cosas que están en esas imágenes. Hay una especie de humor que es un humor crítico. También creo que hay algo infantil en mi trabajo porque me dejo llevar por el juego.
–Usted pinta cuernos, diablos. ¿Esa actitud está relacionada con el humor popular de quien al afiche callejero de un político le agrega cuernos o le pinta los dientes de negro para que parezca que le faltan?
-Es así. No nos olvidemos de que todo este trabajo lo hice en la pandemia cuando había mucha cosa de virus, de demonio, de miedo. Siempre nos asustaron con el demonio y la división férrea entre el bien y el mal. La muerte rondaba. Se moría la vecina de la otra cuadra, decían las estadísticas de los muertos por televisión. Creo que por eso, me salían tantos demonios o lenguas de víbora, brujas. Hay algo de eso cuando la gente pasa con los aerosoles y le pinta un diente de negro a la fotografía de alguien que sonríe, como dice usted. El solo gesto de ponerle un agujero negro en un diente con un aerosol o un fibrón ya echa por tierra todo discurso político que dice “le prometemos bienestar.” Siempre he tomado mucho de la cultura y de la artesanía popular.
–Su pop latino tiene mucho que ver con eso.
-Y sí, claro. Son maravillosas las fotos con la simpleza de los fotógrafos de barrio. Nosotros vivíamos en un pueblo de Santa Fe, Gálvez, y cuando cumplíamos años mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí al estudio de un fotógrafo. Era toda una ceremonia hacernos una foto.
-¿Eso tenía una connotación de clase?
-Sin duda. Los sectores populares se fotografiaban con el fotógrafo de plaza. Cuando alguien del interior podía venir a Buenos Aires, se hacía tomar una foto por ese fotógrafo. Además, la fotografía siempre tuvo que ver con el hecho de mostrar que uno había estado en un determinado país. Dicen que los exiliados cubanos que llegaban a Miami se fotografiaban cerca de un auto caro y con un chalet atrás y le mandaban la foto a la familia para mostrar que habían progresado. Los inmigrantes europeos enviaban fotos para que vieran cómo habían llegado o posaban delante de una casa que mostraba un bienestar económico.
–En el texto de la muestra usted habla de un “surrealismo precario” y de un gesto de vanguardia en la factura de las obras, de “lo mal terminado”.
-No creo haber dicho de vanguardia porque es una palabra que no uso, pero sí me gusta dejar un trazo infantil, que las manos me salgan mal hechas o fuera de escala en relación con las piernas o alguien subido a un caballo como hacen los niños, que no miran la proporción. He definido mi trabajo más que como surrealismo, como sub-realismo criollo que es otra forma de realismo. De hecho, me interesó pintar muchos animales de la fauna autóctona sudamericana como yaguaretés o yacarés.
-Por ejemplo, la foto de un chico a la que le pinta un guanaco
-Ese trabajo, por ejemplo, solo puede ser hecho por un artista latinoamericano. Ese chico que es de una clase social alta podría haber sido hijo del dueño de una mina de estaño que se fotografió en un estudio con su mascota, el guanaco. Yo me hago esa fantasía, esa historia.
–Usted experimenta con pintura en aerosol, pedazos de espejo, pelo artificial…
-No, no es artificial, es pelo humano verdadero que junto en las peluquerías de mi barrio y pego con Poxi-ran.
–Hay un diablo rojo que se desangra en pintura sobre la pared misma de la muestra. ¿Lo tenía pensado o también experimenta en el montaje?
-Se me ocurrió en el momento. También uso la sala de exposición como lugar de experimentación.
Dónde y cuándo
Marcos López: Clásico y moderno se puede visitar hasta el 2 de octubre de miércoles a domingo de 14 a 20 en el Centro Cultural Borges, Viamonte 525, CABA. Entrada libre y gratuita.